Desde la caída del Muro de Berlín, la izquierda que pretende situarse más allá de la socialdemocracia parlamentaria adosada al orden capitalista no ha dejado de moverse inquieta y nerviosamente para hallar un espacio genuino de transformaciones sociales y políticas más o menos rupturistas o radicales en sus contenidos pragmáticos e ideológicos. Innumerables nuevas izquierdas se han sucedido en las últimas décadas hasta hoy mismo. Y ya hay otras operaciones similares en camino. Eso sí, ninguna ha logrado en Europa, salvo Syriza, el sorpasso claro y rotundo sobre el gran hermano socialdemócrata tradicional. Y Syriza, más tarde, se ha convertido en una versión digitalizada del analógico PASOK.
La izquierda de base comunista y libertaria se resiente aún de la hecatombe del mundo soviético y del reflujo del movimiento obrero y sindical, buscando fórmulas modernizadas mediante rodeos y eufemismos como anticapitalista y eurocomunista en su tiempo para sortear la vergüenza interiorizada de sus propias raíces históricas.
Lo comunista y lo libertario no vende, razones de peso para inventarse otras raíces transversales en los movimientos sociales puntuales o sectoriales, con incursiones parciales en el ecologismo, la solidaridad oenegé, lo friki o cool contestatario y el feminismo underground. Los réditos de estos buceos circunstanciales no han forjado todavía una alternativa fuerte y poderosa ni han supuesto el advenimiento de un sujeto político compacto y coherente. La dispersión de impulsos se ha venido en llamar pluralismo, pero en el fondo encierra una incapacidad manifiesta para crear un espacio común de carácter unitario y unificador. Da miedo escénico oponerse al capitalismo en vigor con armas audaces para su desmantelamiento progresivo.
Repensar la izquierda es un suceso recurrente, un intento de crear una izquierda transformadora que nada tenga que ver con el pasado. ¿Es ello posible? Lo que hemos venido observando es que más tarde o más temprano muchas de esas iniciativas se han integrado a la larga en las socialdemocracias mayoritarias electorales.
Lo que resulta evidente es que el capitalismo sigue en pie, las desigualdades en aumento, la precariedad vital al alza y la explotación laboral en índices más que preocupantes para los estándares occidentales del estado del bienestar. Los datos son elocuentes. Si analizamos la situación política de los países denominados emergentes, de los estados fallidos y de los más pobres, el análisis se torna de una oscuridad casi total o trágica.
Los territorios comunes y públicos se están desmantelando como la espuma desde el agresivo ultraliberalismo privatizador de los años 80 del siglo XX en EE.UU. y Gran Bretaña, senda que ha continuado abriendo boquetes enormes para la clase trabajadora a escala internacional.
Sin embargo, las izquierdas mundiales no han podido enfrentar una posición ideológica y política que seduzca a las masas contra los cantos de sirena de las derechas en sus distintas advocaciones o versiones nacionales. Mientras tanto, los sindicatos mayoritarios se han olvidado de los trabajadores y trabajadoras más en precario, poniendo su mayor énfasis en sus plazas-fortaleza industriales y en los funcionarios. Su sindicalismo de clase se ha ido desvaneciendo paulatinamente al tiempo que decaía la negociación colectiva y sus reivindicaciones sociopolíticas.
El ambiente descrito ha debilitado, sin duda alguna, las opciones de la izquierda transformadora, habilitando una clase media de presuntos privilegiados laborales que han podido sortear la crisis con mayor decoro, refugiándose políticamente a la defensiva en los partidos de referencia socialdemócrata, de índole tecnócrata e incluso en formaciones de derechas o nacionalistas. Tal análisis vale tanto para España como para otros países de su entorno.
El reflujo de la izquierda que aspira a un mundo nuevo ha aumentado considerablemente en los años recientes. Los estallidos callejeros de cierta resonancia usan eslóganes muy radicales, al estilo del mayo del 68, pero a la hora de la verdad acuden a la responsabilidad como justificación de su suavidad parlamentaria escorada hacia posiciones pactistas de cálculo táctico.
En realidad, esas nuevas izquierdas de súbito surgimiento representan a sectores aburguesados que han conseguido auparse a un estatus de vértigo ficticio a lomos de las generaciones anteriores de la clase trabajadora que conquistaron a trancas y barrancas un pacto de largo recorrido con las élites dominantes después de la Segunda Guerra Mundial.
