jueves, 30 de abril de 2020

Canción para Pablo Neruda

Salto de mito en mito. El mítico Yupanqui canta al mítico Pablo. Vivos. En la memoria. Mientras quede memoria.

Los dioses solo mueren cuando nadie cree en ellos.





Pablo nuestro que estás en tu Chile,
Viento en el viento.
Cósmica voz de caracol antiguo.
Nosotros te decimos,

Gracias por la ternura que nos diste.
Por las golondrinas que vuelan con tus versos.
De barca a barca. De rama a rama.

De silencio a silencio.
El amor de los hombres repite tus poemas.
En cada calabozo de América
Un muchacho recuerda tus poemas.
Pablo nuestro que estás en tu Chile.
Todo el paisaje custodia tu sueño de gigante.
La humedad de la planta y la roca
Allá en el sur.
La arena desmenuzada, Vicuña adentro,
En el desierto.
Y allá arriba, el salitre, las gaviotas y el mar.
Pablo nuestro que estás en tu Chile.
Gracias, par la ternura que nos diste. 



Un canto para Bolívar

Pablo Neruda escribió este espléndido poema, un homenaje que es una oración, invocando a un hombre que es ya mito para los pueblos de América. Pero el mito solo está vivo si se encarna en el alma del pueblo.

De ahí la respuesta que el dios invocado infunde en la mente del poeta, cuando un hecho le muestra que es el pueblo el que vive aún: 

“Despierto cada cien años cuando despierta el pueblo”.

Hay una grabación de Los Olimareños, un recitado sobrio, como merecen el poema y su autor. No he sido capaz de encontrarle un enlace. A cambio dejo unos fragmentos pronunciados por otro mito, vivo ya solamente en quienes todavía conservan la esperanza.

De mito en mito llegamos hasta Pablo...


PADRE nuestro que estás en la tierra, en el agua, en el aire
de toda nuestra extensa latitud silenciosa,
todo lleva tu nombre, padre, en nuestra morada:
tu apellido la caña levanta a la dulzura,
el estaño bolívar tiene un fulgor bolívar,
el pájaro bolívar sobre el volcán bolívar,
la patata, el salitre, las sombras especiales,
las corrientes, las vetas de fosfórica piedra,
todo lo nuestro viene de tu vida apagada,
tu herencia fueron ríos, llanuras, campanarios,
tu herencia es el pan nuestro de cada día, padre.


Tu pequeño cadáver de capitán valiente
ha extendido en lo inmenso su metálica forma,
de pronto salen dedos tuyos entre la nieve
y el austral pescador saca a la luz de pronto
tu sonrisa, tu voz palpitando en las redes.


De qué color la rosa que junto a tu alma alcemos?
Roja será la rosa que recuerde tu paso.
Cómo serán las manos que toquen tu ceniza?
Rojas serán las manos que en tu ceniza nacen.
Y cómo es la semilla de tu corazón muerto?
Es roja la semilla de tu corazón vivo.


Por eso es hoy la ronda de manos junto a ti.
Junto a mi mano hay otra y hay otra junto a ella,
y otra más, hasta el fondo del continente oscuro.
Y otra mano que tú no conociste entonces
viene también, Bolívar, a estrechar a la tuya:
de Teruel, de Madrid, del Jarama, del Ebro,
de la cárcel, del aire, de los muertos de España
llega esta mano roja que es hija de la tuya.


Capitán, combatiente, donde una boca
grita libertad, donde un oído escucha,
donde un soldado rojo rompe una frente parda,
donde un laurel de libres brota, donde una nueva
bandera se adorna con la sangre de nuestra insigne aurora,
Bolívar, capitán, se divisa tu rostro.
Otra vez entre pólvora y humo tu espada está naciendo.
Otra vez tu bandera con sangre se ha bordado.
Los malvados atacan tu semilla de nuevo,
clavado en otra cruz está el hijo del hombre.


Pero hacia la esperanza nos conduce tu sombra,
el laurel y la luz de tu ejército rojo
a través de la noche de América con tu mirada mira.
Tus ojos que vigilan más allá de los mares,
más allá de los pueblos oprimidos y heridos,
más allá de las negras ciudades incendiadas,
tu voz nace de nuevo, tu mano otra vez nace:
tu ejército defiende las banderas sagradas:
la Libertad sacude las campanas sangrientas,
y un sonido terrible de dolores precede
la aurora enrojecida por la sangre del hombre.
Libertador, un mundo de paz nació en tus brazos.
La paz, el pan, el trigo de tu sangre nacieron,
de nuestra joven sangre venida de tu sangre
saldrán paz, pan y trigo para el mundo que haremos.


Yo conocí a Bolívar una mañana larga,
en Madrid, en la boca del Quinto Regimiento,
Padre, le dije, eres o no eres o quién eres?
Y mirando el Cuartel de la Montaña, dijo:
“Despierto cada cien años cuando despierta el pueblo”.




miércoles, 29 de abril de 2020

Elogio de la transgresión

Aureliano Ortega Esquivel, de la universidad de Guanajuato, es el autor de este a mi parecer importante estudio sobre las tres fuentes que, desde que así lo formulara Lenin, se han considerado “fuentes” y “partes” integrantes del pensamiento de Marx: la economía política (inglesa), el socialismo (francés) y la filosofía clásica (alemana), aunque esta idea debe rastrearse en la estructura que, con la anuencia de Marx, Friedrich Engels dio al Anti-Dürhing.

