Hace setenta años y unos días nació un niño que era yo. La pregunta que me deja perplejo (y que es un misterio para cualquiera que se pare a reflexionar) es: ¿por qué soy yo esta conciencia? Entiendo que haya más seres sensibles, como yo, como tú, como lo fue mi gato, o la sardina que me he comido. Lo que no acabo de tener claro es que yo lo sea (por ahora) y sea capaz de percibir el mundo. Que no haya existido hasta 1946 y que con toda seguridad no exista en (pongamos la fecha bien lejos) en 2100.
El artículo en que encuentro esta reflexión se refiere a la construcción de Israel como "Estado judío", y contrapone, a la consideración de que un grupo étnico, religioso o de cualquier otro tipo sea "pueblo elegido", la idea de una unidad esencial de los seres humanos. Más aún, de todos los seres sensibles. Más allá todavía, de todo lo viviente. Del Ancho Mundo. Y más allá...
No tengo intención alguna de convertir en mística esta sorpresa mía (y tuya) que me (nos) hace sentirnos de golpe recién nacidos. Pero más que la spinoziana identificación panteísta del Deus sive Natura, del holismo solidario que acompaña a la conciencia ecologista y que el autor citado convierte en reflexión ético-política, me da que pensar "el hecho en sí" de un "yo" que puedo compartir como esencia, pero jamás como existencia, ¿Por qué "soy" "yo" y "estoy" precisamente "aquí" y "ahora"?
Rebelión
(...)
Y ahora, para terminar quiero rescatar, como otras veces, uno de los textos más bellos que haya leído en mi vida, y que ha sido desde que lo leí, hace mil años, mi guía, y además, ayudado a comprender la naturaleza humana, tratando de reducirme al grado más ínfimo de mi ser, buscando la más profunda verdad que anida esperanzadoramente escondida en lo más recóndito de mi corazón.
Y, como señalara Blas Pascal “No te hubiera buscado si no te hubiera encontrado”. Y la seguiré buscando hasta el último aliento.
No fue fácil encontrar ese texto y, además, comprenderlo, surgió inesperadamente de mis muchas lecturas, pero cuando lo leí por primera vez, y luego cientos de veces, buscando inspiración en ese texto, me ha ayudado a sentirme más humano, menos argentino, menos americano, menos atado a mi cultura, a mi religión, la que me legaron mis padres, y pude iniciarme y descubrir el desapego que busqué afanosamente en mis viajes a la India. Que aún no alcancé.
Por eso quiero incluirlo nuevamente en este pequeño escrito con la intención, ingenua si se quiere, de influir en todos aquellos que busquen su propia verdad en sus corazones, más allá de las fronteras que algunos seres humanos construyeron y siguen construyendo para dividirnos, enajenarnos y dominarnos.
Fue Erwin Schrödinger quien expresara ese sentimiento de unidad y esencialidad de la naturaleza humana, e identidad sustancial con nuestra Madre Tierra, que nos coloca más allá de toda superficial y pasajera nacionalidad, etnia, religión o cultura, y lo expresó incomparablemente en el texto que me permito transcribir con la misma humildad con la que él mismo lo hiciera, sin apelar a ninguna revelación ni inspiración divinas:
“Según la forma ordinaria que tenemos de ver las cosas, todo esto que estoy viendo ha estado ahí durante miles de años antes de ahora, fuera de algunos cambios sin importancia. Dentro de algún tiempo, no mucho, yo habré dejado de existir, y esos bosques, esas rocas y ese cielo seguirán estando ahí más o menos igual durante miles de años después que yo haya desaparecido.
¿Qués es lo que me ha sacado de la nada de un modo tan repentino, a fin de gozar por tan corto rato de un espectáculo al que resulto absolutamente indiferente?
Las condiciones que han permitido que yo exista son casi tan antiguas como las rocas que contemplo. Durante miles de años, me han precedido otros hombres que se han esforzado, han sufrido, han engendrado, y otras mujeres que han parido a sus hijos con dolor.
