En este conocido diagrama se representan los países del mundo, atendiendo a dos parámetros: la huella ecológica y el índice de desarrollo humano.
Parece natural que los países con una huella ecológica insostenible (a
la derecha de la línea vertical de trazos), intenten dirigirse a la
izquierda del gráfico. También es esperable que los países por debajo de
un nivel de desarrollo humano aceptable (línea de trazos horizontal)
intenten superarlo. Ambas tendencias, como puede verse, tropiezan con
dificultades, y si el intento de los primeros puede empeorar su nivel de
desarrollo, el de los segundos tenderá a empeorar su sostenibilidad.
El conjunto sigue aproximadamente el trazado de una hipérbola equilátera, expresando una relación inversamente proporcional. Como ocurre en tantos fenómenos, es más fácil aproximarse al objetivo desde los extremos de la curva, y la dificultad aumenta al acercarse a su vértice. Cada país se situaría en una hipérbola diferente. Algunos padecen el desastre de un índice de desarrollo bajo (pero no de los más bajos) compatible con una huella insostenible (tampoco de las más altas, naturalmente). Muy pocos, si alguno, pueden situarse en el cajón de sostenibilidad.
En el gráfico de abajo, el cajón de sostenibilidad vendría representado por el área de color anaranjado. Se ha representado de línea llena el recorrido de un país que puede lograr situarse dentro del cajón, y de trazos el límite de lo que puede llegar a ser sostenible, tanto desde el subdesarrollo como desde desde el despilfarro.
Los países, según esto, no pueden limitarse a recorrer su propia curva, en uno u otro sentido, sino que han de hacer un esfuerzo para "cambiar de curva", aumentando su índice de desarrollo (priorizando los factores sanitarios y educativos, más que el PIB) y a un tiempo aminorando su huella ecológica. Sólo así, en lugar de sacrificar una de las tendencias a la otra, sería posible entrar en la "zona de seguridad".
El ideal es la "economía circular", en la que tanto los ciclos biológicos como los técnicos tiendan a cerrarse. Esto nunca puede lograrse por completo. La inexorable ley de entropía lo hace imposible, pero pueden minimizarse las pérdidas y los desechos. No olvidemos que la Tierra es un sistema prácticamente cerrado para los materiales, pero abierto para la energía, dentro de los límites que marca el aprovechamiento de la que procede del Sol.
Tras este preámbulo, dejo este artículo a vuestra consideración:
Rebelión
Para no pecar de
empecinados, comencemos reconociendo que la conclusión podría constituir
un paso en la conjuración del Apocalipsis. (Apocalipsis “laico” este,
porque, si bien prefigurado en sagradas escrituras, el hombre mismo
asumiría el papel de “dios castigador”, en una suerte de inefable
instinto suicida. De omnicidio). Una gregaria muchedumbre de
analistas acaba de aseverar que se están cumpliendo al pie de la letra
las predicciones de un informe harto agorero. Dado a la luz en
1972, por un equipo del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT,
sus siglas en inglés) dirigido por Dennis y Donella Meadows, el
documento afirmaba que, si las tendencias de crecimiento industrial y de
consumo de recursos naturales continuaban en los mismos niveles, los
terrícolas estaríamos abocados a una hecatombe económica y ecológica en
el siglo XXI.
Transcurridos más de 40 años de su
publicación, un colectivo del Melbourne Sustainable Society Institute
(MSSI), Australia, encabezado por Graham Turner, analizó los datos
presentados y los comparó con estadísticas actuales, para convenir en
que, de persistir el estado de cosas, la economía y los ecosistemas
planetarios colapsarán, lo que impedirá mantener la población, que se
reduciría a un drástico ritmo de 500 millones de personas cada 10 años,
presumiblemente como consecuencia del hambre, las enfermedades y la
consiguiente violencia.
Conforme a Turner y su gente, las
etapas iniciales de la debacle “podrían tener lugar dentro de una
década, o incluso estar ya gestándose”, y “una caída relativamente
rápida de las condiciones económicas y la población podría ser
inminente”. La tesis principal: “En un planeta limitado, las dinámicas
de crecimiento exponencial (población y producto per cápita) no son
sostenibles”. Así, “la propia Tierra pone límites al crecimiento, como
los recursos naturales no renovables, las áreas cultivables, y la
capacidad del ecosistema para absorber la polución producto del quehacer
humano, entre otros”.
