R. Langbaum (1957).
La acción del personaje frente a la voluntad de un orden moral trascendente
El personaje del drama tradicional, lejos de dejarse atrapar enteramente en su perspectiva particular, tiene siempre presente la perspectiva general de donde extrae el juicio de sus acciones. Esta es la diferencia crucial que nos separa de tanta literatura pre-ilustrada, y que nos empuja, a juicio de los críticos, a malinterpretar “románticamente” cuando leemos. Nos resulta difícil comprender la resignación que reina entre los condenados por Dante al infierno, o que la simpatía de Dante hacia Francesca no implique una crítica al juicio divino contra ella, o que nuestra simpatía por el héroe trágico no deba implicar una crítica a los dioses y a sus criterios. Aparentemente, el orden moral se aceptaba como algo inamovible, del mismo modo en que hoy aceptamos el orden natural; y la combinación de sufrimiento y aquiescencia era probablemente el secreto de la antigua emoción trágica una emoción de la que hablamos mucho pero que, sospecho, se nos escapa. Y es que hemos sido educados en una exigencia concreta, la de que toda perspectiva particular debe conducirse a su conclusión lógica, hacia valores que se justifican solos. Sin embargo, el personaje tradicional se representa a sí mismo sólo de manera parcial, pues también colabora en la exposición del significado moral de la obra. Interpreta su historia personal con el fin de reforzar el orden moral […]. El juicio existencial del personaje, y no el juicio moral, acabó disolviendo la estructura dramática, al negar la autoridad del argumento, haciendo que la obra, desde una lectura psicológica, dependa para su éxito, como el monólogo dramático, de un personaje central con un punto de vista lo suficientemente definido como para dar sentido y unidad a los sucesos, con una inteligencia, voluntad y pasión lo suficientemente poderosas, con una fuerza imaginativa suficiente como para crear la obra entera delante de nuestros ojos, y darle una densidad y una atmósfera, una inercia íntima, una vida[1].
[1] Cfr. R. Langbaum (1957), The Poetry of Experience. The Dramatic Monologue in Modern Literary Tradition, Harmondsworth, Penguin University Books, 1974. Trad. esp. de J Jiménez Heffernan: La poesía de la experiencia. El monólogo dramático en la tradición literaria moderna, Granada, Comares, 1996, págs. 275 y 294.
Colocados, como lo estamos forzosamente, en un preciso instante histórico y en un orden cultural determinado, cualquier intento de comprender otra época y otro orden es necesariamente una hipótesis difícil de probar. Pero siempre es un ejercicio saludable el intento de comprender como pudo ser otra cultura, que inocentemente identificamos con la nuestra, como un hijo se identifica con su padre.
Por eso el texto de Langbaum señala en primer lugar la dificultad que tenemos para ponernos en el lugar de los escritores pre-ilustrados y entender su literatura como ellos podían hacerlo. Según él, al leerla tendemos a malinterpretarla “románticamente”, porque aplicamos nuestro propio criterio moral y no aquel con que fueron escritas.
En los tiempos anteriores a la Ilustración, el orden moral era considerado tan inamovible como podemos considerar nosotros hoy las leyes de la Naturaleza. El sufrimiento de los personajes no impedía su aceptación de aquel orden, aunque pudiera ser la causa de sus males. En el choque entre historia personal y significado moral de la obra, prevalece éste, y el mismo personaje colabora para reforzarlo.
El punto de vista moderno subvierte ese orden dado, y sustituye el juicio moral por el juicio existencial del personaje. Se evapora así una estructura dramática basada en la autoridad del argumento, y la obra se desarrolla desde el punto de vista de un personaje central, cuyos valores serán en adelante los que le den vida.
El texto comentado compara dos situaciones estables radicalmente diferentes. Este procedimiento no es sólo correcto, sino inevitable en toda primera exposición de una tesis. Sirve aquí para llamar la atención sobre la parcialidad de nuestro punto de vista, que no explica todos los aspectos de otras culturas. Como esquema de partida es válido, pero no resuelve cómo se pudo producir el paso de una situación a la otra, ni qué elementos, dentro de la cultura anterior, anticipaban la nueva cultura y llevaron a ella.
Seguramente el autor, en la parte central omitida de este fragmento o en el texto que siga, desarrolle este importante tema y nos explique lo que no fue, con seguridad, una transformación brusca.
Juan José Guirado
Junio de 2003
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