Tal vez hace cien años estuvo aquí mismo sentado otro hombre, y como yo, estuvo mirando a esa luz feneciente reflejándose en el glaciar, sintiéndose entre nostálgico y sobrecogido en su corazón. Como yo, había sido engendrado por un hombre y había sido parido por una mujer. Había sentido penas y breves alegrías en su vida, como yo mismo. ¿Era alguien distinto de mí? ¿No era tal vez yo mismo? ¿En qué consiste mi yo? ¿Qué condiciones fueron necesarias para que lo concebido esta vez fuera yo, justamente yo y no otro? ¿Qué significado científico claramente inteligible puede realmente corresponder a ese “otros”?
Si mi madre hubiese vivido con otra persona distinta de mi padre y hubiese tenido de él un hijo, y mi padre hubiese hecho otro tanto, ¿habría yo llegado a ser? ¿O es que acaso vivía yo ya en ellos y en los padres de mis padres, y así sucesivamente, desde hace miles de años? E incluso si fuera así, ¿por qué yo no soy mi hermano, o por qué mi hermano no es yo, o no soy yo alguno de mis primos lejanos? ¿Qué es lo que justifica el que nos empeñemos tan obstinadamente en descubrir esa diferencia –la diferencia entre mi propio yo y los demás--, cuando objetivamente lo que hay en todos es la misma cosa.
Al pensar y ver las cosas de esta manera, es posible que de pronto caigamos en la cuenta de la profunda verdad que alberga la convicción básica del Vedanta: no es posible que esa unidad de conocimiento, de sentimiento y de decisiones a la que llamamos el propio yo haya saltado de la nada al ser un momento dado hace apenas un poco de tiempo; más bien, ese conocimiento, sentimiento y decisión son en lo esencial eternos, inmutables y numéricamente unos y los mismos en todos los seres humanos, más aún, en todos los seres dotados de sensibilidad. Pero no en el sentido de que cada uno de nosotros sea una parte o una porción de un ser infinito y eterno, o un aspecto o modificación del mismo, como en el panteísmo de Spinoza.
Porque entonces seguiríamos topándonos con la misma pregunta embarazosa: ¿qué parte o qué aspecto soy yo? ¿Qué es lo que objetivamente me diferencia de los demás? No es eso, sino que, por inconcebible que resulte a nuestra razón ordinaria, todos nosotros –y todos los demás seres conscientes en cuanto tales-- estamos todos en todos.
De modo que la vida que cada uno de nosotros vive no es meramente una porción de la existencia total, sino que en cierto sentido es el todo; únicamente, que ese todo no se deja abarcar con una sola mirada. Eso es lo que, como sabemos, expresa esa fórmula mística sagrada de los brahmanes, que es no obstante tan clara y tan sencilla: Tat twam asi, tú eres eso. O también lo que significan expresiones como: “Yo estoy en el este y en el oeste, yo estoy encima y debajo, yo soy el mundo entero”.
Podemos, pues, recostarnos sobre el suelo y estirarnos sobre la Madre Tierra con la absoluta certeza de ser una sola y misma cosa con ella y ella con nosotros.” (*)
Es nuestro mayor anhelo, nuestra mayor esperanza, que algún día la implantada sociedad israelí, cada uno de sus habitantes, israelíes, palestinos, judíos, cristianos y musulmanes y otros, aprendan que su única identidad es la de ser seres humanos y que, como tales, deben convivir fraternal y solidariamente.
Y para ello deberán aprender también a no hacer caso de esos dirigentes, enfermos y paranoicos, de un lado y de otro, que los llaman a combatir por una tierra que nos les pertenece a ninguno, y que, pretendiendo basarse en supuestos textos sagrados, escritos por otros seres humanos y atribuidos al dictado de divinidades inexistentes, que se revelaron en esos supuestos textos sagrados, los incitan al odio, y al combate en el cual perderán sus vidas, volviendo al único lugar que no les pertenece, esa misma tierra a la cual pretendían defender, y que los recibirá en su seno del cual surgieron intempestivamente, como dice Erwin Schrödinger, y sin comprender por qué.
Y, además, comprender que en un universo de miles de millones de galaxias, agujeros negros, materia oscura, antimateria, universos paralelos, y lo impenetrablemente desconocido, no hay pueblos elegidos ni tierras prometidas.
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(*) Erwin Schrôdinger. Mi concepción del mundo. Texto tomado del libro editado por Ken Wilber Cuestiones cuánticas. Escritos místicos de los físicos más famosos del mundo. Kairós. Barcelona, 5ª edición, pp. 149-50.
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