Lewis Mumford consideraba la invención del reloj mecánico como un hito que imprimía carácter al capitalismo desde sus orígenes. El control del tiempo es y ha sido siempre fundamental en los ciclos productivos. Los ritmos anuales o circadianos regulan la vida de todos los seres, incluidos los humanos. Pero la fragmentación en unidades menores y la supeditación a ellas de todas las actividades no se ha impuesto a la mayoría hasta la completa dominación del capital en todas las circunstancias de nuestra vida.
El tiempo, como el espacio, tiene límites. Pero si dentro de ellos podemos movernos en el espacio con cierta apariencia de libertad, no ocurre lo mismo con las limitaciones temporales. Dentro de las veinticuatro horas del día tienen que caber las dedicadas a la producción y al consumo, las empleadas en las tareas ineludibles y las de libre disposición, el trabajo y el ocio. Y el descanso, naturalmente. Cualquier tiempo no puede estirarse si no es en detrimento de otro.
El tiempo mide el crecimiento. El beneficio del capital, la amortización de una deuda, se miden siempre con el calendario. Y los rendimientos del trabajo en función del reloj. El trabajo se valora (¡y se plusvalora!) en función del tiempo empleado, y el beneficio del capital depende del tiempo de trabajo que excede el necesario para cubrir los gastos, incluido el salario (sin plustrabajo no hay plusvalor). Es evidente la lucha tecnológica y organizativa por aumentar la eficacia productiva de cada unidad de tiempo, como lo es la pugna entre empleadores y empleados, estos por acortar la jornada laboral y aquellos por alargarla (esto, que estuvo presente en las luchas obreras del pasado, vuelve ahora a ser dramáticamente actual).
Es una paradoja que pretendamos emplear cada vez más tiempo en procurarnos los medios para disfrutar del tiempo libre. Si en otro tiempo se pretendió ante todo producir más, ahora se incorpora a la ecuación la necesidad de consumir más. Pero sacrificamos en la producción creciente el tiempo para ese consumo. Aparece así un factor absolutamente inhumano, el de la aceleración de los tiempos hasta límites insoportables sin detrimento de nuestra propia mente. Ese tiempo acelerado es tiempo empobrecido.
Como sé que no tenéis tiempo libre para la digestión lenta de las ideas, que supone una lectura larga y reposada, he acortado un poco en esta apropiación no indebida el artículo original. Si lo acorto mucho se pierde el poder de convicción, pero si lo alargo mucho se pierde el tiempo, porque no estamos dispuestos a dedicarle tanto. Casi no entiendo como son tan gruesos esos best-sellers de llamativas portadas y magnífica encuadernación que inundan las grandes superficies.
El artículo lo encontré en el blog Arrezafe completo, con una bibliografía y unas notas que también omito. La fuente es esta. La conferencia, entre los vídeos del V Coloquio Internacional “Teoría crítica y marxismo occidental” Alienación y extrañamiento: reflexiones teóricas y críticas.
Me olvidaba: sobre los benéficos efectos de la siesta, este otro artículo.
Renán Vega Cantor
En este texto se analiza un asunto crucial de la expropiación de los bienes comunes en el mundo de hoy por parte del sistema del capital, pero sobre el cual poco se reflexiona. Nos referimos a la expropiación del tiempo de la mayor parte de los seres humanos. La exposición parte de recordar en forma breve la manera como la expropiación inicial del tiempo, cuando surge el capitalismo industrial, estaba relacionada con la conversión de campesinos y artesanos en obreros asalariados y se limitaba al ámbito fabril. Luego se consideran los rasgos generales de la expropiación del tiempo en nuestra época, recalcando el papel que desempeñan las tecnologías de la información y la comunicación. Por último, a partir de este análisis general se presenta el recuento de algunos aspectos emblemáticos de expropiación del tiempo, tal como los supermercados, la siesta, la noche, la comida rápida y la memoria y la historia.
(...)
1. Primeros momentos del capitalismo industrial
En un principio la expropiación del tiempo en el capitalismo industrial estaba referida de forma preferente a los obreros y al ámbito laboral, porque se trataba de convertir a antiguos campesinos y artesanos, que tenían su propio manejo del tiempo –algo muy diferente al tiempo abstracto del capitalismo, regido por el reloj-, con su ritmo lento y pausado, en el que se mezclaba la actividad productiva, con la fiesta, el calendario religioso, el carnaval, el descanso, la vida en común. Los trabajadores resistieron en este primer momento con la huida y el abandono de los sitios del trabajo, proclamando de manera implícita el “derecho a la pereza”, un principio prioritario en la resistencia a la proletarización.
