Desagrada la idea del decrecimiento. Se concibe como pérdida de algo valioso. Por eso el tema no gusta y tendemos a evitarlo. Quien habla de ello es un aguafiestas que nos quiere amargar la vida.
Muchos ecologistas, por un lado, prefieren aferrarse a un "desarrollo sostenible" que a veces parece un eufemismo que oculta aquel concepto de "crecimiento sostenido" tan querido por los economistas liberales.
Al otro lado están los negacionistas (del decrecimiento, del cambio climático...). Pero en ambos casos la idea de decrecer se asocia a fracaso. Y a nadie le gusta fracasar.
Pero el decrecimiento está ya aquí. Casi podemos poner fecha a su comienzo. Se hace notar desde hace diez años, con esa larga crisis que nos quieren hacer creer que ya va pasando. Pero no está pasando. Seguramente, aunque partes del sistema mundo y partes de cada sociedad sigan creciendo, lo hacen ya acumulando por desposesión, a costa de otras partes del mismo sistema.
Con una cierta visión simétrica de la Historia, así como el crecimiento se asocia a un avance, se considera el decrecimiento como un retroceso que nos llevará, a través de la simplificación y primitivización de las estructuras productivas y sociales, otra vez de regreso al barranco de Olduvai. Sería desolador. No es de extrañar que, en el mejor de los casos, conduzca a un resignado nihilismo hedonista, que no hace nada, y en el peor a un fascismo excluyente, que hace mucho daño, exterminador de cualquier oposición a sus rapiñas. Creador de enfrentamientos que solo lograrían acelerar el proceso.
Pero si cerramos los ojos "vendrá la realidad y nos encontrará dormidos".
Aceptada, guste o no, la idea (el hecho) del decrecimiento, no está de más analizarlo, con espíritu más constructivo, desde una perspectiva diferente, como hace un artículo publicado en The Oil Crash.
Refuta el autor la idea de que decrecimiento pueda significar necesariamente descomplejización. Hay una complejidad cuantitativa y otra cualitativa. No siempre lo más grande es lo más eficiente. De hecho, el buen diseño sigue el principio de simplificación. Se puede hacer más con mucho menos.
Hay que aclarar que esta simplificación puede y suele coincidir con una mejor complejidad.
El modo de producción capitalista lo cuantifica todo, y su lógica no puede ser más que crecentista. Pero hay mucho despilfarro de energía y materiales en su forma de obtener beneficios, por no hablar de la enorme disipación entrópica de las guerras que alimenta. El complejo militar industrial norteamericano es sin duda el mayor destructor del planeta, al tiempo que uno de los mayores dinamizadores de la economía.
El equívoco surge en el propio lenguaje: entendemos "crecimiento de la complejidad" en términos cuantitativos, y es muy difícil pensar que muchas veces la simplificación y el decrecimiento material puede significar aumento (cualitativo) de la complejidad (cualitativa) que logre una mayor (mejor) eficiencia.
No reproduzco el artículo completo, que puede hallarse en el enlace, pero sí dejo al final la bibliografía. Dejando a un lado la discusión entre "ecologistas optimistas" y "decrecentistas pesimistas", y la del autor con ambos, me limito a los aspectos a mi juicio más interesantes, como la negación de que decrecimiento y primitivización sean inseparables y la organización como adaptación que puede impedir el cumplimiento de la paradoja de Jevons.
Afirmaba Jevons que un
incremento de la eficiencia relativa de una tecnología supone un decremento de la eficiencia absoluta del conjunto del sistema. Según esto, la mejora de la eficiencia es contraproducente si no está acompañada de otras medidas, porque en vez de dar un estímulo a consumir menos da un estímulo a consumir más. ¿Y cuáles podrían ser esas medidas?
La “paradoja de Jevons” se da en una organización social basada en unos valores determinados (consumo despilfarrador en este caso), controlada en función de unos determinados intereses de clase (la obtención del máximo beneficio), y no es, por tanto, un fenómeno universal y común a cualquier modelo social.
Lo que no es posible es evitarla sin una transformación profunda del modelo productivo, económico y social. Por ello se hace imprescindible la eliminación del sistema capitalista depredador, más allá de su imposible reforma.
