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Reflexiona Manuel Cruz sobre el hecho habitual de que los ciudadanos dejen de justificar sus preferencias electorales en términos programáticos, manifestando su acuerdo con una determinada propuesta de medidas o con el modelo de sociedad que consideran deseable, para pasar a hacerlo en términos casi exclusivamente personales, poniendo sus esperanzas en personas que “les inspiran confianza”, “parecen honrados”, “ transmiten ilusión”...
Planteadas las cosas en términos personales y descalificando luego en sumarios términos moralistas, se corre el serio riesgo de que tales argumentos acaben volviéndose, como un bumerán, contra quienes los lanzaron. De ahí la debilidad del argumento, que tantas veces desemboca en un inefectivo "y tú más". Al final, si "todos son iguales", es imposible cambiar nada.
En el pasado se confiaba el voto a un partido por los ideales que postulaba y por las políticas que proponía. La decepción ante el comportamiento de un candidato no alteraba las convicciones. Era la decepción por un incumplimiento programático que, como mucho, movía a exigir la sustitución de quien hubiera faltado a sus promesas por alguien dispuesto a cumplirlas.
Pero la decepción personalizada adoptará un carácter muy diferente al análisis abiertamente politizado, y se presentará en términos de desencanto. Denuncia el autor esta desafección como un recurso cómodo de quienes están poco dispuestos al compromiso fuerte y hallan así una justificación de apariencia convincente que legitime su desvinculación de un proyecto que antes apoyaron.
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El artículo de Constantino Bértolo, más concreto en su análisis político, apunta al mismo riesgo. Es al sistema (ya no hace falta ponerle adjetivos) al que hay que apuntar, repolitizando la argumentación, porque en caso contrario, los árboles de la corrupción nos impedirán ver el bosque de la política.
El humo no es causa, sino efecto. Los extintores contra incendios lo expresan claramente en sus instrucciones: "diríjase el chorro a la base de las llamas".
El desencanto que viene
Las fuerzas políticas alientan entre los ciudadanos un compromiso con los candidatos y no con los proyectos. Este vínculo débil es una invitación a que los votantes caigan en la frustración a la menor contrariedad
(...)
La decepción no afectará esta vez a la democracia, sino a la confianza en regenerarla
En efecto, la espectacularización de la vida pública ha consagrado el
desplazamiento de la atención de la ciudadanía desde las políticas a
los políticos. Se ha convertido en completamente habitual que los
ciudadanos hayan dejado de justificar sus preferencias electorales en
términos propiamente programáticos, esto es, manifestando su acuerdo con
una determinada propuesta de medidas o con el modelo de sociedad que
consideran deseable, para pasar a hacerlo en términos casi
exclusivamente personales, tales como “X me inspira confianza”, “Y
parece honrado”, “Z transmite ilusión” y similares.
Semejante desplazamiento, lejos de constituir un signo de nuestro
tiempo irrelevante, banal o exento de conclusiones, merece ser
considerado como una auténtica bomba de efectos retardados. Hacer
descansar el peso de la propia opción política en una dimensión
subjetiva, convirtiendo la participación en lo colectivo en mero consumo
de los valores personales que expresan los políticos, implica consagrar
una idea del compromiso de los ciudadanos con la cosa pública
extremadamente frágil y vulnerable. Si comparamos este tipo de vínculo
con el que era más habitual hasta hace no tanto, se comprenderá mejor lo
que estoy intentando señalar.
Al elector que en el pasado confiaba su voto a un determinado partido
por los ideales globales que postulaba y por las políticas concretas
que proponía, la hipotética frustración ante el comportamiento de un
determinado candidato al que había apoyado no le llevaba a alterar sus
convencimientos de fondo. La consideraba una mera decepción por un
incumplimiento programático que, como mucho, le movía a exigir la
sustitución de quien hubiera faltado a sus promesas por alguien que sí
estuviera dispuesto a cumplirlas.
Pero cuando las cosas se plantean en términos personales
(subsumiendo, como dije, la política en los políticos) y, por añadidura,
se descalifica a todos ellos en sumarios términos moralistas (por su
condición de casta, por ejemplo), se corre el serio riesgo de que tales
argumentos acaben volviéndose, como un bumerán, contra quienes tan a la
ligera los lanzaron. El eco obtenido en las últimas semanas por el goteo
de noticias que daban cuenta de determinadas contradicciones personales
de algunos de estos políticos emergentes constituye, al margen de la
evidente intencionalidad política de las presuntas denuncias, un serio
aviso del tipo de efectos a que acaba dando lugar una determinada lógica
discursiva.
Quienes se apoyan en el personalismo corren el peligro de ser sus primeras víctimas
Porque en el instante en el que esta otra decepción personalizada se
produzca, de manera necesaria habrá de adoptar un carácter muy diferente
al abiertamente politizado que acabamos de comentar, y se presentará en
unos términos que a algunos habrán de resultarles lejanamente
familiares, esto es, en términos de desencanto. Esta específica forma de
desafección respecto a lo político siempre fue un recurso cómodo para
ciudadanos poco dispuestos a un compromiso político fuerte y, por tanto,
necesitados de una justificación de apariencia convincente que
legitimara la rápida desvinculación de su apoyo anterior a un
determinado proyecto (el término se puso de moda a partir del estreno
¡en 1976! de la película de Jaime Chávarri del mismo nombre, cuando tan
poco había de lo que estar desencantado).
