El catedrático de Ciencia Política Fernando Vallespín escribe esto en el diario El País.
Este periódico, y no es el único que lo hace, suele conceder algún espacio a opiniones críticas con el sistema en que sobrenada cómodamente, siempre que esas opiniones no expliciten compromisos políticos concretos. Inteligente política que, cual hoja de parra, trata de encubrir su línea editorial y las crónicas tendenciosas de sus corresponsales, dando al medio un toque de ecuanimidad.
Lo que más me interesa destacar de este artículo es el resumen de conclusiones del libro de Piketty, mostrando cómo, en ausencia de un crecimiento ya imposible, la recuperación de la tasa de ganancia sólo puede hacerse con el incremento de la desigualdad, pues el sistema, como un obeso en huelga de hambre, necesita devorar sus propia reservas, que en este caso son el trabajo humano y el de la naturaleza.
Contra esto, la propuesta es situar en primer plano la justicia, entendida como redistribución. Y como las asimetrías de la riqueza son también asimetrías de poder, esa redistribución debe incluir al poder. Libertad e igualdad son las dos caras
de un mismo ideal, el ideal democrático, en el que hay que enmarcar los temas identitarios, y no al revés.
Eso requiere, en contra de los defensores del sistema, reconocer que lo que éste considera democracia es una mercancía averiada. "La llaman democracia y no lo es", porque la democracia, como la amistad, solo puede desarrollarse plenamente entre iguales.
Cuando la riqueza campa a sus anchas
La transigencia con la injusticia se ha convertido en uno de los problemas centrales de nuestro tiempo. Es imperativo buscar respuestas políticas y superar el retórico e indignado clamor que produce la situación actual.
A comienzos de los años setenta, uno de los temas centrales de las
ciencias sociales fue el de la igualdad. Todo el mundo empezó a
discutirlo con fruición a partir de una obra central de la filosofía
moral y política del siglo pasado, la Teoría de la justicia
(1971) de John Rawls. La aparición de Thatcher y Reagan y la
consiguiente hegemonía neoliberal contribuyeron a agudizar el debate,
aunque poco a poco, como resultado de toda una serie de críticas
comunitaristas a Rawls, se produjo un giro en la reflexión. El problema
dejó de ser la igualdad, y casi toda la energía académica pasó a
concentrarse sobre la diferencia. Por decirlo en términos popularizados
por N. Fraser, se pasó así del “paradigma de la distribución” al
“paradigma del reconocimiento”, y los departamentos universitarios se
llenaron de jóvenes ansiosos por desentrañar el multiculturalismo, el
feminismo, los derechos de los pueblos indígenas, los nacionalismos y un
largo etcétera. Ahí se centró también la discusión pública mundial.
Mientras tanto, la caída de los regímenes de socialismo de Estado, la
internacionalización de la economía y las nuevas tecnologías provocaron
enseguida un demencial capitalismo de casino. Pero los teóricos seguían
erre que erre haciendo su trabajo sobre la “política de la identidad”,
solo que ahora trasladada al mundo de la globalización. No es que estos
estudios carecieran de importancia, el problema es que los otros, los
que advertían sobre la aparición de nuevas formas de desigualdad
económica, pasaron a un segundo plano.
La crisis económica supuso el gran despertar a esta realidad
desdeñada. Y la política, reducida a su mero papel de gestora de un
sistema que ya no controla, hubo de enfrentarse a la indignación de
sectores ciudadanos que se encontraron con que compartían su soberanía
formal con otra fáctica ostentada por los mercados, los nuevos amos.
“Hayek había vencido a Keynes” (W. Streeck). Y la nueva agitación
política se centró en sacar a la luz esta contradicción: superados
ciertos límites, la ecuación de desigualdad y democracia se convierte en
un oxímoron.
Estábamos en esas cuando hizo su aparición estelar El capital en el siglo XXI
de Piketty, que puso negro sobre blanco el actual estado de cosas. Y lo
hizo de la única forma en la que en estos nuevos tiempos suele
presentarse cualquier “relato”, a partir de la cuantificación
estadística. Sus conclusiones principales son bien conocidas, pero
conviene detenerse en algunas de ellas. Las que aquí me interesan son
las siguientes.
1. La lógica asimétrica entre rendimientos del capital y crecimiento económico, la famosa fórmula r>g.2. La nueva revolución tecnológica no proporciona un incremento de la productividad similar al de la anterior revolución industrial o, lo que es lo mismo, el crecimiento económico de este siglo es inferior al de épocas anteriores. En parte también por el menor aumento de la población y por el poco espacio que queda para catch-up desde menores niveles de desarrollo, excepto en las economías emergentes.3. Como consecuencia de 1. y 2., y en ausencia de mecanismos políticos correctores, los titulares del capital se van quedando con una parte cada vez más amplia de un pastel que ya apenas crece.4. Por la desaparición de dichos ajustes políticos, capital y riqueza han destronado claramente al trabajo en importancia e influencia política y económica. El tan cacareado tránsito de capitalismo a meritocracia es un mito, la herencia sigue superando al talento como criterio distributivo.Y 5., todo lo anterior conduce a una contradicción central entre la promesa de igualdad de la democracia y una realidad capitalista marcada por una desigualdad económica radical, que clama por la introducción de nuevas medidas de política fiscal en el espacio global. No se ha producido una democratización del poder y la riqueza.