Cuando el capitalismo logró crear la primera generación de trabajadores asalariados los disciplinó en concordancia con sus intereses de valorización y de generación de ganancias y se empezó a regir por la célebre máxima “el tiempo es oro”. En este segundo momento, los trabajadores habían sido sometidos y ya no luchaban contra el nuevo ritmo temporal -el del cronómetro- sino por el acortamiento del tiempo de trabajo, lo que indica que se había aceptado el nuevo ritmo temporal, abstracto y vertiginoso del capital.
(...)
Durante toda la época del fordismo, los trabajadores lograron mantener la separación entre el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio. Incluso, en la época del Estado de Bienestar, y sus diversos remedos en todo el mundo, los trabajadores obtuvieron como una de sus conquistas fundamentales el derecho a disfrutar de vacaciones durante unas semanas del año. Para hacer frente a esta realidad, el capitalismo procedió a mercantilizar el tiempo libre de los trabajadores y convertirlo en tiempo de ocio, mediante el fomento del consumo individual y familiar y haciendo que ese tiempo estuviera regido por la lógica del capital, porque, por ejemplo, las vacaciones se disfrutan en hoteles, balnearios o playas en las cuales se despliega una actividad mercantil que genera ganancias. Por esa razón, Herbert Marcuse señalaba que a una sociedad libre corresponde un tiempo libre y a una sociedad represiva un tiempo de ocio.
2. Generalización de la expropiación del tiempo
En el mundo contemporáneo, la expropiación del tiempo se ha extendido a todos los ámbitos de la vida y no se limita, como antes, al terreno laboral. En el capitalismo actual la expropiación del tiempo de la vida se expresa, de manera paradójica, en la falta de tiempo. Esto es ocasionado por el culto a la velocidad, la aceleración de ritmos, la dilatación de los trayectos de las ciudades, la incorporación de las periferias urbanas mediante la generalización del automóvil, los embotellamientos por el exceso de vehículos privados, la conversión del ocio en una mercancía, la omnipresencia esclavizante del celular, el sometimiento al televisor, frente al cual las personas pasan una buena parte de su existencia, la ampliación de la jornada de trabajo… Un dicho africano expresa de manera contundente nuestra falta de tiempo: “Todos los blancos tienen reloj, pero nunca tienen tiempo” (Chesneaux, 1996: 41).
Esta expropiación del tiempo de la vida está relacionada con la definición del poder en términos del control del tiempo ajeno. En concreto, para decirlo en términos de David Anisi:
Todos partimos de una igualdad básica. Independientemente de nuestras coordenadas sociales, el día tiene veinticuatro horas para todos. Técnicamente el tiempo es algo imposible de producir. Sólo el ejercicio del poder, al apropiarnos del tiempo de los demás, puede acrecentarlo. El poder se mide como la relación entre el tiempo obtenido de los demás y el tiempo necesario para conseguir esa movilización (Anisi, 2006: 14).
Hasta ahora, a importantes sectores de la sociedad el capitalismo no les había podido expropiar su tiempo, si recordamos que “el tiempo es el único recurso del cual pueden disponer gratuitamente los que viven en el escalón más bajo de la sociedad” (Sennett, 2006: 14). Esto era aplicable a gran parte de la población que habitaba en los países periféricos y también concernía a las personas que se encontraban en los territorios de la antigua Unión Soviética y de Europa oriental.
(...)