Lo que viene a señalar este artículo es que no se trata de una "fusión", una amalgama de tres componentes tan diversos, que de esa manera resultaría una especie de criatura de Frankenstein. La posición de Marx se comprenderá mejor si recordamos que su obra principal no era un tratado de economía política, sino, como indica el subtítulo, una "crítica de la economía política". Esta posición crítica es consustancial a todos sus escritos

En cuanto a las fuentes filosóficas, pronto se distanció de los jóvenes hegelianos para, como se ha señalado tantas veces, dar la vuelta al pensamiento de Hegel para "ponerlo sobre los pies y no dejarlo apoyado sobre la cabeza". Pero tampoco se conformó con el materialismo mecanicista de un Feuerbach. Su crítica de la filosofía la ha resumido en la citadísima tesis [XI]: "Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo".

En realidad de una manera dialéctica, los filósofos, aunque no han transformado su mundo, han contribuido a ello, tanto como han estado inmersos y conformados por él. Pero lo que Marx busca es una contribución activa a la transformación, y no una influencia indirecta y a largo plazo.

Aunque tantos manuales simplificadores (y sobre todo sus críticos superficiales, pero ¿seremos capaces de hacer un manual sin simplificar?) hayan desacreditado el concepto de materialismo dialéctico, es un término bastante razonable, porque señala muy bien esa tensión que activa la relación entre los polos materia e idea que desde siempre ha alimentado a la filosofía.

Ya está dicho lo que separa la crítica de la economía de su asunción acrítica. El hecho de apoyarse en los clásicos de esta materia no es de ninguna manera darles la razón, aunque sea imprescindible atender a sus razones.

En cuanto a la crítica del socialismo naciente, ya en el Manifiesto Comunista se enumeran las variantes que desde sus comienzos tuvo este movimiento, surgido de la amarga experiencia de que los ideales que la revolución había teorizado para todos, no eran en modo alguno aplicados a todos. Si este naciente motor de universalidad aparecía en tantas variedades, habría que buscar las causas, señalando los medios intelectuales, grupos sociales, intereses e ideas heredadas que lo conformaban y deformaban. La memoria  histórica, inseparable de las circunstancias materiales en la que nacen tanto el pensamiento como el movimiento justifica plenamente el término materialismo histórico.

(A este que podíamos llamar materialismo dialéctico-histórico, que mira al tiempo histórico, David Harvey añade la importancia del espacio geográfico, descuidado por una parte de los teóricos marxistas, aunque, como en el aspecto ecológico con el que tanto tiene que ver, la fuente de este nuevo aspecto añadido puede atisbarse en el propio Marx. Podemos pues, llenando la formulación de adjetivos, hablar de materialismo diálectico-histórico-geográfico. Y no sigo...)

La crítica no puede excluir la revisión crítica, y de ello era muy consciente Marx, que en toda su obra une a la firmeza de sus convicciones la capacidad para revisar siempre su visión anterior. La idea de que "el ser determina la conciencia", y el ser cambia en un medio cambiante, no podía excluirlo a él.

Tampoco a Lenin, otro gran transgresor. Como Atilio Borón señala aquí, siempre supo adaptar su inquebrantable voluntad a las cambiantes circunstancias:
“Práctico de la teoría y teórico de la práctica” según la brillante definición que de él propusiera György Lukács, Lenin introdujo tres aportaciones decisivas a la renovación de una teoría viviente, el marxismo, que siempre la entendió como una “guía para la acción” y no como un dogma o un conjunto esclerotizado de preceptos abstractos. Gracias a Lenin  los cimientos teóricos establecidos por Karl Marx y Friedrich Engels se enriquecieron con una teoría del imperialismo que arrojaba luz sobre los desarrollos más recientes del capitalismo en la primera década del siglo veinte; con una concepción acerca de la estrategia y táctica de la conquista del poder o, dicho en otros términos, con una renovada teoría de la revolución basada en la alianza “obrero-campesina” y el papel de los intelectuales; y con sus distintas teorizaciones sobre el partido político y sus tareas en distintos momentos de la lucha social. Una herencia teórica extraordinaria, como brota de la precedente enumeración.

Volvamos a Marx. Merece la pena la lectura atenta del texto completo del que transcribo una pequeña parte. No lo haré, porque para eso está el enlace, y porque conozco la irresistible tendencia a la elipsis mental que la vorágine de comunicaciones más o menos seductoras produce en todos nosotros.

Creo que puede ser una buena introducción al pensamiento crítico.







Aureliano Ortega Esquivel 



A lo largo de casi 40 años el nombre y el pensamiento de Karl Marx fueron invocados –tanto en la academia como a través del ágora mediática– para referirse a lo “envejecido” y a lo “utópico”, o bien a lo “insensato” –cuando no a lo “trágico”– al asociarlo de manera acrítica y malintencionada con ese absurdo en que se transformó el socialismo real –sin más consideraciones que las discutibles bondades del “mercado” y la apología de lo que ya es; aunque esto sea una catástrofe civilizatoria tanto o más monstruosa que aquello que se había dejado atrás–. Pues bien, durante los primeros años del siglo en curso y ante el desfondamiento, el descrédito y el comportamiento barbárico y despótico de eso que ya es –el régimen de producción capitalista en su fase decadente–, ha vuelto a mencionarse con insistencia el nombre de Karl Marx. En cuanto su obra teórica, arrojada apenas hace algunos pocos años al desván de la indiferencia o incinerada en la pira propiciatoria de la “democracia”, hoy se revela como una de las escasas posibilidades de entender algo: esclarecer los sinsentidos con los que se construyen los nuevos y atroces contenidos de la realidad.