Por añadidura, la apelación al desencanto parece orlar a quien la
plantea de una dimensión ética, de una expectativa ilusionada de
honradez, de cuya frustración el político presuntamente nuevo sería por
definición el absoluto responsable. La argumentación es, sin duda, falaz
y constituye un obsceno ejercicio de ventajismo moral por parte de
quienes se acogen a ella. Pero tal vez más importante que denunciar
tales razonamientos sea dejar constancia de la responsabilidad de las
fuerzas políticas que en el fondo los están alentando con sus actitudes y
sus discursos.
El desencanto que viene no será, como el original (el de la
Transición), respecto a la democracia misma, sino respecto a las
promesas de regenerarla empezando desde cero y, sobre todo, respecto a
quienes se presentan hoy como los únicos en condiciones de cumplir tan
virginal promesa. Porque los mismos que han planteado su proyecto en
términos fuertemente personalistas y vaporosamente políticos corren el
peligro de acabar siendo víctimas del tipo de vínculo que, con tales
actitudes, habrán establecido con los ciudadanos. Un vínculo débil y
volátil en extremo, basado en la sintonía emocional y carente de
contenidos teórico-políticos definidos (a fin de cuentas, afirmar, como
gustan de hacer algunos en los últimos tiempos, que lo importante no son
las etiquetas ideológicas —“recurso de trileros”, acabamos de saber—
sino resolver los problemas de la gente, está asombrosamente cerca del
tan denostado en su momento “gato negro, gato blanco, lo importante es
que cace ratones”). Un vínculo incapaz de soportar la menor contrariedad
de lo real. En suma, toda una invitación a sus propios votantes para
que, a las primeras de cambio, abandonen el barco de la presunta ilusión
por la escotilla de emergencia del desencanto.
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La
función de una fuerza revolucionaria no debería residir tanto en
condenar la catadura moral de corruptos y corruptores como en entender y
hacer entender las causas políticas que están detrás.
La corrupción lleva infinitos disfraces
Frank Herbert
Estamos en tiempos de indignación, de escándalo moral, de patio de
Monipodio y de pícaros mil y sinvergüenzas ni te digo. El paisaje se nos
ha llenado de cohechos, prevaricaciones, de mirar para otro lado, de
dineros opacos o de poner el cazo y otros gestos convenientes. España
parece estar en estado de procedimiento judicial, y de un mundo feliz de
presuntos inocentes hemos pasado a una democracia de presuntos
culpables. Los teóricos del asunto discuten acerca de si la corrupción
es epidemia reciente, si el virus viene de atrás o si ocurre simplemente
que el trasvase de competencias urbanísticas a los ayuntamientos puso a
hervir el caldo de cultivo con el derrame consiguiente. No faltan
incluso cínicos que afirman que la corrupción no deja de ser una forma
positiva de distribución de la riqueza y hay quien señala que si ahora
se le da tanto aire y luz es porque el Capital nuestro de cada día
necesita “recortar” también los altos niveles de corrupción para
reapropiarse de esos dos o tres puntos de la tasa de ganancia que
contabilizaba como gastos de gestión y relaciones públicas. Sea por lo
que sea lo que es evidente que la corrupción es hoy el tema que más
preocupa en España. Nada de extraño pues que sobre ella volquemos
nuestra mirada.
Entiendo sin embargo que no sería bueno que la corrupción no nos deje ver ni el bosque, es decir, el capitalismo rampante y sus matorrales, ni la tierra sobre la que crece y asienta: la propiedad privada de los medios de producción.
Entiendo sin embargo que no sería bueno que la corrupción no nos deje ver ni el bosque, es decir, el capitalismo rampante y sus matorrales, ni la tierra sobre la que crece y asienta: la propiedad privada de los medios de producción.
(...)
Porque corromper, al fin y al cabo y según el diccionario de la RAE, consiste en alterar y trastocar la forma de algo y eso en definitiva es lo que hace el Capital: trastocarnos en mercancía sometiéndonos a las leyes de un mercado que determina y fija nuestro valor de uso y vida según sea nuestra capacidad para incrementar las plusvalías de los que tienen el poder y la propiedad de decidir a quién sí y a quién no se les concede el llamado derecho al trabajo. Y porque lo que nosotros, los comunistas y las comunistas, no debemos olvidar hoy (ni ayer ni mañana) es que ese sometimiento es el hecho económico y político que nos corroe, marca, limita y corrompe. Sabemos que es necesario acabar con esa masa de corrupciones ilegales que nos insultan y atropellan, pero también sabemos que es necesario dar cuenta clara de esas otras corrupciones legales que de manera natural y cotidiana se desprenden del simple proceder del sistema.
(...)
La indignación moral está justificada y sin duda rasgarse las vestiduras es una táctica electoral eficiente, pero, aún en coyunturas como la actual en la que el horizonte electoral cercano ofrece una relevancia política que va más allá de lo cuantitativo, la función de una fuerza revolucionaria no debería residir tanto en condenar la catadura moral de corruptos y corruptores como en entender y hacer entender las causas políticas que están detrás de esas conductas o las relaciones sociales viciadas que hacen que la corrupción sea parte constituyente del capitalismo. Y si bien el momento político nos pide disponer energías y esfuerzos en la construcción de un proceso constituyente de cambio y transformación democrática, tampoco parece prudente olvidar que esa reclamación implica también la exigencia de una combativa política destituyente que acabe con toda forma posible, legal o ilegal, de corrupción y sometimiento.