Tengo la esperanza de que siquiera por egoísmo bien entendido esto vaya calando.
Una profunda revolución ética debe producirse, pero ineludiblemente ha de basarse en el conocimiento de la realidad. Ya no es posible para quien comprenda estos límites infranqueables sostener lo insostenible, ni seguir interpretando que "desarrollo sostenible" es lo mismo que "crecimiento sostenido".
Claro que (¡quién lo duda!) habrá personas y bienes que aún deben crecer, incluso en sentido material, pero ese crecimiento debe ser ampliamente compensado con el decrecimiento de lo que ya ha crecido demasiado.
¿Habrá que explicar por qué tantos somos anticapitalistas?
Y entonces, ¿qué somos?
Continuemos la batalla de las ideas.
Rebelión
Pareciera ser que agregar el adjetivo “sustentable” a las cosas las
hace ver inofensivas, que cuidan el medio ambiente y que son positivas.
Podríamos hablar de la “comida sustentable”, “agricultura sustentable” o
del “desarrollo sustentable”. En todos los casos la connotación que le
confiere esa adición es diferente. Para nuestro caso, podríamos también
hacerlo con el concepto de crecimiento y entonces tendríamos el
“crecimiento sustentable”. Vamos a detenernos aquí y a analizar en
detalle qué connotación deriva de esta utilización, su eventual
viabilidad y si es la receta que necesita el mundo para enfrentar las
diversas dificultades que atraviesa.
Lo primero que voy a sostener, y es desde el punto de vista literario, es que la expresión “crecimiento sustentable” constituye un verdadero oxímoron, es decir, se manifiestan juntos dos conceptos de significado contradictorio: el crecimiento no puede ser sustentable. El punto de partida para entender esto va a ser la Economía Ecológica, que estudia el problema entre la interrelación del sistema económico con el sistema natural.
Hablar de “crecimiento sustentable” es utilizar un artificio para
pretender solucionar nuevos problemas con viejas teorías. Éstas
constituyen hoy el mainstream en teoría económica, y tienen su raíz
conceptual en un mundo completamente diferente al nuestro. Pensar el
nuevo mundo bajo una concepción que ya no tiene correspondencia, puede
ser uno de los primeros cambios intelectuales que debamos realizar.
El mundo en el que se desarrollaron esas teorías era el “mundo vacio”,
según Herman Daly o la “Economía del Cowboy” según Kenneth Boulding, y
corresponde a toda la historia hasta unos cincuenta años después de la
revolución industrial. Hasta este punto, los problemas medioambientales
eran locales y de pequeña escala. Conforme los avances científicos
permitieron un boom demográfico sin precedentes, el mundo se fue
llenando y la “frontera” a la cual uno podía siempre escapar si las
condiciones de vida eran inadecuadas dejó de existir porque ya se
encontraba habitada por otras personas, y entonces había que empezar a
convivir con los problemas consecuentes de la degradación ambiental.
En este contexto, es entendible que la ciencia económica se haya concebido sin pensar en el medio ambiente en absoluto, sin importar si el tinte ideológico era marxista, keynesiano o
neoliberal. Hoy día, la escala de los problemas ocasionados por la
contaminación no puede ser negada y son más que evidentes. El mainstream
en economía no puede dar una solución de fondo a ello porque aún tienen
en su concepción un modelo que no se corresponde con la realidad
actual. El problema que de aquí se deriva es que realizar
razonamientos bajo premisas erradas conducirá a alternativas que no
solucionarán el problema, a menos que se piense en un nuevo modelo.
El modelo clásico al cual hago referencia es aquél que se encuentra en
todos los textos y cursos de economía y es el del flujo circular de la
actividad económica. El mismo, muestra de manera simplificada las
distintas interrelaciones entre los agentes económicos: las familias,
las empresas y el Estado. Cualquier cosa que ocurra fuera de este modelo
es una externalidad, algo que descompensa el equilibro y produce
ineficiencia económica. El ejemplo clásico de una externalidad negativa
es la contaminación. El lenguaje mismo indica que una “externalidad”
se encuentra fuera de las condiciones de borde del modelo y se lo debe
entonces “corregir” . Los economistas Pigou y Coase se han esforzado
por esbozar estrategias que internalicen los costos, sin embargo,
aunque útiles si son bien aplicadas, no contribuyen a dar con el
problema en su esencia.
Existen dos maneras de pensar al medio ambiente: como un obstáculo, tal como ocurre hasta el presente, o como una condición de borde.
La economía ecológica adopta un modelo según el segundo enfoque,
basándose en los principios de la Termodinámica, y explica que la economía es un subsistema abierto perteneciente al sistema cerrado Tierra. Un sistema cerrado es aquel que importa y exporta energía solamente,
mientras que la materia circula dentro pero no fluye a través de él. Por
lo tanto, se trata de un sistema finito, de crecimiento cero y
materialmente cerrado, aunque abierto a la energía solar.
Puesto en estos términos, se concibe entonces que la economía neoclásica
se ve a sí misma como un todo. El sistema se puede expandir en el
vacío, sin ningún costo ni consecuencias por seguir creciendo. La
economía ecológica define al crecimiento como el aumento cuantitativo de
las dimensiones físicas del subsistema económico y/o de la corriente de
residuos producida por éste. Si la economía es el todo, puede crecer infinitamente porque no tiene frontera. Pero el Primer Principio de la Termodinámica
nos dice que no podemos crear algo de la nada, por lo que toda
producción humana debe estar basada en recursos provistos por la
naturaleza. Estos recursos son transformados en el proceso productivo en
algo que los humanos puedan darle algún uso, y esa transformación
requiere trabajo. También nos asegura que cada residuo que se produzca
no podrá desaparecer y permanecerá en el sistema. El Segundo Principio, llamado también la “Ley de la Entropía”, nos dice que cualquier
recurso que transformemos en algo útil va a desintegrarse, decaer,
romperse o disiparse, en algo menos útil, volviendo en forma de residuo
al sistema que generó dicho recurso.