Podemos preguntarnos: ¿por qué ahora?, ¿qué es lo que puede decirnos hoy, en términos de esclarecimiento, una obra cuyas últimas páginas se escribieron hace más de 130 años?, ¿qué distingue, qué rasgos porta el presente que aun las elaboraciones teóricas de punta y galardonadas con “un Nobel” se muestran incapaces de balbucear algo siquiera inteligente ante la crisis y ceden el escenario a aquel pensar supuestamente envejecido?, ¿qué hace que de un presunto más allá regresen algunos de nuestros más problemáticos (y emblemáticos) espectros? Una posible respuesta fue esbozada ya hace muchos años por el historiador marxista Pierre Vilar en referencia al saber histórico, cuando decía: una sociedad en crisis prefiere no conocerse, o conocerse mal”, de modo que el prematuro destierro del marxismo de las marquesinas del saber y el hacer postmodernos pudo deberse seguramente a eso: la sociedad capitalista decadente prefiere no conocerse, o conocerse mal; hecho que explicaría la primera parte del cuestionario, la que se refiere justamente a ese destierro; lo que nos llevaría casi automáticamente a la conclusión siguiente: el pensamiento de Marx significó en su momento, y mucho más allá de él, una apuesta por el conocimiento y la crítica de eso que en verdad no quiere conocerse, pero sí dominar. Siendo así las cosas, a tal dominio Marx siempre le resultó incómodo, ofensivo, peligroso.

(...)

El hecho de escoger el nombre de una de las disciplinas más antiguas, Historia, para significar el resultado de su nueva conciencia filosófica parecería en principio algo confuso si, por una parte, perdemos de vista que esa nueva ciencia en sentido estricto ya no era filosofía ni economía política ni lo que de teoría podría haber portado el discurso socialista, aunque de todas formas debería ser reconocida con un nombre, y con mayor razón si, por otra parte, olvidamos que eso que todavía hoy conocemos como los “elementos fundamentales de la concepción materialista de la historia”, ilustraba una ruptura radical y definitiva con el conjunto del saber económico, social, histórico, político y filosófico burgués; es decir, ese saber que de sí misma había construido a lo largo de los últimos 300 años la Modernidad: fachada ideológica del régimen de producción económica, articulación social y dominio ideológico-cultural burgués-capitalista, el que para hacerse presentable había revolucionado el espectro completo del conocimiento a partir de la reconfiguración total de su episteme y la reorganización, en atinada tónica burguesa, de los estudios universitarios.

Es justo en este marco que el esfuerzo teórico de Marx y Engels cobra su más elemental y prístino sentido: no se trataba de abandonar el barco de cierta “conciencia filosófica anterior” para trepar a otro solamente porque los filosofemas posthegelianos, los enunciados de la economía política o los “ecos” del socialismo francés ya no satisfacían las expectativas intelectuales de nuestros pensadores, sino mostrar que aquellos eran del todo inhábiles para montar sobre sus cansados lomos el saber que con urgencia requería la revolución: ya que en el curso de esos mismos años, además de estudiar, asimilar y tratar de superar teórica y discursivamente los límites, los no dichos y los despropósitos del discurso teórico burgués, Marx y Engels se habían convencido de que el único camino que quedaba abierto a los desposeídos en la lucha por sus derechos más elementales era una profunda y radical revolución social, y que de “las armas de la crítica” era imperativo emprender el tránsito hacia “la crítica de las armas”; en unos cuantos años los dos jóvenes filósofos se habían hecho comunistas.

(...)

Si en algún momento del proceso formativo del marxismo fue necesario un corte epistemológico fue precisamente entonces. Pero dicho corte no lo fue entre las primitivas ideas liberal-republicanas de Marx y Engels y sus nuevas ideas comunistas, ni entre una conciencia meramente ideológica y un conocimiento propiamente científico de la realidad histórico-concreta, sino entre todo un horizonte de aprehensión teórica-discursiva consistente con el modelo de racionalidad que a lo largo de varios siglos habían ensayado con creciente éxito el conocimiento y la ideología burguesas y el que, para enfrentarlo, reclamaba con urgencia el conocimiento y la ideología revolucionarias. Es decir, un corte en el espacio justo en el que un discurso teórico cobra sentido y adquiere racionalidad; un espacio, propiamente un dispositivo epistemológico (de ahí que se consideren las Tesis un fragmento de discurso filosófico), que permite que esas partes discretas que bajo su impronta se perciben de la realidad –y, sobre todo, lo que después de su examen sistemático y metódico, se dice acerca de ellas–, adquiera la condición de objetivo o verdadero. No es pues la forma y mucho menos el contenido explícito de aquellas tres disciplinas lo que debe ser dejado atrás por el discurso revolucionario, sino precisamente ese conjunto limitado de principios y postulados epistémicos que les dan sentido y consistencia de verdad.

Aquí radica la inobjetable centralidad de las Tesis sobre Feuerbach, porque aun siendo la filosofía el espacio teórico en el que a través de un largo y complejo proceso de destilación finalmente se han propuesto aquellos principios racionales, es el conjunto del saber y de las prácticas teórico-discursivas desarrolladas bajo el patrocinio de la Modernidad el que, en el seno de su propio quehacer, las ha generado y “puesto a punto” paulatina y dilatadamente, al tiempo, al mismo tiempo, que la filosofía, como suma de la racionalidad de todo horizonte histórico, las ha dotado de “verdad”.

(...)

