Pero como indica bien el texto que sigue, no es una recta moral individual la que puede sacarnos de ese círculo infernal, sino el fomento de una nueva moral colectiva. Sin que este hecho pueda servir de pretexto exculpatorio de la conducta de cada cual.
Es el instinto de conservación comunitario. El éxito de los Alcohólicos Anónimos y otros grupos solidarios de ayuda mutua demuestran que la comunidad puede extraer fuerzas de donde no puede sacarlas el individuo aislado.
La moral colectiva racional precisa con urgencia evaluar y confrontar capacidades y necesidades, porque el paño no da más de sí. Refundar la sociedad sobre las mismas bases, con la misma mentalidad, para volver a las andadas, es más utópico que confiar en la posibilidad de una toma de conciencia colectiva. Porque ese cambio compartido de mentalidad ofrece una salida. Perseverar en lo mismo, no.
¿Cómo valorar un cachivache cualquiera, que ya empieza a ser viejo cuando sale de la tienda? Ni el propio fabricante puede mantener una esperanza racional de amortizarlo, salvo que en una loca (y en el fondo desesperada) huida hacia delante tienda a reducir a cero el valor de los materiales que extrae de la naturaleza y el del trabajo humano que les añade su esencia, el valor.
Usar, tirar, responsabilidad y unión
Usar y tirar
Parece que últimamente nos estamos dando cuenta de que las cosas se acaban. Me surge precisamente en este punto una duda acerca de si verdaderamente antes pensábamos en la existencia de un mundo con recursos ilimitados, o si esto se refiere tan solo a un pensamiento que se impuso como dominante, que se apropia de los recursos (también la fuerza de trabajo humana). Ante esa práctica, existía también en el mundo otras formas de vida, diríamos contractuales con el entorno, donde podríamos englobar a las poblaciones indígenas, pero también a esas prácticas “mil usos” que no hace tanto tiempo, hacían nuestros mayores de todos los productos. Pretendo destacar aquí ese contacto con el entorno, tratando de buscar siempre esa reutilización de todas las cosas que caían en nuestras manos.
Nos puede parecer incluso cómico desde nuestra cosmovisión de “usar y tirar”, ese cajón de casa llena de piezas de antiguas cosas que se han roto y que nuestros mayores guardan cuidadosamente, cosas que se sabe en muchos casos que no se volverá a usar, pero que ante la pregunta – ¿para qué? – se responde –por si acaso–.
Cultura que de un periódico podía sacar mil utilidades, envolver objetos, secar calzado, hacer manualidades al mezclarlo con cola, mojarlo y tras convertirlo en una bola compacta esperar a que seque y utilizarlo para alimentar el fuego durante un largo tiempo, y un largo etcétera junto con esas aplicaciones escatológicas en las que no me detendré. Hoy en cambio, nos enorgullecen las miles de aplicaciones de nuestro nuevo móvil, muchas de las cuales son absurdas o no usaremos nunca.
Que las capacidades del mundo para nuestras nuevas “necesidades” son limitadas es un hecho, y es así como por el momento se recurre a limitar las capacidades de vida de unos muchos, para poder seguir viviendo la ilusión de infinitud de unos pocos.
Se nos ha presentado una sociedad en la que consumir constituye una más de nuestras cadenas. Por un lado, la obsolescencia programada en la que no es ya el mal uso o desgaste el que marque el fin del funcionamiento, sino que viene de fábrica. El repararlo termina costando más que el adquirir uno nuevo, o también el hecho de no contar con piezas de repuesto. Por otro lado el individuo, que no quiere escapar de ese consumo.
¿Qué hacer entonces con un individuo que no quiere renunciar a ese consumo desmedido? ¿Es verdaderamente necesario que surjan cada año nuevos modelos de móviles y ordenadores con cada vez más capacidades? ¿O al que le es necesario es al mercado, porque así obtiene cada vez más beneficios? Quizás la respuesta a la primer pregunta sea primero comprender las dos siguientes, es decir, mientras sigamos pensando que esas actualizaciones constantes son necesarias, y que se promuevan como tal desde el sistema, será difícil que el individuo adquiera consciencia de que no se puede extender en el tiempo esa forma de vida. Ya ni siquiera es asumible en un contexto en donde la mayoría de las personas en el mundo no tienen ese nivel de consumo.