Se habla de sistemas complejos adaptativos, pero se olvida a veces ese carácter evolutivo ("adaptativo") que impide la vuelta mecánica a situaciones anteriores. Los ciclos reproductivos nunca vuelven al punto de partida, y no solo por la imposible economía circular, incapaz de volver al punto inicial, una economía cuyos límites mostraba Alicia Valero en el reciente curso El siglo de la Gran Prueba, construyendo en realidad no un círculo sino una espiral decreciente. Pero tampoco están obligados a permanecer en el plano de un mismo modo de producción y organización social. Puede y suele producirse, en estos sistemas adaptativos, un movimiento helicoidal de avance hacia formas nuevas de organización más eficientes. Con un símil mecánico, en un tornillo cada vuelta implica un avance. Me viene la imagen de otra entrada (esta geométrica) de este blog, Si la curvatura de flexión (ciclo reproductivo) tiende al punto de partida, la de torsión (transformación evolutiva) nos saca del plano y convierte el movimiento en un avance.
La parte final del artículo está dedicada a la educación para el decrecimiento, que lejos de mostrarlo como una fatalidad sin salida que conduzca al miedo y la inacción debe verlo como un llamamiento a la acción transformadora que puede llevarnos a una sociedad mucho mejor, Acción que debe fundamentarse en un conocimiento objetivo (científico) de la realidad y en la superación de las barreras mentales que nos llevan a negarla o a paralizarnos.
Pero mejor la leéis vosotros mismos.
Eduardo García Díaz
Universidad de Sevilla
Foro por Otra Escuela (Red IRES)
Asociación Montequinto Ecológico-Ecologistas en Acción
jeduardo@us.es
(...)
Pensemos que el sistema capitalista es como una enorme oruga que come y crece sin parar. Pensemos que antes de morir, por agotamiento del alimento disponible, se transforma en una mariposa.
Evidentemente, tanto la oruga como la mariposa son dos sistemas complejos. Pero ¿cuál es más complejo? En mi opinión, la respuesta dependerá de qué variables utilicemos para definir un sistema como más o menos complejo. Si damos relevancia a variables cuantitativas del tipo del peso o el balance de calorías, la oruga será más compleja que la mariposa. Pero si nos fijamos en variables cualitativas como la capacidad de reproducirse, la mariposa sí la tiene pero la oruga no, y ésta sería por tanto menos compleja.
Es decir, el concepto de complejidad es relativo, no es lo mismo utilizar parámetros como el PIB o el número de habitantes (cuantitativos) que parámetros como el formato de organización social, es decir, el tipo de interacciones presentes (no son lo mismo las relaciones antagónicas que las de complementariedad), o el predominio de estructuras jerárquicas o de redes horizontales, parámetros que son cualitativos. Del mismo modo, no es igual hablar de complejidad del conocimiento, con indicadores como la acumulación de datos o el número de graduados, que hablar de conocimiento en relación con el formato organizativo de los sistemas de ideas.
¿Cuál es el problema? Pienso que convertir una determinada perspectiva de la complejidad de los sistemas en un axioma ignora la posible existencia de otras perspectivas, lo que lleva a un empobrecimiento del debate sobre las transiciones posibles en una situación de decrecimiento.
(...)
De máquinas, familias y monocultivos: el debate de la eficiencia energética
En relación con el tema del decrecimiento/colapso hay un importante debate abierto sobre el papel de la eficiencia en la resolución de los actuales problemas socio-ambientales. Sobre todo ¿es un mito la importancia de la eficiencia? (como señalan, por ejemplo, Fernández y González, 2014). El dato más utilizado para indicar que el incremento de la eficiencia no es la solución al problema es la paradoja de que un incremento de la eficiencia relativa de una tecnología supone un decremento de la eficiencia absoluta del conjunto del sistema (paradoja de Jevons). Merece la pena analizar bien ese efecto “rebote” (mejoramos la eficiencia energética de las máquinas y ello lleva, sin embargo, a despilfarrar más energía y a la decadencia del sistema). Turiel (2011) comenta que:
… sin modificar otros factores resulta que se está dando un incentivo para consumir más de ese producto si su mayor consumo nos reporta una ventaja, ya que con la misma renta disponible podremos consumir más; peor aún, quien antes no podía acceder a este consumo por tener una renta insuficiente ahora podrá hacerlo … Se ha de entender, por tanto, que el repetido llamamiento a la mejora de la eficiencia es contraproducente si no está acompañado de otras medidas, porque en vez de dar un estímulo a consumir menos da un estímulo a consumir más.