Por supuesto, ni Marx ni Engels conciben lo que están llevando a cabo como un ejercicio fraudulento ni entienden su quehacer teórico como un engaño. Simplemente llevan al límite, o mejor, ponen en crisis una forma de racionalidad que en su consistencia actual no les permitiría siquiera pensar objetivamente, o “con verdad”, los términos en los que se piensa una revolución. El saber burgués, como lo demostrará fehacientemente Marx en su crítica de la economía política, solamente es capaz de decir una sola clase de “verdad”, la que habla a favor de su dominio, siendo completamente refractario a cualquier otra alternativa. Porque el dispositivo epistemológico del que parte y en el que fundamenta racional y objetivamente su “verdad” no es efecto de una elección autónoma, sino de la heteronomía radical en la que se configura y mueve la propia sociedad burguesa, con la que se corresponde plenamente; los límites del principio epistemológico que disponen la realidad burguesa como dotada de sentido son absolutamente consistentes con las contradicciones reales del régimen capitalista de producción y reproducción social. Tal como lo señalaron Marx y Engels (...) en La ideología alemana, bajo el dominio hegemónico del capital todo habla a favor de ese dominio y de su reproducción ampliada.
Al burgués le es tanto más fácil demostrar con su lenguaje la identidad de las relaciones mercantiles y de las relaciones individuales e incluso de las generales humanas, por cuanto este mismo lenguaje es un producto de la burguesía, razón por la cual, lo mismo en el lenguaje que en la realidad, las relaciones del traficante sirven de base a todas las demás (...).
De ahí que, de hablar “con el lenguaje del traficante”; es decir, de continuar hablando con el mismo lenguaje que la filosofía, la economía política y el socialismo utópico, de no romper con aquel dispositivo que, en lo profundo, en forma misma del lenguaje expresa el dominio del capital, de no transgredirlo, de no hacer mal uso de él, Marx y Engels hubieran quedado ellos mismos entrampados en el juego; en una simple representación, así fuera crítica, de lo que ya es. Pero, ¿en qué consiste este “mal uso”? Ya dijimos algo a ese respecto: Marx no sólo critica los límites y los no dichos del discurso teórico burgués, sino lo pone en crisis, lo descoyunta, denuncia la presunta objetividad y universalidad de su “verdad” como parcial, abstracta, limitada, y lo hace, en principio, con sus mismas armas.

(...)

martes, 28 de abril de 2020

La pandemia y el sistema-mundo

Por muy pocos meses, Immanuel Wallerstein no ha podido ver esta prueba de fuego para el zarandeado sistema-mundo

Leo un texto largo y documentado de Ignacio Ramonet en el blog arrezafe. Allí podéis verlo completo. O elegir alguno de estos apartados:

  • UN HECHO SOCIAL TOTAL
  • EL CORONAVIRUS
  • UNA PANDEMIA MUY ANUNCIADA
  • CAMBIO CLIMÁTICO
  • CIBERVIGILANCIA SANITARIA
  • EL JABÓN Y LA MÁQUINA DE COSER
  • SACRIFICANDO A LOS «DEMASIADO VIEJOS»
  • HÉROES DE NUESTRO TIEMPO
  • APOTEOSIS DE LA DESINFORMACIÓN
  • ¿HACIA UN CAPITALISMO DIGITAL?
  • ECONOMÍA: UN BAÑO DE SANGRE
  • ¿DESGLOBALIZAR?
  • LIDERAZGOS
  • FUTUROS
Del tercero de ellos reproduzco un fragmento en el que el autor desmonta el argumento que se oye por doquier: "nadie se imaginaba esto, nos ha cogido por sorpresa, nunca tal se viera..."

El hecho es que era de esperar, como es de esperar el cambio climático, o el colapso petrolero. Pero atrincherados en el inmediatismo, en el presentismo propio de esta sociedad de mercado continuo en lo económico y mercado político pautado (cuatro, cinco años), el argumento favorito de los especuladores de ambos mercados es: "por ahora defiendo mi negocio (o mi negociado); el que venga detrás que arree". Y aunque me cojan con las manos en la masa: "pues yo no he sido".

De momento esta trinchera la ha tomado al asalto un enemigo muy, muy pequeñito. Tengo  miedo al contraataque. De contraataques así están llenas las Torres Gemelas.

¿Se habrían tomado medidas si como en otros casos la epidemia se cebara solo en países exóticos y en poblaciones pobres?



















Ignacio Ramonet
(La Habana, Cuba, 22 de abril de 2020.)

(…)

Se pueden decir muchas cosas para explicar la escasa preparación de las autoridades ante este brutal azote, pero el argumento de la sorpresa no es de recibo.

Primero, porque hay un proverbio famoso en salud pública: «Los brotes son inevitables, las epidemias no.»

Segundo, porque decenas de autores de ficción y de ciencia ficción –desde James Graham Ballard a Stephen King pasando por Cormac McCarthy o el cineasta Steven Soderbergh en su película Contagio (2011)– describieron en detalle la pesadilla sanitaria apocalíptica que amenazaba al mundo.

Tercero, porque personalidades visionarias –Rosa Luxemburgo, Gandhi, Fidel Castro, Hans Jonas, Ivan Illich, Jürgen Habermas– avisaron, desde hace tiempo, que el saqueo y el pillaje del medio ambiente podrían tener consecuencias sanitarias nefastas.

Cuarto, porque epidemias recientes como el SARS de 2002, la gripe aviar de 2005[27], la gripe porcina de 2009[28] y el MERS de 2012 ya habían alcanzado niveles de pandemia incontenible en algunos casos y habían causado miles de muertos en todo el planeta.

Quinto, porque cuando se produjo la primera muerte por el nuevo coronavirus en Estados Unidos, el 10 de marzo de 2020 en Nueva Jersey –como ya hemos dicho–, hacía casi tres meses que la epidemia había estallado en Wuhan y había desbordado rápidamente todo el sistema sanitario tanto en China como en varias naciones europeas; o sea, hubo tiempo para prepararse.

Y sexto, porque decenas de prospectivistas y varios informes recientes habían lanzado advertencias muy serias sobre la inminencia del surgimiento de algún tipo de nuevo virus que podría causar algo así como la madre de todas las epidemias.

(…)

lunes, 27 de abril de 2020

Alfredo Zitarrosa

Alfredo Zitarrosa (Alfredo Iribarne, Durán, Zitarrosa…), cantor y poeta, militante hasta el fin, y por ello perseguido y desterrado, ha sido uno de los cantores populares más importantes de Uruguay y de toda América Latina.

