sábado, 23 de abril de 2011

El discurso de Marcela

Miguel de Cervantes, Quijote [1605], I, 14: El discurso de Marcela

                ¡Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera, que, sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura, y por el amor que me mostráis decís y aun queréis que esté yo obligada a amaros. Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir “Quiérote por hermosa; hasme de amar aunque sea feo”. Pero, puesto caso que corran igualmente las hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos, que no todas hermosuras enamoran; que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían de parar, porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los deseos. Y, según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien? Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo, que tal cual es el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni escogella. Y así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco yo merezco ser reprehendida por ser hermosa, que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda, que ni él quema ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de las virtudes que al cuerpo y al alma más adornan y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intención de aquel que, por solo su gusto, con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda? 

                Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos: los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas destos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras; y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo, ni a otro alguno el fin de ninguno dellos, bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad. Y si se me hace cargo que eran honestos sus pensamientos y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos, digo que cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad y de que sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él, con todo este desengaño, quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor intención y prosupuesto. Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido: ¡mirad ahora si ser razón que de su pena se me dé a mí la culpa! Quéjese el engañado, desespérese aquel a quien le faltaron las prometidas esperanzas, confíese el que yo llamare, ufánese el que yo admitiere; pero no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito. El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo de amar por elección es escusado. Este general desengaño sirva a cada uno de los que me solicitan de su particular provecho; y entiéndase de aquí adelante que si alguno por mí muriere, no muere de celoso ni desdichado, porque quien a nadie quiere a ninguno debe dar celos, que los desengaños no se han de tomar en cuenta de desdenes. El que me llama fiera y basilisco déjeme como cosa perjudicial y mala; el que me llama ingrata no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que quiere que la tenga con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas propias, y no codicio las ajenas; tengo libre condición, y no gusto de sujetarme; ni quiero ni aborrezco a nadie; no engaño a este ni solicito aquel; ni burlo con uno ni me entretengo con el otro. La conversación honesta de las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera[1].


[1] Cfr. Miguel de Cervantes, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha [1605-1615], Barcelona, Crítica, 1998, I, 14, págs. 153-155. Ed. de Francisco Rico.


Rompe este discurso con distintas tradiciones de la novela pastoril. No hay amor correspondido y feliz, pero el amor contrariado que presenta no tiene tampoco el mismo tratamiento que se le había dado en otras ocasiones. En primer lugar, las clásicas quejas del amante no correspondido no son posibles, porque el personaje nace muerto. Las de sus amigos pastores, que nunca tendrán la misma fuerza, sólo se exponen para que el alegato de Marcela las refute por completo. Con ello el tema del amor, feliz o frustrado, cede su lugar a otro no central en el género: la libertad.
Efectivamente, aunque la libertad aparece como una condición envidiable de los pastores, confirmando que ni los autores ni sus destinatarios fueron nunca pastores, esta retórica se limita a una supuesta vida idílica y contemplativa, adecuada para filósofos. Nunca se trata, que yo sepa, de la libertad personal para la elección responsable del propio destino, porque el amor es presentado como fuerza ciega e irresistible,  para bien o para mal. Y aquí podría aún seguirse el modelo, si fuesen otras las razones que expone Marcela.
Porque la pastora, contra todo pronóstico, no se disculpa por lo irresistible de sus desdenes, sino que responde valientemente en función del derecho a elegir su propia vida. Incluso, en términos modernos, diríase que hace una defensa del derecho genérico de las mujeres a disponer de su propio cuerpo, ahí es nada, aunque en la argumentación emplee, como es natural, toda clase de consideraciones sobre la honestidad y un cierto voto de castidad, de todos modos más ligado a su propio deseo que a otra cosa.
Las razones de Marcela son casi exhaustivas, y las expone con el rigor de un profesor de lógica. En esto sí sigue Cervantes la convención del género que hace de los pastores verdaderos Demóstenes. Todo lo hermoso es amable, pero no está obligado a amar. Recíprocamente, no hay obligación de amar todo lo hermoso, porque habiendo infinitos sujetos hermosos, infinitos habrían de ser los deseos. El verdadero amor ha de ser voluntario, no forzoso. No se es culpable de hermosura, siendo gracia y no elección.
“No me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito”. “El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo de amar por elección es excusado”. “Yo, como sabéis, tengo riquezas propias, y no codicio las ajenas; tengo libre condición, y no gusto de sujetarme; ni quiero ni aborrezco a nadie; no engaño a este ni solicito aquel; ni burlo con uno ni me entretengo con el otro”. Se trata de una verdadera declaración de independencia, aunque el autor tiene cuidado de acompañarla con un respeto profundo a la moral sexual tradicional.
De este modo, hay un cambio de tercio que reconvierte la situación de trágica a un tanto ridícula. El pobre Crisóstomo no sólo muere, sino que resulta ser el único culpable de su destino. Esta manera de dar la vuelta a un género tradicional recuerda al propio Quijote. La historia de Marcela es así, en cierto sentido, otro Quijote diminuto. Cervantes vuelve a revelar un tratamiento sutil de temas revolucionarios, expuestos con suma habilidad para evitar los terribles escollos de su época, y que el futuro agradece como auténtica bomba de efecto retardado.  
El bombero torero
Juan José Guirado
Mayo de 2003

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