Aunque los políticos de nuevo cuño anti-casta provengan de la clase trabajadora, sus perfiles en muchos casos no han vivido o sufrido en sus carnes la oposición central empresa-trabajo a la manera tradicional. Las libertades civiles y las subvenciones públicas de que han disfrutado desde su nacimiento han obnubilado su conciencia de clase original. Hoy son personas formadas, globalizadas, con un discurso radical que solo busca equilibrar la desigualdad actual a través de medidas reformistas en muchos casos inocuas o amistosas con los poderes establecidos.
La revolución del neoliberalismo ha sido completa, en lo económico y en lo ideológico. Las mentes contemporáneas funcionan dentro de su lógica. El mundo de cierta equidad y estabilidad inaugurado por el bienestar occidental se ha venido abajo. Ya nadie desea mentar las bichas comunistas y libertarias o anarquistas. Eso es antiguo, aunque lo verdaderamente viejo y anticuado sea el régimen capitalista.
Dígase lo que se diga, el derrumbe del comunismo oficial o real no clausuró la lucha de clases sino que dio a luz otra una fase más del orden capitalista imperante en el mundo. No hay que confundir una mayoría electoral con un sujeto histórico autoconsciente de su propio poder. La amalgama de ideas nuevas no conforma por sí misma una estrategia vencedora. Es imprescindible que lo sindicatos de clase vuelvan a ofrecer una visión conjunta y unificada del movimiento obrero y de sus intereses particulares.
Sin ideología, el horizonte seguirá nublado para las capas populares. Craso error el de aquellos que confunden un puñado de votos como una victoria definitiva. Los sufragios se van como vinieron si no tienen un sustento ideológico fuerte que les haga ver más allá de la coyuntura inmediata. Y, en último extremo, suelen tomar partido por lo malo conocido antes que lo bueno por conocer, esto es, por lo que más suena y aparece en los medios de comunicación de abrumadora presencia social.
Sería necesario volver a llamar a las cosas y las auténticas relaciones entre ellas por sus verdaderos nombres antes que perderse en el encanto de neologismos blandos que no esconden más que los prejuicios de sus propios inventores y portadores. Repensar la izquierda, sí, pero no para crear de la nada nuevos espacios estéticos condenados al fracaso seguro de diluirse en el redil ideológico de lo ya consabido: más renuncias políticas y sociales, más capitalismo, más ideología entregada al poder hegemónico.
La izquierda de base comunista y libertaria se resiente aún de la hecatombe del mundo soviético y del reflujo del movimiento obrero y sindical, buscando fórmulas modernizadas mediante rodeos y eufemismos como anticapitalista y eurocomunista en su tiempo para sortear la vergüenza interiorizada de sus propias raíces históricas.
Lo comunista y lo libertario no vende, razones de peso para inventarse otras raíces transversales en los movimientos sociales puntuales o sectoriales, con incursiones parciales en el ecologismo, la solidaridad oenegé, lo friki o cool contestatario y el feminismo underground. Los réditos de estos buceos circunstanciales no han forjado todavía una alternativa fuerte y poderosa ni han supuesto el advenimiento de un sujeto político compacto y coherente. La dispersión de impulsos se ha venido en llamar pluralismo, pero en el fondo encierra una incapacidad manifiesta para crear un espacio común de carácter unitario y unificador. Da miedo escénico oponerse al capitalismo en vigor con armas audaces para su desmantelamiento progresivo.
Repensar la izquierda es un suceso recurrente, un intento de crear una izquierda transformadora que nada tenga que ver con el pasado. ¿Es ello posible? Lo que hemos venido observando es que más tarde o más temprano muchas de esas iniciativas se han integrado a la larga en las socialdemocracias mayoritarias electorales.
Lo que resulta evidente es que el capitalismo sigue en pie, las desigualdades en aumento, la precariedad vital al alza y la explotación laboral en índices más que preocupantes para los estándares occidentales del estado del bienestar. Los datos son elocuentes. Si analizamos la situación política de los países denominados emergentes, de los estados fallidos y de los más pobres, el análisis se torna de una oscuridad casi total o trágica.
Los territorios comunes y públicos se están desmantelando como la espuma desde el agresivo ultraliberalismo privatizador de los años 80 del siglo XX en EE.UU. y Gran Bretaña, senda que ha continuado abriendo boquetes enormes para la clase trabajadora a escala internacional.
Sin embargo, las izquierdas mundiales no han podido enfrentar una posición ideológica y política que seduzca a las masas contra los cantos de sirena de las derechas en sus distintas advocaciones o versiones nacionales. Mientras tanto, los sindicatos mayoritarios se han olvidado de los trabajadores y trabajadoras más en precario, poniendo su mayor énfasis en sus plazas-fortaleza industriales y en los funcionarios. Su sindicalismo de clase se ha ido desvaneciendo paulatinamente al tiempo que decaía la negociación colectiva y sus reivindicaciones sociopolíticas.