El aspecto de la obra de Piketty que tuvo más impacto fue la parte
empírica, el sorprendente arsenal de datos aportados para sostener sus
tesis, o si es viable o no el impuesto global a la riqueza que propone.
Más desapercibido ha pasado lo que impulsó a este autor a emprender su
magna investigación, el problema de la equidad. Como él mismo ha
reconocido, lo que le motivó a indagar sobre la desigualdad es la
justicia. El escrutinio que hace de la desigualdad es a partir de un
ideal normativo, la necesidad de que las distinciones sociales sólo
puedan “fundarse en la utilidad común”, como dice el art. 1 de la
Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789 con el que
abre el libro. Por tanto, Rawls y Piketty se tienden la mano y pueden
leerse ahora de forma complementaria, aunque el primero hubiera
preferido cambiar “utilidad” por “preservación de la igual dignidad de
todos”. La primera frase de la Teoría de la Justicia de Rawls
es bien elocuente: “La justicia es la primera virtud de las
instituciones sociales”, que prevalece sobre otras como la eficacia o la
estabilidad.
La obra del francés le hubiera entusiasmado a Rawls, aunque también
le hubiera puesto los pelos de punta. Le habrían encantado sus firmes
convicciones normativas; y lo que le habría horrorizado es la situación
de un mundo en el que la riqueza campa a sus anchas. Rawls propugnaba
que, idealmente, el grupo de los menos aventajados tuviera una especie
de derecho de veto sobre la distribución de los recursos sociales; su
acceso a un mayor bienestar debía ser el punto de referencia para
justificar la desigualdad. En la práctica nos encontramos, sin embargo,
con que dicho derecho de veto lo poseen quienes más tienen. En eso
consiste, en definitiva, el reconocimiento de que las decisiones
políticas nacionales deben ajustarse a los criterios dictados por los
mercados.
Es cierto que Rawls escribió su teoría en medio de los Gloriosos
Treinta, en pleno pacto social-democrático, mientras que la indagación
de Piketty parte ya de las condiciones de una sociedad globalizada, y
como buen economista no puede dejar de combinar justicia con utilidad.
Pero en unos momentos en los que el filósofo es expulsado de la ciudad
para entronizar en ella al estadístico, es refrescante toparnos con
alguien con capacidad de valerse de los datos para incorporarlos a un
cuerpo conceptual más amplio y facilitar así la colaboración
interdisciplinar. La tolerabilidad de la injusticia se ha convertido en
uno de los problemas centrales de nuestro tiempo, y se hace imperativo
poder reflexionar sobre ella más allá de la pura cuantificación o del
retórico clamor y la indignación por la actual distribución de la
riqueza. Oscilamos entre el cálculo y la emocionalidad, pero ¿dónde
dejamos la razonabilidad, lo cualitativo, la capacidad para conformar un
juicio adecuado de cuanto nos rodea, la ponderación de esos mismos
datos dentro de un orden de sentido?
Con todo, el asunto no es sólo de índole teórica o empírica. El
propio Piketty reconoce que las cuestiones que tienen que ver con la
justicia sólo podrán ser zanjadas mediante la deliberación democrática y
la confrontación política. O sea, por los ciudadanos, no por filósofos,
economistas o estadísticos, aunque cuanto más nos vayan desbrozando el
campo para esta discusión imprescindible tanto mejor. El problema es
que, como hoy vemos en Grecia, lo único que no parece ser discutible son
las pautas básicas del orden sobre las que se sostiene el sistema
económico, que goza de una gran capacidad de chantaje. Las asimetrías de
riqueza son también asimetrías de poder nos dice Piketty. Rawls lo
hubiera formulado de otra manera: libertad e igualdad son las dos caras
de un mismo ideal, el ideal democrático.
Estábamos en esas cuando los atentados de Charlie Hebdo y el
reverdecer de los nacionalismos han vuelto a arrojarnos a la prioridad
de la política de la identidad, amenazando con desplazar de nuevo la
discusión sobre la justicia social a un segundo plano. Hay que insistir
en evitarlo, entre otras razones, porque, en el fondo, ambos paradigmas
se sustentan sobre un sustrato común: la falta de respeto y el
reconocimiento. En unos casos debido a la marginación social económica,
en otros por diferencias identitarias, o por un entrelazamiento de las
dos. No nos queda otra que buscarle una solución a ambas.
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