A la hora de abordar ese nuevo escenario de futuro en el que justicia, redistribución e igualdad de oportunidades, formen parte de los proyectos de vida, habría que contemplarse el hecho de que esas lógicas de consumismo, que no de consumo, son propias del modelo que basa todo su sistema organizativo en la explotación y en la promoción de ese ideario de infinitud. Todo el sustento del “tanto tienes, tanto vales” no es más que una falacia para adscribirnos aún más al mismo. Se convierte en imprescindible una resocialización en un nuevo sistema de valores que tome como base que la igualdad de acceso es básica y que por lo tanto si las capacidades son limitadas, habrá que pensar hasta dónde se puede llegar.
Así como un niño juega con un palo de escoba simulando el mejor de los jamelgos, capaz de atravesar los desiertos más áridos, deberíamos de mirar más allá de la etiqueta “usar y tirar”, quizás así nos hagamos más activos, sostenibles, críticos e imaginativos.
Desde donde poner los límites
La cuestión es, ¿en la actualidad o en esa sociedad futura imaginada? Porque en el segundo de los casos, la respuesta puede presentarse más sencilla, al contemplarse ese escenario como fruto de una nueva implicación más amplia, y en donde como apuntábamos en el apartado anterior, el individuo sea consciente de todo el entorno del que forma parte. El caso de las prácticas en la actualidad ya es más complejo de abordar.
Frente a la imagen de un individuo individualizado debemos de lidiar con lo que nos dice Stiglitz, “la esencia de la libertad es el derecho a decidir”, que aunque aplicado a un razonamiento algo distinto nos puede valer aquí. Y es que ¿Qué hacemos entonces cuando el individuo ejerciendo su “libertad”, elige entrar en la lógica consumista al mismo tiempo que el sistema promueve esta misma práctica para seguir obteniendo beneficios? En un primer punto quizás establecer esos limites de la libertad, ya que como siempre hemos entendido, al menos en lo teórico, “mi libertad termina donde empieza la de los demás”.
Ha sido muy útil el trazar esa frontera básicamente disruptiva entre ese “ellos” y el “nosotros”, alejando toda responsabilidad de un ejercicio desmedido de aparente libertad. Aparente libertad, porque se trata de adquisiciones que en realidad nos atan más, coches ultimo modelo con tecnología punta, me gustaría saber cuantos lo adquieren al contado, porque de lo contrario se está encadenando a una deuda, o la paradoja de los móviles que si recordamos su razón de ser estaba en darnos autonomía y movilidad, pero ahora, nos lleva a buscar desesperadamente tomas de corriente porque consumen mucha energía.
Consideremos el supuesto de que somos libres, de que es una decisión puramente personal la de actualizar constantemente nuestros aparatos tecnológicos ¿somos libres de salirnos de ese circulo o acarreamos en muchos casos una deuda que dictamina cuando podemos salir y cuando no?
No se pretende apuntar a una vuelta a la edad de piedra, de ahí la diferenciación entre “consumo” y “consumismo”, y es este último el que lleva a colocar al primero como propia finalidad, en lugar de ser un medio para cubrir ciertas necesidades. Al convertirse el medio en el fin, la velocidad de consecución del mismo aumenta, y con ello la frustración por alcanzarlo. El individuo se autoconvence (se promueve ese autoconvencimiento) de que está en sus manos el conseguirlo, y se culpabiliza en el caso de no poder hacerlo. Paradójicamente, entendiéndose el consumo como un fin, se crea así la imagen de que este acto es la máxima expresión de ese ejercicio de la libertad.
Desde dónde poner los límites es siempre una tarea complicada, en este caso, se podría en primera instancia limitar la exaltación del consumismo, aunque resulta en todo caso difícil al encontrarnos en un sistema que se basa en ello. En segundo caso reivindicar esas alternativas de vida en las que el consumo responde a la necesidad y no la necesidad del consumo. Por último, aunque todas ellas fueran implementadas simultáneamente, el iniciar una concienciación sobre un “nosotros global” como habitantes de un mismo espacio, aunque de distintas realidades.