En el caso de la antigua URSS y los países de Europa oriental, la gente constata la magnitud de los cambios experimentados en los últimos veinte años en el “tiempo perdido”. Las personas que hablan de la época anterior a 1989-1991 coinciden en que antes les sobraba tiempo para tener amigos, visitarlos, hablar con ellos, conversar y compartir. Ahora, nada de eso existe, porque el capitalismo ha impuesto un ritmo frenético y veloz, en el que ya no les queda tiempo para nada, ni para los amigos, ni para disfrutar de alguna actividad cultural o de goce personal (leer, ver una película, ir a un concierto o a una obra de teatro), algo que no sólo era gratuito hace un cuarto de siglo sino que convocaba a importantes sectores de la población. Hoy predomina el tiempo cuantitativo, vacío, homogéneo y abstracto, que se expresa, entre otras muchas cosas, en la generalización de la televisión basura al más puro estilo estadounidense. Las bibliotecas están vacías, se ha reducido dramáticamente la lectura y la compra de libros. A cambio, la mayor parte de la gente malvive en el rebusque diario para conseguir su sustento y un ritmo vertiginoso caracteriza sus existencias pauperizadas. [1]
En síntesis, con la universalización del capitalismo lo que hoy se está viviendo es la plena “subsunción de la vida al capital”, que implica que se han mercantilizado y sometido a la férula del tiempo abstracto todos los aspectos de la vida. En concordancia con este presupuesto, el capital ha rotó la distancia que separaba el tiempo de trabajo y el tiempo libre, o el tiempo de la vida.
(...)
Un primer dato, indicativo del fenómeno que comentamos, está referido a un hecho que contraviene los anuncios de algunos teóricos del trabajo, como André Gorz, quienes habían previsto la reducción del tiempo de trabajo y el correlativo incremento del tiempo libre y de ocio. No obstante, se ha presentado una situación completamente opuesta a lo anunciado: un incremento inesperado del tiempo de trabajo en el mundo. Una persona nacida en 1935 llegó a trabajar 95 mil horas; a una persona que nació en 1972 se le preveía una vida laboral de 40 mil horas; y las personas recién empleadas en la primera década del siglo XXI van a tener que trabajar 100 mil horas [2]. ¡Toda una vida de trabajo!, en el sentido literal del término. Si a eso le agregamos que un habitante promedio de los Estados Unidos, el país en donde el trabajo es una enfermedad, gasta 1.500 horas al año metido en su automóvil (lo que en unos 30 años representa 45.000 horas), podemos comprender el predominio del tiempo no libre en el capitalismo de hoy.
De la misma manera, la introducción de aparatos microelectrónicos en el ámbito laboral, especialmente el teléfono celular, ha roto la separación entre tiempo de trabajo y tiempo libre, o, más exactamente, el tiempo de trabajo ha absorbido el tiempo libre. En este caso, “el teléfono celular tomó el lugar de la cadena de montaje en la organización del trabajo cognitivo: el infotrabajador debe ser ubicado ininterrumpidamente y su condición es constantemente precaria” (Berardi Biffo, 2010: 27).
Aunque no exista otro momento en la historia del capitalismo, como el de las dos últimas décadas, en que tanto se hayan exaltado las libertades individuales, en la práctica tenemos que el tiempo laboral se ha celularizado y cada día se parece más al trabajo de los esclavos, porque
ya nadie puede disponer de su propio tiempo. El tiempo no pertenece a los seres humanos concretos (y formalmente libres) sino al ciclo integrado de trabajo. Sólo los desertores escolares, los vagabundos, los fracasados, los ociosos desocupados pueden disponer libremente de su tiempo (íd).
Lo que resulta más significativo con respecto a la mezcla del tiempo de trabajo y el tiempo libre radica en que, por lo común, las nuevas generaciones de trabajadores lo aceptan como algo normal, especialmente los llamados trabajadores cognitivos, porque conciben al trabajo como la parte más importante de su vida y ellos mismos tienden a prolongar de manera voluntaria su jornada de trabajo. Un cambio antropológico y social tan importante se explica por múltiples razones: la pérdida de vínculos humanos en las grandes ciudades en donde los nexos entre las personas se han convertido en un envoltorio muerto y sin placer; la mercantilización y el culto al consumo como la razón de ser de la existencia humana y de los trabajadores, lo cual se complementa con la crisis de los proyectos emancipatorios; el culto a los artefactos tecnológicos como sustitutos de las relaciones con otros seres humanos; el éxito del capital en imponer su ideología individualista en la que se atenúa y se reducen, y en algunos sectores, desaparecen, las luchas colectivas y se enfatiza la cuestión del triunfo individual, que en forma supuesta se alcanzaría subordinándose por completo a los intereses del capital. En resumen,
el efecto que se produjo en la vida cotidiana durante las últimas décadas es el de una des-solidarización generalizada. El imperativo de la competencia se volvió dominante en el trabajo, en la comunicación, en la cultura, a través de una sistemática transformación del otro en un competidor e incluso en un enemigo. Una máquina de guerra se esconde en todo nicho de la vida cotidiana (ibíd.: 87).
