SOBRE LA SAGA/FUGA DE J.B.
Sólo se concibe el espacio si hay una conciencia perceptora, aunque esa conciencia lo pueda concebir como existente con independencia de sí misma.
No quiero decir que el espacio sea una creación de la mente, inexistente al margen de ella (no soy tan idealista en Filosofía), pero sí que, desde la primera intuición de la idea, cualquier aproximación al concepto de espacio, la reflexión analítica tendente a definirlo, o un discurso, como este, acerca de él, han de ser hechos por una conciencia.
Sea yo esa conciencia, y sea cada uno de ustedes ese yo. Considero ante mí una entidad cualquiera; es indivisa, porque no distingo en ella partes: es un punto. También yo soy individuo y me identifico con él. Estoy ahí. Sea otra entidad, otro punto. Me pongo en su lugar y ya soy, yo mismo, él. Si me he movido del uno al otro es porque había una ruta que los relacionaba. Todos los puntos que pueda imaginar requieren ese pasar de unos a otros. Si soy libre para dar el paso entre dos cualesquiera, es que existe al menos una ruta que lo hace posible.
Pero en la ruta hay también otros puntos, porque en ellos puedo hacer escala. Admito que siempre me es posible la parada en un punto intermedio. Recurrentemente, hay otros más en ella, en número infinito.
He descubierto que en ese espacio poblado de entidades que es mi mundo había dos puntos, y que en una ruta, que puedo imaginar como un estrechísimo túnel entre ambos, había otros, innumerables. Aunque no puedo contarlos, sé que están ordenados: no puedo alcanzar ninguno sin haber pasado por los anteriores. Para cada punto, hay un antes y un después. Ese antes y ese después han surgido de la idea de movimiento, de una experiencia vital ligada a la alteración del lugar que ocupo. Mi mente es incapaz de aislar ese movimiento de dos ideas inseparables implícitas en él: las de espacio y tiempo.
La diferencia entre ambos se hace evidente: en el espacio soy libre, en el tiempo no lo soy. Puedo, dentro de mi túnel, acelerar, detenerme, volver atrás. No puedo en el tiempo. Cuanto más parecida a la del tiempo sea la cadencia de un movimiento, más inexorablemente determinado estará. Así lo dicen mis propios ritmos vitales. La uniformidad del movimiento encadena el espacio al tiempo.
Hemos pasado por infinitos puntos en nuestro recorrido, ligados a infinitos instantes, pero contenidos no obstante en un tiempo definido y limitado. Para describir detalladamente con palabras el paso por todos ellos necesitaría un tiempo sin límites. Agazapada tras ese eterno proceso lingüístico, aparece la sombra burlona de Zenón. Pero con toda su potencia, el mismo lenguaje me autoriza a dar un salto instantáneo entre el origen y la meta. La descripción, que es una recreación, del mismo proceso cabe en un tiempo variable entre el cero y el infinito.
Mi ruta ha surgido de la existencia inicial de dos únicos puntos: un origen y una meta. Ligada a un movimiento consumado entre ellos, se fija como una relación entre tiempo y espacio: a cada instante, un punto. No debo pensar que mi movimiento haya existido sólo entre el origen y la meta, y así como en el tiempo hubo un antes y un después de este intervalo, en mi camino pudo haber también un antes del origen y un después de la meta. Puedo concebir el camino que pasa por mis dos puntos como una ruta sin fronteras, sin un primer ni un último punto. Una línea ilimitada.
He creado así un espacio, como conjunto de infinitos puntos mutuamente accesibles. Si todos los puntos, es decir, todos los entes que conozco, caben en él, esa ruta es todo mi espacio. Convengo en que se ordenan a lo largo de él como los instantes del tiempo, y a esta ordenación la llamo dimensión. Me hallo en un espacio unidimensional. Dos entes de este espacio son dos puntos, y su distancia nunca es infinita, aunque lo sea la sucesión ordenada de lugares intermedios.
Descubro ahora, entre curioso y abrumado, que al margen de mi espacio perfecto y ordenado, unidimensional, existe un punto. Está fuera de él, pues no he podido colocarlo en ningún lugar de mi anterior camino; y me veo forzado a crear, saliendo de la ruta que inventé para situar y relacionar los dos primeros, otra entre cualquiera de ellos y ese tercer punto rebelde que no se dejaba acoger en ese mundo incompleto.
Necesariamente tengo que ampliar el espacio. Si desde un punto de la línea original he salido de ella, trazando otra igualmente infinita, desde cada uno de sus infinitos puntos podría hacer lo mismo, y todos trazarían sus líneas infinitas: un infinito de infinitos, que es una superficie, espacio de puntos doblemente infinito, o de dos dimensiones.
Y si fuera de esa superficie hay todavía puntos, como es habitual en el mundo que conocemos, para alcanzarlos habré de trazar líneas infinitas desde el infinito doble de puntos que ya tenía, creando un infinito triple de puntos, que es nuestro ordinario espacio tridimensional.
Por esta vía yo podría seguir inventando espacios de más dimensiones, cuando encontrase puntos exteriores al mío. Naturalmente, en los espacios físicos habituales no hay más que los ya están. Pero no es esta la razón para no buscarlos, sino el hecho de que este espacio tridimensional ya me es suficiente para situar cualquier número de entidades, y relacionarlas entre sí con total independencia, sin interferencias, y tantas veces como quiera.
Sobre una línea hay un único modo de ir de un sitio a otro, pasando sin remedio por todos los demás del camino, y sobre una superficie no puedo evitar cruces indeseados, “pasos a nivel”, en cuanto maneje más de cuatro puntos. Pero en el espacio de tres dimensiones puedo crear, entre dos puntos, no una, sino infinitas rutas, sin que interfieran con las que pudiera tender entre otros dos cualesquiera.
Esto es lo que me da la libertad mayor que puedo concebir, porque entre todos los entes que sea capaz de imaginar estableceré cuantos caminos quiera, sin límites para la repetición. Y también puedo, si así lo quiero, no repetir jamás.
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