Andrés Villena. Público.
En la segunda mitad del siglo XVI no existía todavía la Fundación Fedea, pero eran muchos los expertos que enviaban por cuenta propia memorandos al rey con las soluciones a la crisis en la que se encontraba el imperio español. Era el caso de los arbitristas, suerte de aspirantes a sabios o gurús que, con el avance de la recesión, acabaron reducidos al nivel de tertulianos: sin la necesidad de la TDT, se multiplicaban al ritmo de la subida de los precios, uno de los problemas más graves para la potencia, según documenta en su memorable Carlos V y sus banqueros el historiador español Ramón Carande.
Administrar un imperio en el que no se ponía el sol no era una tarea fácil y Carlos V pudo pronto comprobar cómo los ingentes ingresos de la Corona eran insuficientes para reducir el déficit estatal. Faltaba mucho dinero: a pesar de las enormes cantidades de metales preciosos traídos de las Indias y al carecer de un banco central o público, el monarca tuvo que acudir a la banca privada internacional. No era mala época para ello: el crédito estaba muy barato, lo que llevó a una enorme expansión financiera, con la creación de instrumentos a los que los estados recurrían para seguir adelante con sus empresas. Estas consistían, sobre todo, en guerras que constituían una especie de inversión al representar un primer paso para un ulterior desarrollo económico. Una forma de crecimiento siempre orientado al futuro, bastante desligado del bienestar de los habitantes del imperio.
La presión de los acreedores –banqueros alemanes como los Fugger y los Welser, además de conocidos financieros genoveses– se hizo furiosa, ya que la solvencia española no sacaba precisamente pecho: Felipe II heredó de su padre una deuda de 20 millones de ducados y la había multiplicado por cinco al cabo de su reinado. Al tener la necesidad de seguir huyendo hacia adelante, la Corona tuvo que suspender pagos en 1557, 1560 y, posteriormente, en 1575. Las bancarrotas echaron atrás a muchos prestamistas y los tipos de interés se dispararon hasta el 70%. La confianza estaba de capa caída: los españoles no pertenecíamos aún a los PIGS, pero fueron muchos los ataques contra la deuda pública, emitida al mercado en unos títulos denominados juros, que acababan sometidos a todo tipo de operaciones especulativas. Por entonces no existían los hedge funds, los CDS ni las agencias de rating, pero la tecnología existente sobraba como para que, como afirma Carande en su amplio estudio, el mundo de las finanzas internacionales conociera su apogeo al mismo tiempo que el imperio español y su economía real entraban en una irreversible decadencia.
Lógicamente, todo este dinero que a duras penas Carlos V y Felipe II iban devolviendo a sus acreedores tenía que venir de algún sitio. Los planes de austeridad se centraron en la multiplicación de todo tipo de impuestos, que incluso afectaron a los privilegiados estamentos militares y religiosos. Pero lo peor, como siempre, se lo llevaron los ciudadanos de a pie, para los que se concibieron las alcabalas, que gravaban un tercio de sus ingresos. Un ejemplo ilustrativo refleja la evolución de estas tasas en pocos años: en 1584, las familias segovianas pagaban seis veces más que en 1561 en concepto de impuestos directos. Como siempre, contribuían a salir de la crisis los que más tienen.
Esta cirugía fiscal precipitó al Reino de Castilla –que soportaba buena parte de la carga imperial– en la recesión y descapitalizó la región, reduciendo a los consumidores a la indigencia y alejando las inversiones de las empresas productivas: la industria perdió fuerza y lo que hoy llamaríamos fraude fiscal se centró hace cinco siglos en el contrabando del oro proveniente de las explotadas colonias. La explosión de la burbuja imperial duró bastante tiempo y fue progresiva, pero la suerte había quedado echada en este período. La obtención de créditos a toda costa parecía haberse convertido en un fin en sí mismo, con unos pocos beneficiarios y muchos perdedores.
Varios cientos de años después, gobernantes de los que se han pintado menos cuadros quisieron “sacar a España del rincón de la Historia” para ascenderla después “a la Champions League de la economía”. De nuevo acudieron los banqueros para financiar estas expansiones, que crearon en los ciudadanos una sensación de riqueza virtual. El desenlace final lo conocemos todos: detrás del castillo de naipes, sólo han quedado enormes deudas y una serie de prestamistas con poca paciencia por traerse su dinero de vuelta: ahora los llamamos los “mercados”, pero se parecen a los de antes, sólo que con muchas pantallas de ordenador como referencia.
¿Cómo devolverles lo que se supone que es de ellos? Esta vez, el castigo viene en forma de recortes sociales e ideas-fuerza que subrayan la culpabilidad y la complicidad de la población en el proceso de endeudamiento. De esta forma, la católica España “ha vivido por encima de sus posibilidades” y, como penitencia, habrá de “reformar y sanear” para volver “a la senda del crecimiento”: las alcabalas de nuestros días son las pensiones del mañana, el futuro despido libre y un altísimo suelo de paro que pronto nos hará pagar para poder tener un empleo. Parece que algunos no hemos aprendido mucho de nuestra Historia y que, quizá por eso, los de siempre tienen el camino allanado. A lo mejor habría que mandar a más de uno de vuelta al instituto.
Andrés Villena es economista e investigador en Sociología por la Universidad de Málaga
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