Para el pensamiento primitivo todo conocimiento es oscuramente religioso. Se confunden sin más las fuerzas naturales con voluntades sobrenaturales. Mientras la filosofía no se desgajó del ámbito religioso la ética no era separable de sus prescripciones. La norma basada en la costumbre, y esta en la experiencia, regía los comportamientos en el seno de una comunidad, y hallaba su fundamento en una idea del bien y del mal dictada por los dioses.
Este fundamento religioso, si bien sólido mientras es firme la creencia, se desmorona cuando flaquea la fe. "Si Dios no existe, todo está permitido", pudo decir Ivan Karamazov.
Con esta idea se enfrenta quien busque fuera de la religión un fundamento ético. Y sin embargo, no existe, ni puede existir, sociedad alguna, sin el reconocimiento de normas morales. Adopten o no forma religiosa.
Por eso es importante separar la ética de las religiones (así, en plural: el planteamiento no sería tan sencillo si hubiese una sola). Por la misma razón una Ética universal debe ligarse necesariamente a una concepción universal de la sociedad. No puede reducirse a un manojo de normas a la carta que cada cual escoja a su conveniencia, situación en la que, efectivamente, todo estaría permitido.
Por eso mismo, lejos de todo relativismo, hay que definir bien los conceptos de "bien" y "mal". El punto de partida tiene que ser una correcta definición de lo que es la vida buena frente a la mala vida.
Es el conocimiento la guía más segura. Un conocimiento que no puede eludir el componente emocional ni tampoco ignorar la racionalidad. Es peligrosa la tendencia "cientifista" a reducir la ética a "etología", borrando de hecho las fronteras del bien y del mal. Conduce a la disolución social y a la imposibilidad de una comunidad mínimamente coherente. A la postre, a la imposibilidad de conservar la vida humana.
Pero no puede dejar de ser conocimiento científico, porque debe ser capaz de evaluar inequívocamente como malos unos hábitos de vida que esquilman recursos naturales básicos para nuestra subsistencia como especie.
Ese conocimiento que deberían compartir todos los seres humanos como fundamento necesario, desligado de cualquier idea de trascendencia. Como norma de conducta universal. Resuena aquí el enunciado kantiano de tan fuerte como soslayado contenido social: "obra siempre de modo que tu comportamiento pueda ser adoptado como norma de conducta universal".
Y como alternativa ¿que tal admitir a un dios personal que nos dicte la conducta, que juegue a los dados y cuyos caprichos determinen nuestro destino?
Un peligroso personaje de la especie encarnada por Javier Bardem en "No es país para viejos"...
Rebelión
Una de esas llagas filosóficas que supuran permanentemente, al menos desde que la filosofía inauguró el reino de la reflexión sobre la conducta humana, individual y social, es la que atañe a la fundamentación de la moral. La clave se señaló como evidente desde el mismo inicio en esa distinción que todo estudiante de bachillerato se ve obligado a memorizar entre nomos y fisis, el ámbito de lo social, moral y político, por un lado, y el de lo natural, por otro. Nace la ética como teorización del ethos, esto es, de la conducta de los humanes –como le gusta llamar a Jesús Mosterín a los especímenes de homo sapiens– desde la consideración de su fin, a saber, la vida buena. De manera que la ética es la aplicación de la filosofía a la misma, como problema esencial que plantea la mera existencia al ser humano, cosa que no le pasa a ninguna otra especie animal que sepamos. Esto ocupa y preocupa a todo individuo consciente como destacó con ribetes existencialistas pero bastante prácticos nuestro Don José Ortega y Gasset, el cual, tan aficionado como era a metáforas y analogías, gustaba de esa imagen del náufrago que trata de aviárselas en el piélago de las circunstancias concretas que es cada vida.
Así que, ¿por qué la ética? ¿Por qué
someter a examen la vida propia como propugnaba Sócrates? Porque quiero
vivir bien, y quiero saber cómo diantre se alcanza ese estado de cosas
en el que me puedo sentir bien.