El ambiente descrito ha debilitado, sin duda alguna, las opciones de la izquierda transformadora, habilitando una clase media de presuntos privilegiados laborales que han podido sortear la crisis con mayor decoro, refugiándose políticamente a la defensiva en los partidos de referencia socialdemócrata, de índole tecnócrata e incluso en formaciones de derechas o nacionalistas. Tal análisis vale tanto para España como para otros países de su entorno.
El reflujo de la izquierda que aspira a un mundo nuevo ha aumentado considerablemente en los años recientes. Los estallidos callejeros de cierta resonancia usan eslóganes muy radicales, al estilo del mayo del 68, pero a la hora de la verdad acuden a la responsabilidad como justificación de su suavidad parlamentaria escorada hacia posiciones pactistas de cálculo táctico.
En realidad, esas nuevas izquierdas de súbito surgimiento representan a sectores aburguesados que han conseguido auparse a un estatus de vértigo ficticio a lomos de las generaciones anteriores de la clase trabajadora que conquistaron a trancas y barrancas un pacto de largo recorrido con las élites dominantes después de la Segunda Guerra Mundial.
Aunque los políticos de nuevo cuño anti-casta provengan de la clase trabajadora, sus perfiles en muchos casos no han vivido o sufrido en sus carnes la oposición central empresa-trabajo a la manera tradicional. Las libertades civiles y las subvenciones públicas de que han disfrutado desde su nacimiento han obnubilado su conciencia de clase original. Hoy son personas formadas, globalizadas, con un discurso radical que solo busca equilibrar la desigualdad actual a través de medidas reformistas en muchos casos inocuas o amistosas con los poderes establecidos.
La revolución del neoliberalismo ha sido completa, en lo económico y en lo ideológico. Las mentes contemporáneas funcionan dentro de su lógica. El mundo de cierta equidad y estabilidad inaugurado por el bienestar occidental se ha venido abajo. Ya nadie desea mentar las bichas comunistas y libertarias o anarquistas. Eso es antiguo, aunque lo verdaderamente viejo y anticuado sea el régimen capitalista.
Dígase lo que se diga, el derrumbe del comunismo oficial o real no clausuró la lucha de clases sino que dio a luz otra una fase más del orden capitalista imperante en el mundo. No hay que confundir una mayoría electoral con un sujeto histórico autoconsciente de su propio poder. La amalgama de ideas nuevas no conforma por sí misma una estrategia vencedora. Es imprescindible que lo sindicatos de clase vuelvan a ofrecer una visión conjunta y unificada del movimiento obrero y de sus intereses particulares.
Sin ideología, el horizonte seguirá nublado para las capas populares. Craso error el de aquellos que confunden un puñado de votos como una victoria definitiva. Los sufragios se van como vinieron si no tienen un sustento ideológico fuerte que les haga ver más allá de la coyuntura inmediata. Y, en último extremo, suelen tomar partido por lo malo conocido antes que lo bueno por conocer, esto es, por lo que más suena y aparece en los medios de comunicación de abrumadora presencia social.
Sería necesario volver a llamar a las cosas y las auténticas relaciones entre ellas por sus verdaderos nombres antes que perderse en el encanto de neologismos blandos que no esconden más que los prejuicios de sus propios inventores y portadores. Repensar la izquierda, sí, pero no para crear de la nada nuevos espacios estéticos condenados al fracaso seguro de diluirse en el redil ideológico de lo ya consabido: más renuncias políticas y sociales, más capitalismo, más ideología entregada al poder hegemónico.
"...a la hora de la verdad acuden a la responsabilidad como justificación de su suavidad parlamentaria escorada hacia posiciones pactistas de cálculo táctico".
ResponderEliminarSi el esfuerzo realizado por los líderes de la izquierda (de la real y de la supuesta) para dialogar y pactar con los poderes fácticos, lo realizaran igualmente para unir y fortalecer los partidos y agrupaciones de la clase que supuestamente representan, otro gallo cantaría más temprano que tarde. Pero eso no es posible desactivando la calle y las herramientas propias de dicha clase, como son las manifestaciones, la huelga y la desobediencia civil.
Respecto al pasado, la necesaria autocrítica no puede olvidar los logros y mucho menos menospreciar el tremendo sacrificio realizado en la lucha para obtenerlos.
Salud
Ni más, ni menos. Salud
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