La clave está es las frases sin modificar otros factores y si no está acompañado de otras medidas. Es decir, la “paradoja de Jevons” se da en una organización social basada en unos valores determinados (consumo despilfarrador en este caso), controlada en función de unos determinados intereses de clase (la obtención del máximo beneficio), y no es, por tanto, un fenómeno universal y común a cualquier modelo social.
Por tanto, compartiendo la perspectiva de un mundo futuro de baja energía, creo matizable la idea del colapso inevitable por ineficiencia energética, pues en realidad en el sistema actual la mayor parte de la energía disponible se derrocha porque tiene un sentido económico hacerlo (Turiel, 2017). Al respecto, es muy relevante discutir el papel de la eficiencia energética en la transición poscapitalista.
(...)
Claro que, cuando se habla de incremento de la eficiencia, solo se menciona la tecnología, añadiendo siempre una crítica (que comparto) al optimismo tecnológico y a la tecnolatría. El problema es que este enfoque es reduccionista, al entender la eficiencia solo en el ámbito tecnológico y no relacionarla con la organización social en su conjunto.
(...)
Comencemos por nuestra “unidad organizativa básica” ¿Es más compleja una organización social atomizada en familias o una organización social de redes de comunas autosuficientes coordinadas? ¿Cuál organización es más resiliente desde la perspectiva de la eficiencia energética? Pensemos un momento en el ahorro de energía que supone pasar de los usos domésticos actuales, centrados en la unidad familiar (multitud de electrodomésticos, horas dedicadas en cada casa al hogar y a los cuidados) a una organización comunal. Si hoy en día dedicamos un 20 % de la energía consumida por nuestra sociedad al uso doméstico ¿cuánta energía se ahorra cocinando para la comunidad en vez de para cada familia concreta? ¿o asumiendo los cuidados colectivamente? ¿o concentrando una actividad común en las zonas más frescas en verano y en las más calientes en invierno?.
Si, además, sustituimos el transporte horizontal despilfarrador por redes locales de producción-consumo, por redes informáticas de trabajo colaborativo y por medios de transporte más ecológicos (transporte colectivo, ir en bici, andar), tendríamos un gran ahorro energético (el transporte consume actualmente nada menos que el 40 % de la energía entrante). Del mismo modo, la creación de talleres locales orientados a producir aquellos bienes básicos que se consideren imprescindibles reducirían en gran medida ese 30 % de la energía actualmente utilizada en el sector secundario; y una reorganización radical del sector servicios supondría también un considerable ahorro de energía.
En relación con este último tema, hay que considerar el enorme gasto de energía que supone mantener y autoperpetuar el sistema capitalista mediante mecanismos de control de la población como son: las múltiples burocracias administrativas existentes, el complejo militar-industrial así como los distintos cuerpos de seguridad y jurídicos, todo el entramado financiero y comercial, los medios de comunicación y entretenimiento, y el propio sistema educativo (pensemos en las horas de trabajo y en las calorías gastadas por incontables estudiantes a lo largo de una buena parte de su vida para ser preparados como ciudadanos obedientes y sumisos).
Es decir, una organización social basada en el antagonismo (competencia, explotación, egoísmo, individualismo) no solo es injusta sino que además es mucho menos resiliente en cuanto a eficiencia energética que una organización basada en la complementariedad (cooperación, simbiosis, altruismo, solidaridad …). Asunto que en el ámbito de la biología queda claro, tanto en el campo evolutivo (la complementariedad es el motor de los grandes saltos cualitativos como son el paso de la célula procariota a la eucariota o del organismo unicelular al pluricelular) como en el de la ecología (la complementariedad es la clave de la organización ecosistémica).
¿Y la alimentación y el sector primario? En parte de la literatura ecologista se suele describir la sociedad futura como una sociedad menos urbana y más centrada en la vida rural, con un modelo agrícola más simple, parecido al de la agricultura preindustrial. Estaríamos, por tanto, ante el típico caso de “descomplejización “ y de “retorno al pasado”. Pero ¿tenemos otras opciones?
(...)
En el caso del conocimiento es muy discutible la asociación entre crecimiento (más aulas, más gente escolarizada, más aparato burocrático, más recursos) y complejidad. La psicología de la educación actual nos muestra que la cantidad no es la variable determinante, sino la manera como se organiza la información. La calidad nos da una mejor medida de la complejidad (Morin, 1988, 1992 y 2001). La mente de una persona puede adquirir muchos datos, pero si esos datos no se integran en un sistema de ideas bien organizado, no sirven para resolver problemas, y por tanto tenemos menor resiliencia.