Si bien es cierto que es consustancial al hecho cultural esa diferenciación entre el “ellos” y el “nosotros”, en ningún caso puede ello seguir basándose en una lógica de suma cero, en el que lo que uno gana es porque el otro lo pierde. ¿Garantiza esto el éxito? Probablemente no del todo, pero es un primer paso hacia el cambio de moral del individuo individualizado.
De la “des-responsabilidad” a la moral colectiva
Volviendo al “usar y tirar”, encontramos la mayor expresión de lo superfluo, inmediato y fugaz. También las personas parecen cargar sobre si mismos esos atributos que desde años se les ha reconocido, valorados en cuanto a su función social.
Si fijamos nuestra mirada en lo que he dado en llamar “des-responsabilidad”, intentando con ello poner el énfasis en la práctica de borrosidad que se coloca sobre el proceso mediante el cual se obtiene aquello que consumimos, nos permite prestar atención al hecho de cómo también al consumidor se le convierte en un objeto, importando el individuo sólo, en tanto en cuanto pueda consumir.
Esa falta de moral colectiva que nos lleva a actuar sólo en función de lo próximo que nos afecte, es muy ilustrativo de esa lógica que nos aleja de la conformación de una identificación con un nosotros más amplio, y también así, que nos muestra su cara más amarga cuando nos sentimos solos, únicos responsables ante nuestra propia vida. Quizás si nos contempláramos en una visión más amplia, veríamos que nuestros problemas no son sólo nuestros, sino que son compartidos con muchos otros, una especie de “soledad compartida” que se vive en individualidad, ¿en qué se relaciona esto con la des-responsabilización de los límites? En que en todo momento identificamos nuestros éxitos y desventuras en nosotros mismos, en que nuestro ejercicio de la libertad no se va a vincular ya con aquella frase que mencionábamos antes de que “mi libertad acaba en donde empieza la del otro”.
Un proverbio africano dice que “la unión en el rebaño hace al león acostarse con hambre”, quizás es por eso que lleva dándose festines durante tanto tiempo, y es que ese no mirarnos como un todo, ha hecho que no prestemos atención a que las diferenciaciones, más bien parcelizaciones, se aplican solo a nosotros y no a quienes dirigen las riendas de ese, su mundo, en el que nosotros no somos más que piezas.
La creación de una moralidad colectiva que lleve a la conciencia sobre “el otro”, no ya solo en términos globales, que es fundamental, sino también del más próximo, constituiría el primer paso hacia una responsabilización, que llevaría en última instancia a un auto-limitarse en función de las necesidades. Esa moralidad colectiva ha de sustentarse casi con toda seguridad en un nuevo discurso, englobante en el sentido de que recoja todas las realidades, necesidades y proyectos de las comunidades del mundo. Comprender que necesariamente esto no rompe con la posibilidad de ser individuos, sino de que se trata de la única manera de que todas y todos podamos serlo, teniendo las mismas oportunidades de reconocimiento mutuo, como diría el Subcomandante Marcos:
El establecer límites sobre ese tipo de individuos que se han basado en la inexistencia de esos limites y en la desconexión de quienes padecían las consecuencias, hace que todo el proceso sea complejo. Pero más complejo se presenta aún, el que los grandes promotores de ese consumo dejen de hacerlo, me refiero con ello a las grandes empresas, el capital en general, que todos sabemos perfectamente que nunca van a dejar por su propia voluntad de explotar al planeta, tanto a seres humanos como a recursos naturales, ya de partida en cuanto a que ambos son considerados como “recursos” para un fin privado, individualizado.
Indudablemente, un cambio completo de sociedad, de reconocimiento de ese “otro”, ha de pasar por el fin de la sociedad actual, ya que aunque si bien es cierto que nuestras prácticas individuales son ejemplificadoras de que el cambio es posible, se necesita de generalizar por medio de una socialización en esa moral colectiva.
El sistema actual juega con la baza de esa desunión y de la falta de una moral colectiva, como si hubiéramos interiorizado aquel panóptico del que nos hablara Foucault, cada uno en una celda. Dentro de cada celda, las realidades son diferentes, pero el ojo controlador es el mismo.