Pero presentado a secas, como un
fenómeno netamente geológico, natural, suena como el fallido acto médico
de emitir un diagnóstico y aventurar un pronóstico sin “excederse” en
la etiología del mal, con lo cual careceríamos de la terapia más
conveniente. Y etiología, diagnóstico, pronóstico, terapia, deben
impregnarse de un enfoque sacado de la economía política crítica, algo
que los galenos… perdón, los ejecutores de los estudios de marras no han
intentado, o al menos han obviado, por anteojeras clasistas, o por los
dichosos intereses creados. Y si no, que nos perdonen.
Así
que, librados ya de un probable mote de obcecados, tócanos recordar
algunas verdades oreadas por Franz Hinkelammert y Henry Mora Jiménez en Hacia una economía para la vida
(Editorial Caminos, La Habana, 2012), obra que, en sus más de 700
páginas –loable reto para la paciencia-, se encarga de la más certera
radiografía de una enfermedad identificada en el siglo XIX por dos
barbados genios alemanes. ¿La cura? También está prevista.
Por suerte, de una manera quizás compulsiva estamos tomando conciencia
del hecho de que la Tierra es un globo y no una planicie inabarcable.
Algo que confirman las investigaciones arriba mencionadas. Pero en ese
contexto, converjamos en que lo que conduce al ecocidio no es
precisamente la acción humana en general, sino la orientación y la
canalización de esta por el cálculo individualista de utilidad (el
interés propio), por la maximización de las ganancias en los mercados, y
por la obtención de mayores tasas de crecimiento posibles, “lo que está
ahora en entredicho”.
Ahora, sí, cuando algunos no
comprenden que la globalidad del mundo no implica fatalmente la
globalización. “Son determinados poderes, privados y estatales, los que
imponen esta política, la política y estrategia de la globalización
(neoliberal)”. Fenómeno que “no constituye, de ningún modo, resultado
necesario de la globalidad de las comunicaciones de los medios de
transporte, sino un aprovechamiento unilateral de la misma función de
una estrategia de totalización de los mercados y de la producción a
escala mundial. La ‘aldea global’ se ha transformado en un ‘mercado
mundo’”.
Ello, por obra y gracia de un elemento que se
cataliza en los años ochenta del siglo pasado. “Los capitales en
circulación resultaron ser mucho más abundantes de los que era posible
invertir en la esfera del capital productivo. Luego, una parte cada vez
mayor de los capitales disponibles tuvo que ser invertida de forma
especulativa”.
Por supuesto -acotan Hinkelammert y Mora-,
se originó una cacería y un pillaje por la búsqueda de posibilidades de
ubicación rentable de los capitales especulativos, que precisan la misma
ventaja de los industriales, ya mediante la inversión extranjera, o a
través de la llamada financiarización (fondos de inversión). Esos
resquicios resultaron encontrados especialmente en sectores de la
sociedad que hasta entonces se habían desarrollado fuera del ámbito –de
las horcas caudinas- de los criterios de rentabilidad mercantil: las
escuelas, los jardines infantiles, las universidades, los sistemas de
salud, las carreteras, las telecomunicaciones. Actividades hasta el
momento desplegadas preferentemente por el Estado. Sin usurparlas,
difícilmente el capital especulativo halla lugar. Lo que denota la
presión por la privatización universalizada.
Claro, “ni la
vida humana ni la naturaleza pueden reducirse a mercancías sin ocasionar
gravísimas consecuencias contra las condiciones de posibilidad de la
reproducción de la vida humana y de la naturaleza. Se trata de los
efectos no intencionales (en general indirectos) provocados por la
acción del mercado sobre los conjuntos interdependientes de la
naturaleza y de la división social del trabajo”.
O sea, al
decir de los pensadores consultados, la producción capitalista explayada
se trueca en un proceso que, paralelamente al crecimiento del “producto
producido”, perjudica (asola) las fuentes de la producción de toda
riqueza: el ser humano y Natura. “En este sentido, la tasa de ganancia
orienta hacia la destrucción, con el agravante de que la participación
en esta destrucción asegura y aumenta las ganancias”.