En esto se emplearon a fondo los
filósofos de la etapa helenística (a partir del siglo IV a. C.) de la
antigua filosofía griega, en la que florecieron –por la coyuntura
histórica seguramente– un colorido ramillete de escuelas éticas entre
las que destacaron, para tortura de nuevo de nuestros sufridos
estudiantes, el estoicismo, el espicureísmo y el cinismo. Todas estas
propuestas tenían un importante componente naturalista, sobre todo el
epicureísmo –y por esto será objeto de vituperio por parte del
cristianismo más adelante, por cuanto choca de frente con su
planteamiento moral–. Quiere decirse que ya hace más de dos mil años se
tenía conciencia de que la persona tiene esa esencia de fisis,
natural, a la que no se le puede volver la espalda so pena de definir
marcos morales en los que ningún humano real puede vivir a gusto. El
primer deber ético –me atrevería a decir– es el respeto de la propia
naturaleza humana, que conlleva forzosamente su conocimiento; eso sí,
huyendo de cualquier tentación reduccionista que lo pueda confinar a los
márgenes de la mera biología. Si no, más pronto que tarde terminamos en
los delirios morales que suelen ir de la mano de los fundamentalismos
religiosos. Esto lo supo ver muy bien Bertrand Russell cuando en su
ensayo La vida buena, con sabor a ética clásica de la de las
mencionadas escuelas helenísticas, apela al conocimiento de la
naturaleza humana para trazar las líneas maestras de la virtud: «El
instinto tiene sus derechos, y si lo violentamos toma venganza de mil
maneras sutiles. Por lo tanto, al tender a la vida buena, hay que tener
en cuenta los límites de la posibilidad humana. Y otra vez aquí volvemos
a la necesidad del conocimiento».
Por eso para el maestro
británico el conocimiento es parte imprescindible de la ética, dado que
sólo concibe la vida buena como resultado de la inspiración del amor y
la guía del conocimiento. Éste no puede ser otro que el científico. No
existe el conocimiento ético para Russell; puede pasar por tal el
conocimiento que nos permite establecer los medios mediante los cuales
alcanzar los fines que deseamos. Pero los fines son cosa del deseo, no
del conocimiento. La valoración de la bondad o maldad de nuestros actos
tendrá que ver con la evaluación de sus consecuencias probables, para lo
cual de nuevo –y esto ya no lo dice el filósofo pacifista, aunque cabe
deducirlo de sus premisas– necesitamos del conocimiento científico. Éste
es el que nos permite, pongamos por caso, evaluar como malos unos
hábitos de vida que esquilman recursos naturales básicos para nuestra
subsistencia como especie.
En cuanto al problema de qué fines son los buenos o –dicho de otro modo– qué debemos desear, qué debe orientar nuestra acción, sir Bertrand
Russell apunta al componente emocional del comportamiento humano, sin
duda insoslayable, pues, como la psicología más elemental demuestra,
constituye un aspecto esencial de la motivación en casi todo lo que
hacemos. Por eso afirma que la vida buena ha de ser guiada por el amor. A
su entender, éste es un sentimiento que, idealmente, ofrece deleite
(componente afectivo egoísta, digo yo) y benevolencia (componente
afectivo altruísta, pienso) de manera equilibrada. Este punto de su
propuesta ética lo vincula con la tradición del emotivismo moral, que no
es nada despreciable por cuanto corrige los excesos del intelectualismo
moral de raíz socrática y apuntala un análisis más realista del
comportamiento juzgado desde una perspectiva valorativa. Otro
sentimiento igualmente aducido como piedra de toque de la dimensión
moral humana es la compasión, cuyo principal valedor fue Arthur
Schopenhauer. Ya dentro del paradigma evolucionista cuyos cimientos
estableció Charles R. Darwin las emociones ganaron en importancia a la
hora de componer el cuadro completo dentro del cual hacer comprensible
la naturaleza humana. El propio Darwin fue consciente de ello una vez
definida la selección natural como clave de bóveda de su teoría de la
evolución, lo que puso de manifiesto al dedicar un estudio al tema de la
afectividad cuyas conclusiones quedaron recogidas en el libro titulado La expresión de las emociones en el hombre y en los animales,
quizá uno de los textos fundacionales de la etología, especialidad de
la biología y la psicología experimental que tiene por objeto el estudio
de los comportamientos animales (no humanos, en principio) y que –dicho
sea de paso y curiosamente– tiene origen etimológico compartido con la
ética (ya saben: ethos).