Sin embargo, con frecuencia encontramos en la literatura ecologista la asociación cantidad-complejidad aplicada al tema del conocimiento. Un ejemplo paradigmático de este enfoque aparece en el texto de Fernández y González (p. 187), donde entienden, por ejemplo, la complejidad social creciente como incremento de titulados universitarios. Desde la perspectiva que adopto, mayor complejidad sería conseguir mentes bien ordenadas en el sentido de Morin (2001); incremento de complejidad, éste último, que requiere de mucha menos energía que la producción de titulados repletos de información de “baja calidad”, pues solo hay que pensar en los miles de horas (y de calorías) dedicados por cada estudiante a lo largo de todo el sistema educativo para adquirir muy pocos aprendizajes significativos y relevantes. Un sistema de ideas con una alta organización interna sería más complejo (y más resiliente y más barato desde el punto de vista energético) que un sistema con muchos conocimientos, atomizado, compartimentado y vinculado a la sumisión de la población (García, 2004a y 2004b).
Por tanto, la discusión sobre un sistema sostenible de resolución de problemas (Tainter, 1996) no debe centrarse solo en el tema económico (costes) sino también en el tema organizativo. Educar a toda la población (y no a un sector hiperespecializado) en una complejización del conocimiento y en el desarrollo de una actitud investigadora (creativa, crítica), supondría un salto cualitativo en la resolución de problemas para una sociedad no basada en la dominación.
Del mismo modo, encontramos en la literatura ecologista una cierta mitificación de los conocimientos propios de los saberes tradicionales y del sentido común. Se sobrevalora la simplicidad y se promueve la recuperación y/o utilización de otras formas de conocimiento, en muchos casos conocimientos míticos.
Desde la perspectiva de la resiliencia y de la eficiencia energética el debate de fondo es qué papel damos a las distintas formas de conocimiento en una sociedad “poscolapso”. Al respecto, aparece con frecuencia la idea de que la ciencia y la tecnología serían irrelevantes en una sociedad descomplejizada. Independientemente del tema de qué ciencia hablamos (no es lo mismo hablar de la ciencia mecanicista del siglo XIX que de la ciencia relativista, indeterminista y compleja que aparece en el siglo XX) la pregunta es ¿otras formas de conocimiento (conocimiento mítico, conocimiento cotidiano) nos aseguran una mejor adaptación en situación de decrecimiento?
En mi opinión, es esencial recuperar el pensamiento científico y el saber organizado como instrumento de resolución de nuestros problemas actuales, y recuperarlo para toda la población (aquí es fundamental una educación científica de calidad). Partir de cero y reinventar lo que ya se sabe es un enfoque que no ayuda a nuestra supervivencia en la medida que supone un despilfarro de horas de trabajo y de energía. Ya sabemos, por ejemplo, que ahorramos mucha más energía sacando un cubo de agua de un pozo con una manivela, un torno y una polea, que tirando sin más de una cuerda ¿por qué adquirir de nuevo ese conocimiento por ensayo-error? También sabemos qué plantas de cultivo son complementarias con otras plantas o qué especies son más resistentes a las plagas ¿debemos poner en peligro la seguridad alimentaria de la población probando una y otra vez hasta volver a descubrir lo ya descubierto?
Evidentemente, no nos vale cualquier ciencia ni cualquier tecnología. La apuesta es por una ciencia y una tecnología que respete, al menos, estos principios básicos: la búsqueda de una mayor eficiencia energética (ahorro de energía), asociada al uso de energías renovables, el ajuste a los ciclos materiales (predominio del transporte vertical-local sobre el horizontal y cierre de estos ciclos) y el acomodo a los ritmos del planeta (Mediavilla, 2016).