Aquí
un incauto se diría que exageran. Que de suceder, pues el hombre, tan
racional, simplemente se abstendría de esa batalla despiadada, campal,
por la valorización del capital. Y a nuestro ingenuo responderíamos,
provistos del más solidario espíritu didáctico, con una cita proverbial:
“Para la empresa capitalista, sin embargo, se trata de un proceso
compulsivo. Su existencia como empresa depende de la tasa de ganancia y
su maximización. Una empresa que se abstenga de forma aislada de
participar en este proceso destructivo sería borrada del mercado por la
competencia. Participar en la destrucción es fuente de ‘ventajas
competitivas’; por ende, el mecanismo de la competencia transmuta la
participación de la empresa en esta destrucción en algo compulsivo, en
fuerza compulsiva de los hechos. Únicamente si todas las empresas en
conjunto se abstienen de esta participación destructiva sería viable la
solución de esta contradicción. Pero ello implica un cuestionamiento de
toda la economía capitalista tal como la conocemos”.
No se
precisa subrayar que el carácter obsesivo, incoercible, de la
competencia capitalista del mercado total conduce tendencialmente a una
situación en la cual solo es dable vivir participando en la ruina de
todo el planeta. En este contexto -¿ven que no somos tan empecinados?-,
los estudios de los equipos de Massachussetts y Melbourne representan un
hito, por cuanto indican una creciente toma de conciencia.
Empero, convengamos en que solamente una cultura de responsabilidad
puede abrirnos los ojos frente al problema. “La respuesta debe
orientarse en la afirmación de los ámbitos de la acción humana que
queden excluidos del sometimiento al cálculo, ya sea de la rentabilidad,
ya sea del crecimiento económico per se, y que cuestionen la propia
tendencia actual hacia la totalización de estos cálculos (…) Es la
responsabilidad por las condiciones de posibilidad de la vida humana”.
Y -proclaman Hinkelammert y Mora- a partir de la responsabilidad
aparece la necesidad de los valores. “Valores a los cuales tiene que ser
sometido cualquier cálculo de utilidad (o de interés propio o de
costo-beneficio). Son los valores del bien común cuya validez se
constituye antes de cualquier cálculo, y que desembocan en un conflicto
con el cálculo de rentabilidad y sus resultados. Son los valores del
respeto al ser humano, a su vida en todas sus dimensiones, y del respeto
a la vida de la naturaleza…”
Son estos “los valores del
reconocimiento mutuo entre seres humanos, incluyendo en este
reconocimiento el ser natural de todo ser humano y el reconocimiento de
parte de los seres humanos de la naturaleza externa a ellos. No se
justifican las ventajas calculables en términos de la utilidad o del
interés propio. Con todo, son la base de la vida humana, sin la cual
esta se destruye en el sentido más elemental de la palabra”.
He aquí el meollo. Estos valores interpelan al sistema, y en su nombre
se requiere la resistencia, para transformarlo e intervenirlo. De lo
contrario, supondrían “un moralismo más”. Y confesemos que justamente
moralismo nos parece cualquier constatación de las probabilidades de
Apocalipsis “laico” sin apelar a un enfoque entresacado de una economía
política crítica.
En descargo de los científicos
estadounidenses y australianos, aseveremos que para estos –así lo
asentaron- deviene posible modificar las tasas de desarrollo y alcanzar
una condición de estabilidad ecológica, sostenible, incluso a largo
plazo. “El estado de equilibrio global debería ser diseñado de manera
que las necesidades de cada persona sobre la Tierra sean satisfechas, y
que cada uno tenga iguales posibilidades de realizar su propio potencial
humano”...
Pero ¿estaremos desvariando si afirmamos que
esto aparenta un llamado a ir más allá del capitalismo; si no a la
propia existencia del mercado (razonarían Hinkelammert y Mora), sí a
resistir su absolutización, y a someter su acción a las exigencias de la
misma supervivencia del ser humano, “lo que incluye la suspensión de la
propiedad privada y el mercado siempre que ello sea necesario?”.
Ah, ¿no quisieron concluir tal cosa los realizadores de los célebres
documentos? Pura moralina, mondas abstracciones, en ese caso.
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