No fue el único payador perseguido. Uruguay tampoco es el único. Ni América es la única.

El final de las dictaduras tampoco fue el final. Nunca hay un final. Las espadas (los sables) siguen en alto y el futuro no está escrito.

Escojo entre su obra una canción que no es una canción.


Alfredo Zitarrosa
(Versos con acompañamiento)

Aquí están nuevamente mis hijas a mi lado;
he colgado los cuadros, he juntado mis libros,
he conquistado el pan otra vez y he llorado
por cierto, tantas veces! mas también he vivido.

Todavía no han salido de mi tierra mis almas
ni han nacido los versos que escribiré algún día,
cuando el puño cerrado y el corazón en calma
rimen odio y amor con honor y alegría.

Poco tiempo ha pasado para que el asco cese
para que el desconcierto de los menos se vuelva
certeza y aparezcan los que hoy no comparecen
esgrimiendo su cara personal, una huelga,

una víctima, un jueves, un hombre torturado,
un muerto inolvidable, una mujer violada,
un asunto pendiente, o esgrimiendo un pecado
hasta morir. Doy fe: mis versos no son nada.

Pero he vivido. He sido, de los más, un ingenuo
cantor salido al mundo con unas pocas fotos,
un libro, unas memorias escritas en cuadernos
que hablan de mí. La Historia la están haciendo otros.

Ni siquiera quería saber de nuestros muertos,
sus nombres, ni sus días en qué fecha acabaron.
Facturé dos valijas en el triste aeropuerto
como si en ellas fuera mi corazón cerrado.

Yo había estado viviendo, metafísico y lento,
sin entender gran cosa de lo que sucedía;
pensaba que rimando dolor con sufrimiento
conjuraba la secta soldado-policía.

Llegué a España en septiembre, pensando que Pacheco
de embajador, sirviente de nuestros enemigos,
seguía siendo el objeto de mi canción: no tengo
más que una voz y un fuerte corazón por testigo.

Y por cierto de nada sirvió. La inteligencia
española y mi fama de cantor peligroso,
en una España nueva convertida en Audiencia,
me hicieron prisionero, culpable por culposo.

Y es que no era Pacheco mi enemigo, ni era
yo portador de nada más que de mi conciencia
y en mi conciencia estaban y todavía me esperan,
la voz de nuestro Pueblo, su ardor y su inocencia.

La Justicia no es prenda que conquisten algunos
para multiplicarla como pan milagroso.
La Justicia es trabajo, es coraje y ayuno,
Amor y Luz que encienden los Pueblos victoriosos!

No hemos triunfado, es cierto. Yo triunfé mucho menos;
como cantor no he sido más que un hombre famoso,
discográfico, turbio en el error, un trueno
mal afinado, a veces un trueno estrepitoso.

Pero el Uruguay nuestro, el Uruguay de Artigas,
se alzará entre los sables que hoy son de oro macizo,
y esto será muy pronto, no porque yo lo diga
sino porque lo dice nuestro Pueblo insumiso.

Una vez más he visto que de protagonismo
se acaba mucha gente; que es pura burguesía
pensar que los caminos que van al socialismo
comienzan en un libro, un grupo, una teoría.

Cualquier paisano sabe que cuando es necesario
ganar un "bueno", el resto se puede dar sin nada,
pero han de conocerse las cartas del contrario
y tener en la mano la flor amartillada.

Los que estamos afuera, compañeros, sufrimos.
El partido se juega y nosotros sabemos
lo que hay que saber; nunca "nos fueron" ni "nos fuimos"
y jugaremos juntos "el bueno de los buenos".

Somos muchos en Francia, en Holanda, en España.
Yo les escribo ahora en tierra mexicana,
pero estos versos nacen allí donde la entraña
de nuestro Pueblo, engendra la Historia de mañana.

Hace poco que "Pedro" se murió en Nicaragua.
Ayer mismo llegaron los diarios clandestinos
del Uruguay. Hoy lunes, la ciudad de Managua
me recibe y me extiende la mano de Sandino.

Y es que desde el pasado viene un hilo de sangre,
sube desde el otoño al puño del verano.
En el miedo y la ira, en la muerte y el hambre
la vida está sembrando nuestro triunfo cercano.

Volveremos los idos y los recién llegados,
uruguayos nacidos en otras primaveras,
que traen en los ojos sus pájaros pintados,
la certeza de luz, puntual, que nos espera!

México - Managua febrero 1980.
(Publicado con el disco Textos políticos, de 1980)





sábado, 25 de abril de 2020

Clases sociales y sacos de patatas

En el final inacabado de El Capital, pese a haber sido un elemento clave en toda su enorme obra, Marx nos sorprende haciéndose la pregunta: ¿qué es una clase? Su intención era sin duda culminar su análisis del capitalismo con el de quienes estaban llamados a ser sus enterradores, la clase obrera.

Este libro es una crítica de la economía política, y por ello un estudio profundo sobre la estructura del capitalismo. No fue escrito por la pura curiosidad de un investigador, sino para mostrarnos la necesidad de superar esta formación económica que ya entonces amenazaba con destruir "los dos manantiales de toda riqueza". El primer manantial, la tierra, carece de voluntad (aunque el pensamiento gaiano se la atribuya metafóricamente). Sólo el segundo, el trabajador, puede poseerla, si toma conciencia y la transforma en voluntad y actuación.

La "clase en sí" es un grupo humano que comparte su realidad y su actividad. Solamente si llega a adquirir conciencia de ello e inicia una práctica conducente a una acción común llegará a ser "clase para sí".