Además, todos y todas debemos aproximarnos a los problemas socio-ambientales de forma similar a como lo hace la ciencia, desarrollando un ideario colectivo más “complejo” basado en el aprendizaje significativo, la investigación de problemas, la creatividad, el espíritu crítico, el pensamiento complejo (al modo de Edgar Morin), el conocimiento científico y el trabajo cooperativo, pues de esta forma incrementaríamos nuestra resiliencia (y la complejidad del sistema). En concreto proponemos, en el marco de esta aproximación a la complejidad, una revalorización del papel de la ciencia y de la tecnología adaptadas a una sociedad en decrecimiento, pues dar preeminencia al conocimiento cotidiano y a las concepciones míticas supone disminuir la resiliencia de la población a la hora de enfrentar problemas como el cambio climático o el agotamiento de los recursos.
Educar en y para el decrecimiento
Con frecuencia encontramos en las publicaciones y en los foros de debate ecologistas una idea recurrente: hay que concienciar y educar a la población para que ésta reaccione ante el reto del choque con nuestros límites biofísicos. Al respecto, y considerando los argumentos aportados en este ensayo, sería indispensable contar con un programa de actuación que tenga en cuenta dos elementos básicos.
En primer lugar, es necesario un debate sobre la pertinencia, como referente adecuado para los movimientos de transición, del concepto de sostenibilidad, sobre todo por ser una noción omnipresente en todos los procesos educativos y de concienciación ciudadana.
¿Cuál es la potencialidad real del concepto como agente transformador del sistema? Es cierto que la noción de sostenibilidad ha tenido un claro éxito en el discurso (tanto en el institucional como en el de los movimientos sociales), pero también lo es que ha tenido poco éxito como instrumento de cambio social, de forma que desde su aparición, en los años 80, apenas ha cambiado el modelo del crecimiento ilimitado (el incremento del PIB sigue siendo el paradigma dominante), sigue el despilfarro creciente de los recursos (frente a la idea de ahorro propia de la sostenibilidad), continua el incremento de los residuos contaminantes (con el consiguiente cambio climático y la inacción institucional ante este hecho) y el aumento de la desigualdad (en este aspecto es donde estamos cada vez más lejos de las propuestas de la sostenibilidad relativas a satisfacer las necesidades de toda la población).
¿Por qué ha tenido tan poca operatividad práctica? Evidentemente es difícil cambiar el sistema, y somos conscientes de las dificultades existentes. Pero creemos también que la noción de sostenibilidad ha pecado de ambigüedad, pues dentro de la idea de desarrollo sostenible cabe casi todo, al no pronunciarse con claridad por un cambio de las reglas del juego (se propone una reforma, sin un cuestionamiento global de la organización política y socioeconómica dominante). Resulta más fácil, y políticamente “más correcto”, identificar el sentido del cambio con “ir hacia el desarrollo sostenible” o “mejorar el mundo dentro del capitalismo”, que decir, por ejemplo, que hay que acabar con el capitalismo sin más. Un primer punto débil del modelo estaría, pues, en su dimensión política.
Además, no debemos olvidar el contexto histórico en el que se origina el concepto: es una concesión del capitalismo “bondadoso” (el del estado del bienestar de los años sesenta y setenta) a los movimientos sociales justo antes del triunfo arrollador del neoliberalismo y del capitalismo de la acumulación por desposesión (desde los años ochenta y hasta el momento actual). Este giro hacia un capitalismo salvaje, propio del neoliberalismo y de la globalización económica, deja sin margen de maniobra al modelo del desarrollo sostenible: queda entonces claro que dentro de estas nuevas coordenadas resulta muy difícil reformar el sistema (al respecto, es patente la incapacidad de las alternativas socialdemócratas, a las que asocio en gran medida la idea de sostenibilidad, para contrarrestar las tesis neoliberales). Son coordenadas en las que no tiene sentido hablar de “sostener” nuestra actual forma de vida en un contexto de cambio climático y agotamiento de la energía fósil (el decrecimiento ya está aquí) y con unas clases dirigentes dedicadas a la acumulación de los recursos menguantes (incluso con una violencia creciente) y sin ningún interés redistributivo.
De hecho, el discurso de la sostenibilidad, al ignorar el decrecimiento y el muy probable colapso del sistema capitalista, puede servir para enmascarar la cruda realidad en la que estamos, ofreciendo una falsa esperanza a al población sobre la posibilidad de reforma del sistema. En este contexto, pensamos que habría que plantear no tanto una educación para el desarrollo sostenible como una educación en y para el decrecimiento, es decir, debemos pensar en educar a las personas para adaptarse a un mundo con menos recursos y que esa adaptación no sea caótica sino ordenada y justa. Adaptación que supone primar, sobre todo, la construcción de modelos de organización social que optimicen el uso de los recursos menguantes, en la perspectiva de considerar el decrecimiento no como una “vuelta al pasado” sino como una oportunidad para el cambio social hacia una sociedad mejor (Latouche, 2012). En este marco, la concienciación y la educación de la ciudadanía no podría limitarse a la organización de campañas de persuasión, sino que habría que educar a las personas en la acción, creando redes que imbriquen el sistema educativo con las luchas de los movimientos sociales y con las experiencias locales propias de los movimientos de transición.