¿Cómo valorar un cachivache cualquiera, que ya empieza a ser viejo cuando sale de la tienda? Ni el propio fabricante puede mantener una esperanza racional de amortizarlo, salvo que en una loca (y en el fondo desesperada) huida hacia delante tienda a reducir a cero el valor de los materiales que extrae de la naturaleza y el del trabajo humano que les añade su esencia, el valor.
Usar, tirar, responsabilidad y unión
Ivana Belén Ruiz Estramil
Rebelión
Usar y tirar
Parece que últimamente nos estamos dando cuenta de que las cosas se acaban. Me surge precisamente en este punto una duda acerca de si verdaderamente antes pensábamos en la existencia de un mundo con recursos ilimitados, o si esto se refiere tan solo a un pensamiento que se impuso como dominante, que se apropia de los recursos (también la fuerza de trabajo humana). Ante esa práctica, existía también en el mundo otras formas de vida, diríamos contractuales con el entorno, donde podríamos englobar a las poblaciones indígenas, pero también a esas prácticas “mil usos” que no hace tanto tiempo, hacían nuestros mayores de todos los productos. Pretendo destacar aquí ese contacto con el entorno, tratando de buscar siempre esa reutilización de todas las cosas que caían en nuestras manos.
Nos puede parecer incluso cómico desde nuestra cosmovisión de “usar y tirar”, ese cajón de casa llena de piezas de antiguas cosas que se han roto y que nuestros mayores guardan cuidadosamente, cosas que se sabe en muchos casos que no se volverá a usar, pero que ante la pregunta – ¿para qué? – se responde –por si acaso–.
Cultura que de un periódico podía sacar mil utilidades, envolver objetos, secar calzado, hacer manualidades al mezclarlo con cola, mojarlo y tras convertirlo en una bola compacta esperar a que seque y utilizarlo para alimentar el fuego durante un largo tiempo, y un largo etcétera junto con esas aplicaciones escatológicas en las que no me detendré. Hoy en cambio, nos enorgullecen las miles de aplicaciones de nuestro nuevo móvil, muchas de las cuales son absurdas o no usaremos nunca.
Que las capacidades del mundo para nuestras nuevas “necesidades” son limitadas es un hecho, y es así como por el momento se recurre a limitar las capacidades de vida de unos muchos, para poder seguir viviendo la ilusión de infinitud de unos pocos.
Se nos ha presentado una sociedad en la que consumir constituye una más de nuestras cadenas. Por un lado, la obsolescencia programada en la que no es ya el mal uso o desgaste el que marque el fin del funcionamiento, sino que viene de fábrica. El repararlo termina costando más que el adquirir uno nuevo, o también el hecho de no contar con piezas de repuesto. Por otro lado el individuo, que no quiere escapar de ese consumo.
¿Qué hacer entonces con un individuo que no quiere renunciar a ese consumo desmedido? ¿Es verdaderamente necesario que surjan cada año nuevos modelos de móviles y ordenadores con cada vez más capacidades? ¿O al que le es necesario es al mercado, porque así obtiene cada vez más beneficios? Quizás la respuesta a la primer pregunta sea primero comprender las dos siguientes, es decir, mientras sigamos pensando que esas actualizaciones constantes son necesarias, y que se promuevan como tal desde el sistema, será difícil que el individuo adquiera consciencia de que no se puede extender en el tiempo esa forma de vida. Ya ni siquiera es asumible en un contexto en donde la mayoría de las personas en el mundo no tienen ese nivel de consumo.
A la hora de abordar ese nuevo escenario de futuro en el que justicia, redistribución e igualdad de oportunidades, formen parte de los proyectos de vida, habría que contemplarse el hecho de que esas lógicas de consumismo, que no de consumo, son propias del modelo que basa todo su sistema organizativo en la explotación y en la promoción de ese ideario de infinitud. Todo el sustento del “tanto tienes, tanto vales” no es más que una falacia para adscribirnos aún más al mismo. Se convierte en imprescindible una resocialización en un nuevo sistema de valores que tome como base que la igualdad de acceso es básica y que por lo tanto si las capacidades son limitadas, habrá que pensar hasta dónde se puede llegar.