Como se ha impuesto la lógica de la mercantilización absoluta y del consumo como sinónimo de felicidad humana, se concibe que se debe trabajar y endeudarse, es decir, dedicar mayor tiempo al trabajo, con la expectativa ingenua de obtener más dinero para comprar más mercancías, que permitirán el disfrute del tiempo libre, el cual cada vez es más lejano, precisamente porque la vida no alcanza para trabajar tanto y conseguir dinero para pagar las deudas que se han adquirido en la perspectiva de tener algún día tiempo libre. Así,
Cuanto más tiempo dedicamos a la adquisición de medios para poder consumir, tanto menos nos queda para poder disfrutar el mundo disponible. Cuanto más invirtamos nuestras energías nerviosas en la adquisición de dinero, tanto menos podemos invertir en el goce [...] Para tener más poder económico (más dinero, más crédito) es necesario prestar más tiempo al trabajo socialmente homologado. Pero esto supone reducir el tiempo de goce, de experimentación, de vida.
La riqueza entendida como goce disminuye proporcionalmente al aumento de la riqueza como valor económico, por la simple razón de que el tiempo mental está destinado a acumular más que a gozar (íd).
La utilización de los artefactos microelectrónicos y digitales en el trabajo además de hacer que desaparezca el tiempo libre, fragmentan y precarizan aún más la actividad laboral. Esa precarización no es solamente una cuestión jurídica, en la cual los individuos no tienen derechos, sino que además supone “la disolución de la persona como agente de la acción productiva y la fragmentación del tiempo vivido” (ibíd.: 91). Esto quiere decir que en el plano de la organización del trabajo se generaliza la individualización de las tareas, hasta el punto que el colectivo trabajador puede ser disuelto, como ocurre en el llamado trabajo en red, donde ciertos individuos se conectan durante un tiempo para realizar un determinado proyecto, luego se desconectan y se vuelven a conectar en el momento en que tienen un nuevo proyecto. De esta forma, se pone en marcha la “dinámica de la descolectivización”, un logro muy importante para el capitalismo de nuestra época, porque
el trabajo se organiza en pequeñas unidades que auto administran su producción, las empresas apelan más ampliamente a los temporarios y a los contratados, y practican la terciarización en una gran escala. Los antiguos colectivos no funcionan y los trabajadores compiten unos con otros, con efectos profundamente desestructurantes sobre las solidaridades obreras (Castel, 2010: 24s.).
Por ello, el capital reclama su derecho de moverse libremente por el mundo para “encontrar el fragmento de tiempo humano en disposición de ser explotado por el salario más miserable” y luego de usarlo lo tira a la basura. Esto es posible porque el tiempo de trabajo ha sido fractalizado, es decir, se ha reducido a fragmentos mínimos que luego se pueden recomponer y por eso el capital busca el lugar donde impera el salario más miserable. Aunque la persona que trabaja es jurídicamente libre, el control de su tiempo por un poder extraño, el del capital, lo hace esclavo; sencillamente, “su tiempo no le pertenece, porque está a disposición del ciberespacio productivo recombinante” (Berardi Bifo, 2010: 92). A esta nueva forma se le puede denominar el esclavismo celular, lo cual se evidencia de manera contundente en el BlackBerry, un aparato que reproduce el nombre de un instrumento usado en la época de la esclavitud en los Estados Unidos, que se ataba en los tobillos de los esclavos para que no huyeran, para que su tiempo siguiera perteneciendo, por la fuerza bruta, a los esclavistas. Algo similar sucede hoy, cuando el BlackBerry mantiene a la gente esclava de otros, principalmente de los patronos y empresarios, siempre atados de manos y cerebro a ese aparatejo insoportable.
(...)