Estos conceptos de "clase en sí" y "clase para sí" pueden resultar jerga hegeliana si no se ilustran con ejemplos que cualquiera pueda ver. Para eso la metáfora de Marx en el Dieciocho Brumario muestra plásticamente la desconexión entre los campesinos, unidos por su realidad pero aislados en sus parcelas, comparándolos con las patatas que comparten un saco.

Para la clase obrera del siglo XIX el factor unificador que podía crear conciencia de clase ("para sí") era el carácter de labor colectiva compartida en las fábricas y la convivencia en los barrios obreros. Nunca fue fácil la acción común, pero mientras el campesino trabajaba y vivía aislado en su parcela ellos compartían espacios y comunicación. Siendo los productores de valor eran también los antagonistas en cuyas manos estaba el destino del capital.

La conciencia de clase era la única posibilidad activa de crear conciencia de especie ("el género humano..."), aunque no se expresara entonces en esos términos (hoy podemos hablar más ampliamente de conciencia planetaria). Esto lo vio muy pronto el pensamiento socialista. Por eso se dijo que la clase obrera era la única que, "liberándose a sí misma, podía liberar a la humanidad".

Luego el devenir histórico siguió otros derroteros. La lucha de clases, que nunca termina, los experimentos socialistas, en parte exitosos y en parte fallidos, los aciertos y errores, y el indeterminismo siempre presente, han acabado en buena parte del mundo con la clase obrera como "clase para sí". Los trabajadores son hoy muchos más que nunca, pero ahora andan desparramados, aislados como aquellas patatas del saco, separados en sus actividades por el nuevo modo de producir del capitalismo globalizado. Y separados también por un ruido mediático que ensordece su comunicación, como el ruido de motores que ha vuelto sordas a las ballenas.

La vieja clase obrera ya es una reliquia del pasado, pero el capitalismo parasitario, incapaz ya de ascender, se pudre. Los gérmenes de una nueva clase de productores asociados están ahí, a medida que el sueño de prosperidad de unas clases medias que amortiguaban el conflicto se desvanece. Termino con esta cita final del artículo que sigue:
Puede que la clase todavía no esté, pero la lucha de clases ya está. Siempre está. Debemos ganarla, porque en cierto sentido nos lo jugamos todo. Los elementos para conseguirlo y para fundar una sociedad mejor están ahí, están aquí. Nuestra esperanza por tanto no es vana, es una esperanza informada. Podemos demostrar que es posible ganar, pero la victoria no está predeterminada. Es necesario, entonces, tomar partido.
Fotografía de Álvaro Minguito





















X. López

En las últimas tres décadas el capitalismo ha conquistado hasta el último rincón del planeta. Los partidos, sindicatos o Estados que en principio se oponían a ese avance ya no existen, están en sus horas más bajas o se han integrado completamente en la lógica capitalista. El fascismo asoma de nuevo la cabeza, esta vez sin ser la respuesta a una amenaza revolucionaria. Los límites internos del capitalismo no llevaron a su derrumbe, sí a hacer de la crisis y la precariedad la nueva normalidad. El cambio climático nos acerca a los límites externos, absolutos, del capitalismo: nuestro presente son las extinciones incontroladas, los efectos meteorológicos extremos, pérdidas de cosechas, la subida del nivel del mar, las migraciones masivas. Nuestro futuro cercano, si no lo evitamos, puede ser la desaparición de la civilización humana compleja en la Tierra.

Un relato socorrido a la hora de explicar esta victoria total del capitalismo es el de la ausencia de la clase. Los éxitos del siglo XX estaban basados en una visión, un programa, una organización de clase. Su declive coincide con nuestra derrota, y con la victoria de nuestro enemigo. Las explicaciones pueden ser más o menos afortunadas (normalmente menos: traiciones, conspiraciones, el socorrido comodín del posmodernismo…), pero la coincidencia temporal tiende a sugerir a muchos una conexión causal.

Este me parece un problema real, importante, pero la explicación funcional que acabo de caricaturizar es insuficiente. Que un proceso haya beneficiado a las clases dominantes no significa que haya sido causado conscientemente por ellas, o como mínimo no únicamente. Ante este tipo de situaciones intento aplicar un punto de vista que me parece fundamental: el fracaso de un único grupo de personas puede explicarse por sus características personales; el fracaso de muchos grupos diferentes, en situaciones y lugares diferentes, no puede explicarse así. Es poco probable que el colapso del bloque socialista, los partidos comunistas históricos, los sindicatos de masas y en general de la vigencia del marxismo como teoría revolucionaria hegemónica se pueda explicar principalmente por quién tomó qué decisión en qué reunión, o qué agencia de espionaje financió a qué autor posestructuralista para dinamitar el marxismo desde dentro. No es que estas cuestiones sean del todo irrelevantes, pero está claro que aquí opera una tendencia de época que va más allá de la voluntad personal de cada uno. Las famosas circunstancias con las que nos encontramos directamente, fuera de nuestro arbitrio, en las que hacemos nuestra propia historia. La ausencia aparente de la clase en el siglo XXI es una tendencia de ese tipo, y así tenemos que intentar comprenderla.

Como preludio voy a recordar un pasaje de Marx en su Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte que debería ser más conocido. Quizás está, como decía Sacristán sobre los pasos de la fractura metabólica en El Capital, escondido a simple vista, esperando la época en la que pueda ser leído más productivamente. Al referirse a la base social de Bonaparte, los campesinos franceses de mediados del siglo XIX, Marx dice que «los campesinos parcelarios forman una masa inmensa, cuyos individuos viven en idéntica situación, pero sin que entre ellos existan muchas relaciones (…). La parcela, el campesino y su familia; y al lado otra parcela, otro campesino y otra familia. (…) Así se forma la gran masa de la nación francesa, por la simple suma de unidades del mismo nombre, al modo como, por ejemplo, las patatas de un saco forman un saco de patatas» [1]. Sigue un poco más adelante: «En la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, por sus intereses y por su cultura de otras clases (…) forman una clase. Por cuanto existe entre los campesinos parcelarios una articulación puramente local y la identidad de sus intereses no engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna organización política, no forman una clase» [2].