Así como un niño juega con un palo de escoba simulando el mejor de los jamelgos, capaz de atravesar los desiertos más áridos, deberíamos de mirar más allá de la etiqueta “usar y tirar”, quizás así nos hagamos más activos, sostenibles, críticos e imaginativos.
Desde donde poner los límites
La cuestión es, ¿en la actualidad o en esa sociedad futura imaginada? Porque en el segundo de los casos, la respuesta puede presentarse más sencilla, al contemplarse ese escenario como fruto de una nueva implicación más amplia, y en donde como apuntábamos en el apartado anterior, el individuo sea consciente de todo el entorno del que forma parte. El caso de las prácticas en la actualidad ya es más complejo de abordar.
Frente a la imagen de un individuo individualizado debemos de lidiar con lo que nos dice Stiglitz, “la esencia de la libertad es el derecho a decidir”, que aunque aplicado a un razonamiento algo distinto nos puede valer aquí. Y es que ¿Qué hacemos entonces cuando el individuo ejerciendo su “libertad”, elige entrar en la lógica consumista al mismo tiempo que el sistema promueve esta misma práctica para seguir obteniendo beneficios? En un primer punto quizás establecer esos limites de la libertad, ya que como siempre hemos entendido, al menos en lo teórico, “mi libertad termina donde empieza la de los demás”.
Ha sido muy útil el trazar esa frontera básicamente disruptiva entre ese “ellos” y el “nosotros”, alejando toda responsabilidad de un ejercicio desmedido de aparente libertad. Aparente libertad, porque se trata de adquisiciones que en realidad nos atan más, coches ultimo modelo con tecnología punta, me gustaría saber cuantos lo adquieren al contado, porque de lo contrario se está encadenando a una deuda, o la paradoja de los móviles que si recordamos su razón de ser estaba en darnos autonomía y movilidad, pero ahora, nos lleva a buscar desesperadamente tomas de corriente porque consumen mucha energía.
Consideremos el supuesto de que somos libres, de que es una decisión puramente personal la de actualizar constantemente nuestros aparatos tecnológicos ¿somos libres de salirnos de ese circulo o acarreamos en muchos casos una deuda que dictamina cuando podemos salir y cuando no?
No se pretende apuntar a una vuelta a la edad de piedra, de ahí la diferenciación entre “consumo” y “consumismo”, y es este último el que lleva a colocar al primero como propia finalidad, en lugar de ser un medio para cubrir ciertas necesidades. Al convertirse el medio en el fin, la velocidad de consecución del mismo aumenta, y con ello la frustración por alcanzarlo. El individuo se autoconvence (se promueve ese autoconvencimiento) de que está en sus manos el conseguirlo, y se culpabiliza en el caso de no poder hacerlo. Paradójicamente, entendiéndose el consumo como un fin, se crea así la imagen de que este acto es la máxima expresión de ese ejercicio de la libertad.
Desde dónde poner los límites es siempre una tarea complicada, en este caso, se podría en primera instancia limitar la exaltación del consumismo, aunque resulta en todo caso difícil al encontrarnos en un sistema que se basa en ello. En segundo caso reivindicar esas alternativas de vida en las que el consumo responde a la necesidad y no la necesidad del consumo. Por último, aunque todas ellas fueran implementadas simultáneamente, el iniciar una concienciación sobre un “nosotros global” como habitantes de un mismo espacio, aunque de distintas realidades.
Si bien es cierto que es consustancial al hecho cultural esa diferenciación entre el “ellos” y el “nosotros”, en ningún caso puede ello seguir basándose en una lógica de suma cero, en el que lo que uno gana es porque el otro lo pierde. ¿Garantiza esto el éxito? Probablemente no del todo, pero es un primer paso hacia el cambio de moral del individuo individualizado.
De la “des-responsabilidad” a la moral colectiva
Volviendo al “usar y tirar”, encontramos la mayor expresión de lo superfluo, inmediato y fugaz. También las personas parecen cargar sobre si mismos esos atributos que desde años se les ha reconocido, valorados en cuanto a su función social.
Si fijamos nuestra mirada en lo que he dado en llamar “des-responsabilidad”, intentando con ello poner el énfasis en la práctica de borrosidad que se coloca sobre el proceso mediante el cual se obtiene aquello que consumimos, nos permite prestar atención al hecho de cómo también al consumidor se le convierte en un objeto, importando el individuo sólo, en tanto en cuanto pueda consumir.
