SOBRE LA SAGA/FUGA DE J.B.
Pues ya que estamos en el espacio de los espacios, el espacio del cableado sin límite, paseemos por él. Señalemos que el paseo es libre en el espacio pero no en el tiempo. El único modo posible de que mi conciencia lo recorra es que esté en cada instante en un solo lugar.
Esta es por necesidad una característica del discurso: su linealidad. Una vez recitado y grabado en el tiempo, cada palabra tiene su sitio exacto en la eternidad. Pero ese discurso, que también en un relato escrito mantiene su carácter lineal, admite sin embargo en él otros paseos, imposibles para el relato oral. Hasta la invención del sonido grabado, en una audición no se podía volver atrás; aún después, los medios de reproducción, obligadamente unidimensionales para el sonido, dificultan la libertad de movimiento por el espacio del discurso.
Pero muy otro es el caso de la escritura: la escritura convierte el tiempo del discurso en el espacio de la lectura. Sobre un texto puedo, si soy el lector, demorarme, volver atrás y releer, introducir acotaciones, hacer pausas, intercalar otras lecturas. Si soy un escritor en pleno proceso de elaboración, mi marcha sobre el discurso va a ser bastante más complicada, puedo (y suelo) reescribir, tachar, repetirme, desdecirme y hasta contradecirme: se dice a veces con sorna que el papel lo aguanta todo.
De manera que en la escritura existen infinitos paseos posibles. En primer lugar, los inextricables caminos que recorre el autor hasta que por fin los congela en su versión definitiva. El que ésta ofrece, que en general está bien establecido, aunque no siempre sea así. Y luego estarán todos los paseos que haga cada lector, cuando vuelva atrás, se salte páginas, intercale la consulta de otro texto, comente algún pasaje si la lectura es colectiva; o cuando, en su fuero interno, discuta con el autor o un personaje, al toparse con una situación que le resulte indignante.
Todo ello sin contar con que cada palabra, cada descripción, cada personaje, deben ser recreados en la mente de un lector específico, con materiales suyos, extraídos de su propia experiencia vital, cultural, personal y también lectora. Así, no es que podamos dudar si todos los lectores leen el mismo libro: podemos estar seguros de que cada uno recrea un libro distinto, y aún el mismo lector hará cada vez una lectura diferente.
Esta es la mayor riqueza de la literatura. Por eso hablar de espacio en ella es referirnos a un espacio riquísimo, absolutamente personal y creado en cada instante a la medida, primero del autor, del lector después. La facilidad de la imaginación y de la palabra para recorrer los caminos largos en un segundo, o demorar fugaces recorridos durante horas, convierte el espacio literario en algo inmensamente plástico.
Arte milenario, los grandes escritores modernos no son ingenuos. El autor sabe mucho, y utiliza todo su saber. Además de encadenar relatos, o de encapsularlos, contando unos desde el interior de otros (ambas técnicas son ya antiguas), recoserá espacios, personajes y acciones con retales procedentes de otras fuentes, reales o de ficción. Se sabe libre, y saltará de los espacios conocidos a los sólo imaginados, del cielo a la tierra, de lo posible a lo prodigioso. Saltará en el tiempo, hacia el futuro o el pasado.
Y también sabe el autor que el lector sabe. Y entre ambos se establecerá un juego de complicidades, una dialéctica de interpretaciones. El juego llegará a extenderse a los personajes (¿y por qué no, si la conciencia de éstos es la del autor, una y múltiple? Víctimas impotentes antes de un autor todopoderoso y omnisciente, dejarán de ser muñecos cuando sus criterios lleguen a imponerse a los de su creador. A partir de aquí, el escritor encarna en el personaje, que cobra verdadera vida propia. De este modo, Cervantes o Torrente Ballester pueden hacer que unos personajes inventen a otros. Unamuno, que sus criaturas se rebelen contra él. Pirandello, que los personajes busquen al autor.
Y ya que hemos citado a Torrente, veamos como, en Fragmentos de Apocalipsis, nos dice con toda claridad cuán consciente es de esa capacidad para crear tanto espacios narrativos como personajes y acciones, con “sólo” juntar palabras:
Las viejas de mi tierra, en otros tiempos, obraban, con retazos, mantas multicolores que llaman farrapeiras, como tejidas de harapos que eran. Eso, harapos, es lo mío, harapos que fueron telas suntuosas y brillantes, rasgadas ahora y hasta podridas antes de alcanzar forma. (...) Ahora mismo las veo, algunas de ellas, caras y cuerpos olvidados (...) una mano gigante con una bomba encendida, la torre de una iglesia.Esa bomba, y la torre... Empiezo a recordar. El grupo de anarquistas que se reunía en casa de Ramiro, el sastre de la Torre Berengaria (...) El nombre de la torre me lleva a Villasanta de la Estrella (...) Una de las historias que no llegué a escribir pasaba en Villasanta (...) era una buena historia de las de antes, de las que se cuentan solas, sin narrador visible; una de esas en las que el autor no participa sino, todo lo más, como testigo, pero ejerciendo su omnisciencia cacareada, su petulante y engallado saber universal. «Pero, oiga, amigo, ¿cómo es que sabe usted lo que sus personajes piensan, o lo que hacen a solas?» «Porque yo los invento, ni más ni menos». ¿Habrá presunción mayor? «Porque yo los invento». ¡Como si no estuviera demostrado ya que nadie inventa nada, lo que se dice nada, ni las palabras, ni las figuras, ni los acontecimientos! Por eso, yo que lo sé, no puedo recaer en más errores. Me siento comprometido.
(...)
...¿Estallará la bomba? Y, si estallara, ¿qué? No hay nada a su alrededor. Además, para que estalle, tengo que decirlo, y para que destruya la Torre Berengaria tengo antes que levantarla con palabras. Hasta ahora no hice más que nombrarla, y eso no basta. Sin embargo, si escribo: «Estalló la bomba y derribó la torre», pues se acabó: adiós torre, y capitel, y todo lo que está en él. Por eso no lo escribo. Entre otras razones, porque la torre me es necesaria. Si asciendo hasta el campanario, puedo, desde sus cuatro ventanas, contemplar la ciudad hacia los cuatro puntos cardinales: la ciudad entera. Será cosa de hacerlo, a falta de otra mejor. ¿Cómo son las escaleras? ¿De caracol quizá? (...) Si las subo, me canso. Pero ya están ahí, ya las nombré, ya trepan hasta la altura encajonadas en piedra (...). Si yo fuera de carne y hueso, y la torre de piedra, podría cansarme, y resbalar, y hasta romperme la crisma. Pero la torre y yo no somos más que palabras. Sus, y arriba. Voy repitiendo: piedra, escaleras, yo. Es como una operación mágica, y de ella resulta que subo las escaleras.
(...)
He nombrado la torre, y ahí está. Ahora, si nombro la ciudad, ahí estará también. Entonces, digo: catedral, monasterios, iglesias (...) y digo: rúas, plazas, travesías (...) digo: columnas, pórticos, bóvedas, (...) No te olvides de que eres un conjunto de palabras, lo mismo da tú que yo, si te desdoblas somos tú y yo, pero puedes también, a voluntad, ser tú o yo, sin otros límites que los gramaticales. Gracias a eso, respondo, puedo, si quiero, descender de la torre, atravesar las plazas, guarecerme de la lluvia bajo los soportales y preguntar qué hora es al sereno de comercio...
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