Y, entre paréntesis, si el objetivo es convertir a los seres humanos que trabajan en un simple código de barras, como el de cualquier objeto mercantil que se vende en un supermercado, también se transforma la escuela y la universidad para hacerlas funcionales a este propósito. No otra cosa es lo que está sucediendo en nuestros días con las transformaciones educativas cuya finalidad es producir terminales humanos que sean compatibles con un circuito productivo, porque ya el objetivo explícito del capital es transformar a los seres humanos en engranajes de la producción de valor en el capitalismo y para lograrlo, o sea, convertirlos en códigos de barras, hay que eliminar las diferencias culturales e históricas en los procesos de enseñanza. Eso se expresa, por ejemplo, en la nueva lengua de la escuela, con sus estándares universales de créditos, competencias, movilidad internacional, saberes comunes y homogéneos, acreditación externa, todo lo cual no es sino la legalización administrativa y pretendidamente pedagógica de nuestra conversión en códigos de barras.
Y esto tiene que ver con los saberes de forma directa. En efecto,
La producción del espacio productivo del saber se articula en estrecha relación con la construcción de la tecnosfera digital de red. La dinámica de la red muestra una fundamental duplicidad: por un lado, su expansión requiere un potenciamiento de los agentes sociales del saber. Pero, por otro lado, y al mismo tiempo, somete la transmisión de saber a automatismos tecno-linguisticos modelados según el paradigma de la competencia económica.
Todo agente de sentido, si quiere volverse productivo, operativo, debe ser compatible con el formato que regula los intercambios y vuelve posible la interoperabilidad generalizada en el sistema (ibíd.: 98).
En tales circunstancias, la potencia del Internet no es otra cosa que una potencia de despersonalización a vasta escala, de liquidación de la singularidad y de la individualidad. Se han creado “las condiciones para la reproducción ampliada de un saber sin pensamiento, de un saber permanente funcional, operacional, desprovisto de cualquier dispositivo de auto-dirección” (ibíd.: 98s.).
Por supuesto, esto genera patologías entre la población en general y entre los trabajadores en particular, porque la comunicación obligatoria se ha convertido en una epidemia. Su lógica es simple pero destructiva de la psiquis individual: si quieres sobrevivir en el capitalismo actual tienes que ser competitivo y para serlo requieres estar conectado todo el tiempo, recibir y enviar información sin pausa, manejar una masa creciente de datos, suministrar tu tiempo, siempre, a quien lo requiera. Ya no eres dueño de tu tiempo nunca, ni de día, ni de noche, ni los fines de semana, siempre debes estar dispuesto a dar tu tiempo a quien te lo compre a bajo precio. Esto genera un estrés permanente, porque debe estarse atento a la información que recibes y la que se te solicita, a la par que tu tiempo disponible para la afectividad y las relaciones personales prácticamente se reduce a cero. Con estas dos tendencias se devasta el psiquismo individual. En estas condiciones, se presenta un cambio trascendental:
Mientras el capital necesitó extraer energías físicas de sus explotados y esclavos, la enfermedad mental podía ser relativamente marginalizada. Poco le importaba al capital tu sufrimiento psíquico mientras pudieras apretar tuercas y manejar un torno. Aunque estuvieras tan triste como una mosca sola en una botella, tu productividad se resentía poco, porque tus músculos funcionaban. Hoy el capitalismo necesita energías mentales, energías psíquicas. Y son precisamente ésas las que se están destruyendo. Por eso las enfermedades mentales están estallando en el centro de la escena social (ibíd.: 179).
Todo esto lo ha hecho posible el capital, porque desde el momento en que surge la medición del tiempo, en horas, minutos y segundos, se puede comprar y vender, es decir, el tiempo se convierte en una mercancía. Hasta no hace mucho tiempo esto aparecía como algo etéreo, pero hoy se hace evidente de una manera gráfica. En Colombia, y suponemos que eso se reproduce en otros países del mundo, las personas que alquilan celulares tienen unas avisos en papel en los que se puede leer: “Se venden minutos”, lema comercial que también agitan a viva voz, diciendo “minutos a 100 pesos”. Incluso, las empresas comercializadoras de los teléfonos celulares no les importa tanto, o por lo menos de manera exclusiva, que la gente tenga un Móvil, sino que lo use sin pausa, que hable no ya minutos sino horas o días, lo que ha logrado plenamente. Por eso, esas empresas ofrecen tarjetas que cada vez tienen más minutos. Así, se venden tarjetas con las que se puede hablar durante 2.000 o 3.000 o 5.000 minutos. La gente las compra y se ve obligada a consumirlas en un tiempo determinado. Es decir, que de manera forzada tiene que hablar durante 50 o más horas en un corto lapso de tiempo, unos dos o tres meses. Esto, aparte de generar una verdadera neurosis individual y colectiva y un chismorroteo insustancial para comunicarse cosas triviales que no requieren de ninguna conexión telefónica, es un espectacular negocio para las empresas de telefonía celular, a costa del tiempo de la gente.