Esa falta de moral colectiva que nos lleva a actuar sólo en función de lo próximo que nos afecte, es muy ilustrativo de esa lógica que nos aleja de la conformación de una identificación con un nosotros más amplio, y también así, que nos muestra su cara más amarga cuando nos sentimos solos, únicos responsables ante nuestra propia vida. Quizás si nos contempláramos en una visión más amplia, veríamos que nuestros problemas no son sólo nuestros, sino que son compartidos con muchos otros, una especie de “soledad compartida” que se vive en individualidad, ¿en qué se relaciona esto con la des-responsabilización de los límites? En que en todo momento identificamos nuestros éxitos y desventuras en nosotros mismos, en que nuestro ejercicio de la libertad no se va a vincular ya con aquella frase que mencionábamos antes de que “mi libertad acaba en donde empieza la del otro”.
Un proverbio africano dice que “la unión en el rebaño hace al león acostarse con hambre”, quizás es por eso que lleva dándose festines durante tanto tiempo, y es que ese no mirarnos como un todo, ha hecho que no prestemos atención a que las diferenciaciones, más bien parcelizaciones, se aplican solo a nosotros y no a quienes dirigen las riendas de ese, su mundo, en el que nosotros no somos más que piezas.
La creación de una moralidad colectiva que lleve a la conciencia sobre “el otro”, no ya solo en términos globales, que es fundamental, sino también del más próximo, constituiría el primer paso hacia una responsabilización, que llevaría en última instancia a un auto-limitarse en función de las necesidades. Esa moralidad colectiva ha de sustentarse casi con toda seguridad en un nuevo discurso, englobante en el sentido de que recoja todas las realidades, necesidades y proyectos de las comunidades del mundo. Comprender que necesariamente esto no rompe con la posibilidad de ser individuos, sino de que se trata de la única manera de que todas y todos podamos serlo, teniendo las mismas oportunidades de reconocimiento mutuo, como diría el Subcomandante Marcos:
“Yo soy como soy y tú eres como eres, construyamos un mundo donde yo pueda ser sin dejar de ser yo, donde tú puedas ser sin dejar de ser tú, y donde ni yo ni tú obliguemos al otro a ser como yo o como tú”.El individuo individualizado se muestra como una paradoja si partimos del hecho cultural que nos dice que el individuo adquiere sus cualidades en comunidad, en su red, que no necesariamente se limita ya a los más próximos, pero que nos muestra como el individuo va adquiriendo diferentes características. Esta red en la actualidad prima la competencia a la cooperación, siendo ya de entrada un primer aspecto de contradicción, ya que tradicionalmente una comunidad ha de basarse en la cooperación. Por otro lado, el individuo se fundamenta en su individualidad, pero no en la capacidad de los demás de ser también individuos, de ahí la individualización, y el potenciamiento a toda la base de competencia y des-responsabilización.
El establecer límites sobre ese tipo de individuos que se han basado en la inexistencia de esos limites y en la desconexión de quienes padecían las consecuencias, hace que todo el proceso sea complejo. Pero más complejo se presenta aún, el que los grandes promotores de ese consumo dejen de hacerlo, me refiero con ello a las grandes empresas, el capital en general, que todos sabemos perfectamente que nunca van a dejar por su propia voluntad de explotar al planeta, tanto a seres humanos como a recursos naturales, ya de partida en cuanto a que ambos son considerados como “recursos” para un fin privado, individualizado.
Indudablemente, un cambio completo de sociedad, de reconocimiento de ese “otro”, ha de pasar por el fin de la sociedad actual, ya que aunque si bien es cierto que nuestras prácticas individuales son ejemplificadoras de que el cambio es posible, se necesita de generalizar por medio de una socialización en esa moral colectiva.
El sistema actual juega con la baza de esa desunión y de la falta de una moral colectiva, como si hubiéramos interiorizado aquel panóptico del que nos hablara Foucault, cada uno en una celda. Dentro de cada celda, las realidades son diferentes, pero el ojo controlador es el mismo.
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