Bajo estos dos principios, el economista Georgescu-Roegen, nos invita a pensar a la economía como un “sistema
ordenado para transformar materias primas y energía de baja entropía en
residuos y energía no disponible de alta entropía, proveyendo al hombre
de un flujo psíquico de satisfacción en el proceso”. La entropía aquí debe ser entendida como la calidad del recurso y su disponibilidad para ser aprovechado por el hombre.
Se deduce a partir de esta interpretación, que pensar la economía como
un flujo lineal es el modelo más abarcativo y representativo de la
realidad que necesitábamos, ya que incluye en su génesis la
explotación de los recursos naturales y la consecuente generación de
residuos que se produce en todas las etapas del ciclo de vida de un
producto. Enseñar a los futuros tomadores de decisiones que la
economía se comporta según el flujo circular es un pecado intelectual y
académico, ya que es lo mismo que profesar la existencia de una máquina
de movimiento perpetuo e ignorar el agotamiento de los recursos y la
contaminación.
Según lo expuesto, el crecimiento no puede ser sustentable si apelamos a la definición provista por la economía ecológica,
ya que tiene un límite físico impuesto por el mismo sistema natural.
Por eso es que el Informe Brundtland utiliza tan sabiamente el término
“desarrollo sustentable”. Mientras que el crecimiento tiene un techo, el desarrollo no, y este sí puede ser infinito, ya que según H. Daly es una “mejora cualitativa en la capacidad de
satisfacer necesidades y deseos sin un aumento cuantitativo de las
entradas/salidas de materia/energía, a través de la economía, por encima
de la capacidad de carga del sistema Tierra”.
El mismo autor
ha propuesto realizar una transición de una economía basada en el
crecimiento físico y en el estancamiento moral a una economía basada en
el equilibrio físico y el perfeccionamiento moral, llamada "economía de estado estacionario". Expresó que este cambio debe ser realizado voluntariamente antes de
que nos veamos obligados a hacerlo. Este planteo teórico no es
inconcebible desde el punto de vista lógico, aunque sí pueda representar
una imposibilidad política. No obstante, confía en que los políticos se
den cuenta que deben empezar a regular el crecimiento mismo, en lugar
de ocuparse sólo de los subproductos del crecimiento.
Se
escucha hablar frecuentemente en los discursos de políticos y en las
recetas de los economistas que el crecimiento económico es lo que
necesita un país para mejorar la calidad de vida de las personas y
reducir la brecha entre ricos y pobres. La promesa del crecimiento es la prosperidad para todos sin sacrificio para nadie.
Es ineludible pensar que en un mundo donde persisten necesidades
absolutas no satisfechas entre los pobres se requieren medidas basadas
en la redistribución más que en el crecimiento. Pero en este caso sí
debería haber sacrificio de algunos.
Es claro, entonces, que el
salto esencial que hay que dar está en el plano de las ideas y los
conceptos para poder pasar luego al de las acciones adecuadas. Pensar en
una sociedad que transite la historia con respeto a todas las formas de
vida es imposible si medimos la calidad de vida en base a artículos
superfluos de todo tipo que la sociedad del consumismo nos hace creer
que son indispensables, que tienen una vida útil planeada de pocos años,
que dependen exclusivamente de combustibles fósiles y minerales
agotables, y que nuestra felicidad depende no del valor de uso del bien
sino de su valor de status, como lo señaló Thorstein Veblen en el siglo
XIX. Los bienes que nos dan el status satisfacen necesidades llamadas
relativas, o según Keynes: “aquellas que sólo experimentamos si su
satisfacción nos eleva por encima de nuestro congéneres”. Éstas mismas
son por su naturaleza insaciables.
Después de 41 años de la
Cumbre de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente Humano, las mejoras
absolutas son escasas y la esperanza en que la tecnología vaya a
resolver todos los problemas parece ser una posición extremista basada
más en la fe que en perspectivas fundadas. Si la propuesta final es el
“crecimiento sustentable”, lo mejor que nos puede pasar es que disminuya
un poco el ritmo al cual nos vamos perjudicando, con un final conocido
que sólo deja el interrogante al cuándo.
Llegados a esta
instancia, y habiendo fundamentado la imposibilidad e inconveniencia de
un “crecimiento sustentable” se concluye sobre la importancia de cambiar
las reglas del juego. El ecologista Brasileño Leonardo Boff escribe:
“La misma lógica que explota clases y somete naciones es la que depreda
los ecosistemas y extenúa el planeta Tierra”. Las nuevas conductas que
debemos incorporar en el plano político, jurídico y técnico, deben estar
orientadas a cambiar esa lógica y pueden tomar como buen punto de
partida las enseñanzas de la tradición ancestral de los pueblos
originarios de los Andes, bajo la figura de la Pachamama, o bien lo
presentado por James Lovelock desde la Teoría de Sistemas, bajo el
nombre de Hipótesis Gaia. Como lo explica Raúl Zaffaroni: “se trata del
encuentro entre una cultura científica que se alarma y otra tradicional
que ya conocía el peligro que hoy vienen a anunciar y también su
prevención e incluso su remedio”. Quizás la incorporación al derecho constitucional de las personería jurídica de la naturaleza (como lo han hecho Ecuador y Bolivia), la adopción de una ética de cooperación derivada de las dos concepciones mencionadas y una economía que tenga bien en claro nuestra interrelación con la Tierra, nos muestren mejor el camino para alcanzar el verdadero desarrollo sustentable.
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