En segundo lugar, hay otro factor clave en el cambio del ideario colectivo: la superación de las barreras mentales que los sistemas de control social han creado en la mayoría de la población.
Parece claro que cualquier intervención educativa debe ajustarse a las características de los aprendices. De ahí, que resulte imprescindible conocer bien qué barreras u obstáculos, presentes en el conocimiento cotidiano, pueden dificultar un cambio de mentalidad de la población en relación con su mejor adaptación a una situación de decrecimiento. Claramente tenemos a una población socializada en la ideología neoliberal, una población alienada, que desconoce los riesgos asociados al choque de nuestra civilización industrial con los límites biofísicos, que mitifica la innovación tecnológica (que nos salvará siempre), que rechaza aquellos argumentos que provocan desasosiego e incertidumbre, o que acepta resignadamente un destino que considera inevitable (fatalismo, conformismo). Conviene analizar estos obstáculos, y buscar aquellas estrategias más adecuadas para superarlos.
Dos obstáculos fundamentales para el cambio son el negacionismo y el conformismo. Al respecto, hay dos mecanismos psicológicos que influyen: por una parte, cuando comparamos y evaluamos dos tipos de argumentos tendemos a aceptar mejor aquellos que nos crean menos desasosiego (disonancia cognitiva), sobre todo si dichos argumentos tranquilizadores son más abundantes y repetitivos (propaganda) aunque sean menos racionales. Por otra, si comprobamos en nuestra experiencia cotidiana que hagamos lo que hagamos siempre perdemos y nunca llegamos a controlar nuestra situación (lo que en psicología llamamos indefensión aprendida) nos volvemos fatalistas y conformistas y desconfiamos de nuestra capacidad de controlar el mundo (no merece la pena hacer nada).
Para superar estas barreras, y tal como hemos analizado anteriormente, habría que evitar un discurso basado en las ideas de catástrofe o de regresión. Precisamente el miedo puede servir tanto para provocar una reacción (y comprender un riesgo que no se veía como inmediato) como para inclinar la balanza, en el caso de la disonancia cognitiva, hacia los argumentos más tranquilizadores (esto no es verdad pues los ecologistas son unos catastrofistas, las nuevas tecnologías solucionarán el problema, ya inventarán algo que evitará el colapso …). Creo que en este caso lo emotivo juega en nuestra contra, y que lo que debemos hacer es apelar a la razón, aportando datos rigurosos y serios que ayuden a inclinar la balanza hacia la aceptación del decrecimiento y, sobre todo, aportando argumentos que den seguridad y tranquilidad y que den confianza en nuestra capacidad para cambiar las cosas; argumentos basados en la idea de que la variable clave no es el límite biofísico sino la respuesta social a dicho límite, de forma que adoptando determinadas modalidades de organización social (redes comunitarias coordinadas autónomas y autosuficientes, permacultura, complementariedad en vez de antagonismo …) más eficientes, podremos vivir mejor con menos (entender el decrecimiento como una oportunidad de mejora).
Y en esta lucha por racionalizar y complejizar nuestra percepción de los problemas del mundo es clave la revalorización de la ciencia. Como hemos apuntado más arriba, no podemos permitirnos renunciar a un conocimiento organizado que la humanidad ha ido construyendo en el tiempo y que es un instrumento imprescindible para solucionar problemas. Evidentemente rechazamos la instrumentalización de la ciencia por parte del capitalismo y creemos que habría que complementar las aportaciones de la ciencia con las de otras formas de conocimiento, pero dado que no estamos en un debate de salón, sino ante una cuestión de supervivencia, cualquier hipótesis, cualquier propuesta de acción, deberá ser sometida siempre a una evaluación crítica, a la negociación de las “verdades” argumentada con evidencias empíricas, sin asumir dogmáticamente determinados postulados que podrían suponer nuestra extinción.
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