La contraposición, superficialmente contradictoria, es clara: existe una dimensión de la clase social, relacionada con la forma en la que un grupo de personas viven, sobreviven, y en general reproducen su existencia, que les define como clase. En ese sentido son una clase. Pero si no pasan de ahí, si no se organizan como tal, si no defienden sus intereses de forma colectiva, entonces no son una clase. Esto puede verse como una pequeña elaboración de los conceptos de clase en sí y clase para sí, algo más comprensible por ilustrarse con campesinos y sacos de patatas y no con jerga hegeliana. Aquí los campesinos serían una clase en sí, porque objetivamente comparten una forma de vida, una relación con los medios de producción, unos intereses. Pero no serían una clase para sí, porque no han tomado conciencia de ser esa clase, no la han formado como tal, no se han organizado para enfrentarse a la clase o clases con intereses opuestos a los suyos.

Me aventuro a decir que históricamente se ha pecado por exceso a la hora de presuponer que la existencia de la clase en sí, de la categorización de clase, debía llevar más o menos automáticamente a la existencia de la clase para sí, de la formación de clase. Hay al menos dos factores, en principio opuestos, que han convergido para fortalecer este prejuicio. El primero es la idea de que la naturaleza de la clase trabajadora de hecho alentaba ese proceso. A diferencia de los campesinos los trabajadores se concentraban en grandes números en las fábricas, en las ciudades. Un campesino parcelario trabajaba solo en su terruño, pero el trabajo capitalista era en esencia social, colectivo. El propio desarrollo capitalista no podía evitar crear la clase de sus enterradores, porque no podía evitar la centralización y concentración de las fuerzas productivas, la socialización, encuentro y explosión de los obreros. Cuestión de tiempo y presión, la historia estaba de nuestra parte. Sería pues una forma de determinismo económico. No sin su base, claro, no una alucinación sin sentido; había de hecho cierta tendencia objetiva en ese sentido.

El segundo factor es una división demasiado limpia entre la clase como realidad material y la clase como conciencia. Por una parte estaría la clase como realidad social, empírica, cuantificable. Es obrero quien no tiene medios de producción y patrón el que sí. Evidente, quién podría negarlo. Por otra parte estaría la conciencia de esa situación, de su dimensión histórica, de sus implicaciones, de las causas últimas de las penalidades que provoca. Este conocimiento puede adquirirse, no sin esfuerzo, para luego llevarlo al resto de interesados. Aquí, otra vez, creo que hay un poso de realidad: es cierto que la sociedad de clases y su división del trabajo suele hacer que el razonamiento teórico sobre la situación propia o ajena, el razonamiento teórico en general, sea parcela de una minoría relativa. No todo el mundo tiene los medios o el tiempo para estudiar durante años, para publicar lo que escribe, para participar en un debate prolongado sobre su trabajo. Esto es terrible, parte de la situación contra la que luchamos. Quizás hoy menos cierto que nunca, pero cierto como tendencia durante toda la historia.

El problema, sin embargo, no es la naturaleza del trabajo teórico en la sociedad de clases, sino ver la conciencia de clase como algo que existe de manera externa y sincrónica a la propia clase. Esto alimentaría la tendencia a ver el resultado como algo dado, la tarea pendiente como la unión de dos partes ya existentes. No niego que la teoría tenga su autonomía, que el estudio y el razonamiento sobre un fenómeno social pueda aclarar problemas sin que estos tengan que resolverse única y exclusivamente por la actividad espontánea y no mediada de la clase (en sí). Esto es solo el reverso espontáneo del fetiche teórico. Lo que planteo es que esta división nos desarma cuando la clase se queda como saco de patatas, cuando el avance consciente no ocurre. ¿Por qué nadie toma conciencia de su situación? ¿Se han vuelto todos imbéciles? Éste es terreno fértil para el recurso a las teorías de la conspiración, a la debilidad del sujeto como explicación que no explica nada.

La perspectiva de autores como E. P. Thompson o Ellen Meiksins Wood puede ayudarnos a la hora de salir de este atolladero. La relación con los medios de producción y las categorías de clase a las que lleva son importantes porque «establecen antagonismos y generan conflictos y luchas (…) que moldean la experiencia social» [3]. Esta lucha de clases es determinante no porque «la clase sea la única forma de opresión o siquiera la fuente más frecuente, sino más bien a que su terreno es la organización social de la producción que crea las condiciones materiales de la existencia misma. (…) La clase entra en escena cuando el acceso a las condiciones de la existencia y a los medios de apropiación se organizan como clase, es decir, cuando algunas personas se ven obligadas sistemáticamente a transferir la fuerza de trabajo excedente a otros» [4]. Esta separación de clase es fácil de observar. Es también fundamental, como explica brillantemente Meiksins Wood. El problema es que esto no lleva por sí mismo a la formación de clase, a la clase para sí. Repetir insistentemente que las clases existen o que son importantes no ayuda demasiado, y de hecho Marx repitió en varias ocasiones que el concepto de clase no era invención suya. Lo complejo es iluminar el tránsito entre la categoría social y la organización, el proceso estructurado que forma la clase, y ahí y no en otro sitio se podrá medir el valor de un análisis o propuesta estratégica.

Propondré ahora una hipótesis de trabajo sin ofrecer demasiadas pruebas de su coherencia. Por motivos de espacio, sobre todo, pero también porque al hacer esto se suele parecer más inteligente de lo que en realidad se es.