Sería una pretensión imposible
por mi parte dar cuenta completa aquí de todos los trabajos que en la
actualidad se hallan en curso o han arrojado ya resultados en torno a la
problemática de la conducta moral en el ser humano y en otros animales
desde una perspectiva natural. Por mencionar algunos nombres asociados a
ellos, seguro que al lector no le descubro nada alejado de sus
referencias si menciono a Frans de Waal o a Edward O. Wilson, ubicados
en la orilla de la biología; y a Steven Pinker o José Sanmartín del lado
de las neurociencias. De sus lecturas y de otras se atisba un hilo de
complejo trenzado que me atrevo a decir conduce desde la naturaleza, a
través de las emociones, hasta los valores y normas que constituyen la
materia prima de la ética; y que seguramente tienen su origen en la
experiencia del dolor, del sufrimiento, como ya apuntó el mencionado
Schopenhauer y la actual filósofa Martha C. Nussbaum en su sentido libro
Paisajes del pensamiento: la inteligencia de las emociones.
La moral es una compleja dimensión de la vida humana intrínsecamente
asociada a su esencial componente social. La ética, como experimentación
consciente de la moral abierta al examen crítico, requiere de todos los
recursos que el conocimiento científico le puede proporcionar para no
renunciar a apuntar, al menos teóricamente, a una noción cada vez mejor
definida de vida buena. Éste, a mi entender, es el centro de la ética al
margen de la religión. Ciertamente a lo largo de la historia de la
humanidad, prácticamente en todas la culturas, la moral se ha
fundamentado trascendentalmente sobre el soporte de la fe religiosa, la
cual le ha otorgado una firmeza y uniformidad que no siempre aseguran el
pensamiento crítico y el conocimiento científico, no exentos de un
escepticismo que muchos toman por carencia de convicción ética. No sólo
desde el mundo religioso, sino también desde sectores del científico y
filosófico se considera que la moral es efectiva en tanto que se halla
sancionada por el dogma religioso. De aquí se pasa fácilmente a
justificar su presencia en la institución educativa si se quiere formar
íntegramente al individuo, también en su faceta ética y moral. El
difunto Stephen Jay Gould lo reconoce así en su libro, ya clásico, sobre
el asunto titulado muy expresivamente en castellano Ciencia versus religión, un falso conflicto.
En él enuncia su tesis de los magisterios no superpuestos (MANS), con
la que traza la frontera entre dos sistemas de principios igualmente
necesarios para que el ser humano camine por la senda de una existencia
guiada por la sabiduría. Son magisterios, a su parecer, que no tienen
por qué chocar, pues la ciencia se ocupa del conocimiento del universo,
mientras que la religión tiene para sí la dimensión espiritual y moral
de la vida humana. En palabras del biólogo norteamericano: «estos dos
ámbitos poseen igual valor y nivel necesario para cualquier vida humana
completa; y (…) permanecen lógicamente distintos y completamente
separados en estilos de indagación».
No puedo estar de acuerdo
con la postura que expone este libro. Por supuesto que moral, ética,
espiritualidad, son aspectos esenciales de la existencia humana. Pero no
son monopolio de ninguna religión. El conflicto cuyo sentido niega Jay
Gould es un hecho histórico que se da prácticamente desde los orígenes
del pensamiento racional con la filosofía y que, con el devenir de los
siglos, se agudizó a partir de la revolución científica moderna, y tuvo
los que seguramente fueron sus momentos estelares en los casos de
Galileo Galilei y de Charles R. Darwin.
¿Ética sin religión?
Claro que sí, necesariamente sí, si queremos avanzar desde la
heteronomía moral que anula la libertad del individuo hacia un
planteamiento autónomo y consciente del problema de la vida buena.
¿Ética al modo naturalista? ¿Por qué no? Desde una perspectiva histórica
apenas –y con continuas resistencias desde los sectores temerosos de
que el librepensamiento despliegue sus alas– hemos empezado a explorar
el ámbito de la conducta moral humana aplicando el método científico.
Evitando reduccionismos y adoptando un modelo sistémico del conocimiento
en el que se integren las ciencias de la naturaleza, las sociales y las
nuevas humanidades que aprovechan las aportaciones de unas y otras,
alcanzaremos una mejor comprensión de la ética y la moral para ganar en
sabiduría.
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