Nuestra situación actual se parece más a la del siglo XIX que a la del siglo XX, al periodo de formación histórico de la clase trabajadora. La clase trabajadora, en el sentido de categoría primaria, existe, claro. Y es determinante. Pero desde hace ya tiempo no existe como formación, como «unión nacional, organización política». Esto no se debe a un error, a la estupidez, a ninguna conspiración. Se debe en primer lugar a los cambios gigantescos en la realidad económico-política que han ocurrido en los últimos cuarenta o cincuenta años. La deslocalización de la producción, el fin del fordismo, el perfeccionamiento del dominio neocolonial mediante procesos en apariencia puramente económicos, los nuevos modos de socialización, la destrucción del tejido asociativo, el colapso de los referentes políticos anticapitalistas (socialistas, comunistas) hegemónicos vigentes durante varias generaciones. Todo esto ha sido más que suficiente para dar un golpe durísimo a esa organización política que define a una formación de clase. No desaparecen las luchas, la conflictividad, los intereses contrapuestos más que evidentes (por usar una frase de E. P. Thompson, «la lucha de clases sin clase»), pero viniendo de las cumbres del siglo XX y con los retos gigantescos y terribles que tenemos delante, es fácil notar un vacío, una carencia.

Sin embargo todavía quedan algunas fuerzas de resistencia en el ser humano. En los últimos años hemos visto el auge del movimiento contra el cambio climático, el de la lucha por la vivienda, los primeros pasos de un nuevo sindicalismo para nuevas formas de explotación, el ascenso meteórico —casi improbable— del movimiento feminista. La organización, en fin, de las luchas fuera de las instituciones, pero también las convulsiones en el terreno de los partidos institucionales por parte de aquellos que buscan una nueva representación. Si damos por buena la hipótesis novecentista esto sería, literalmente, parte del proceso de formación de una clase. No una copia exacta de la clase obrera anterior, claro, sino una clase formada en nuestra situación. No una clase que se tenga que formar necesariamente, sino una clase que puede formarse. No una clase que esté esperando a recibir su conciencia ya formada, sino una clase en proceso de formarla. No una clase que tenga que comenzar todas sus luchas de cero, sino una clase que pueda tener memoria de sus luchas pasadas y vuelva para vengar a sus muertos.

¿Qué elementos podrían ser esenciales para continuar la crítica de la economía política en este siglo?

Las mujeres del mundo se han levantado. Ya no volverán a sentarse. Su perspectiva, lo específico de su opresión, ya no podrá ser nunca más un apéndice, una tarea pendiente para después de la revolución. De hecho parece cada vez más claro que serán ellas las que lleguen antes que el resto a esa revolución.

El capitalismo amenaza con destruir «los dos manantiales de toda riqueza: la tierra y el trabajador» [5]. Por fin está tocando la hora solitaria de los límites externos a la acumulación de capital, las barreras absolutas. No hay capitalismo en un mundo devastado, pero tampoco podría haber comunismo. La historia ha enfrentado a muchos grupos humanos a crisis existenciales, de las que algunas veces no han salido. Ahora hemos llegado, quizás, a la última crisis existencial, que nos afectará a todos aunque lo haga de forma asimétrica.

La vida más o menos asegurada del trabajo fijo, casa en propiedad y jubilación tranquila se muestra poco a poco como el brevísimo paréntesis histórico que fue —un tenue pacto social— fruto de las luchas en el primer mundo y el terror a la amenaza socialista, financiado con la generosidad de espíritu del que tiene que reconstruir después de la guerra para evitar un mal mayor. Un enclave temporal de bonanza relativa en el polo de acumulación capitalista mundial, levantado sobre el trabajo de miles de millones. Ahora las barreras, que antes eran límites, ya no se pueden superar. No hay a dónde ir, a quién conquistar, y aquí nos vamos cociendo poco a poco. La nueva normalidad es la precariedad, los sueldos de miseria, el hacinamiento en pisos propiedad de los fondos buitre, el aterrizaje de emergencia en el reino de la plusvalía absoluta desde los cielos de la plusvalía relativa. Unos pocos, cada vez menos, engordarán cada vez más gracias a las rentas del resto. Pero el capitalismo parasitario yo no asciende, se pudre; Adam Smith se revuelve en su tumba.

Esto puede que valga para empezar. Lo importante es no conformarse con la crítica superficial, el cinismo lleno de sí mismo. Hay que ir al fondo de nuestros problemas, ser radicalmente contemporáneos. Habrá, como siempre tiene que haber, limitaciones, errores y vueltas a empezar. Señalémoslos, superémoslos, pero solo a través de la participación y la investigación en profundidad. Quizás esa actitud sea una de las más valiosas de la tradición marxista: Marx se consideraba discípulo de aquellos a los que criticó más productivamente, no es contradictorio. Puede que la clase todavía no esté, pero la lucha de clases ya está. Siempre está. Debemos ganarla, porque en cierto sentido nos lo jugamos todo. Los elementos para conseguirlo y para fundar una sociedad mejor están ahí, están aquí. Nuestra esperanza por tanto no es vana, es una esperanza informada. Podemos demostrar que es posible ganar, pero la victoria no está predeterminada. Es necesario, entonces, tomar partido.

X. López (@SeoirseThomais) es miembro de Contra el diluvio.

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Notas

[1]    Marx, K., (1974), El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Moscú, Progreso, p. 99.
[2]    Ibíd., p. 100.
[3]    Meiksins Wood, E., (2016), Democracy Against Capitalism. Londres, Verso, p. 82.
[4]    Ibíd., p. 108.

[5]    Marx, K., (2017), El Capital, libro primero. Madrid, Siglo XXI, p. 585.