Todo lo señalado constituye una verdadera expropiación del tiempo personal y produce una neurosis colectiva, que todos los días soportamos en el bus, en la universidad, en los teatros, en donde sea, porque tarde o temprano el insoportable sonido del celular interrumpe cualquier actividad, por sublime que fuese, como el hacer el amor. Al respecto, en España se dice que un 40 por ciento de las personas interrumpen relaciones sexuales para contestar el celular. Aparte de la expropiación del tiempo personal hay otra expropiación igualmente grave, la de la dignidad individual, la de la autoestima, porque hasta se ha perdido la pena y la vergüenza: antes una conversación telefónica era algo privado, de la que no tenía por qué enterarse nadie que estuviera cerca. Hoy, eso es cosa del pasado, ya que la gente habla y cuenta sus cosas personales delante de cualquiera. Esta expropiación de la dignidad es como un esnobismo público permanente, como se evidencia con las mal llamadas redes sociales (Facebook y similares), en las que se socializan por la red, y en forma visual, hasta las relaciones íntimas.
La generalización de la conectividad perpetua tiene como consecuencia que la gente sienta la necesidad imperiosa de estarse comunicándose todo el tiempo, enviando mensajes, averiguando o que le averigüen dónde está y qué está haciendo. Si no se puede comunicar o no le contestan cunde el pánico, se siente abandonado. Lo paradójico radica en que la gente se comunica todo el tiempo, pero eso no es un resultado del enriquecimiento de las relaciones sociales, sino todo lo contrario, de la muerte de cualquier relación social. Esto indica que estamos viviendo una catástrofe temporal, porque en la comunicación virtual y digital
la presencia del cuerpo del otro se vuelve superflua, cuando no incomoda y molesta. No queda tiempo para ocuparse de la presencia del otro. Desde el punto de vista económico, el otro debe aparecer como información, como virtualidad y, por tanto, debe ser elaborado con rapidez y evacuado en su materialidad (ibíd.: 184).
En conclusión,
acabamos por amar lo lejano y por odiar lo cercano porque este último está presente, porque huele, porque hace ruido, porque molesta, a diferencia de lo lejano que se puede hacer desaparecer con el zapping… Estar más cerca de quien está lejos que de quien está a nuestro lado es un fenómeno de disolución política de la especie humana. La pérdida del propio cuerpo comporta la pérdida del cuerpo de los demás en beneficio de una especie de espectralidad de lo lejano (Virilio/Petit, 1996: 42, 46).
En consonancia con el tiempo virtual, instantáneo e inmediato, se impone la velocidad, esa cierta forma de fascismo que tanto denunció en su momento Pier Paolo Pasolini, al señalar el impacto de la tecnología en la vida de la gente en su Italia de las décadas de 1960 y 1970. Y el culto a la velocidad está en la base de las diversas formas de expropiación del tiempo en el mundo contemporáneo, las cuales ameritan un breve análisis.
(...)
Concluye el artículo con ese análisis de algunas de esas formas de expropiación del tiempo, que cualquiera de nosotros puede constatar, porque las padece en un grado mayor o menor:
a) Expropiación del tiempo en el centro comercial y en los supermercados
b) Expropiación del tiempo de la comida
c) Expropiación de la siesta
d) La expropiación del tiempo de la noche
e) La expropiación de la memoria y del pasado
Me detendré algo en el último punto, a pesar de que soy consciente de la contradicción ("tensión dialéctica") que con seguridad sentís tanto como yo: tenemos escaso tiempo para leer (y pocas ganas, seguramente), pero solo aprendemos a través de la lectura lenta y reposada de textos inevitablemente más largos que los mensajes "en 140 caracteres":
e) La expropiación de la memoria y del pasado
Haremos mención al aspecto crucial de la expropiación de la memoria y del pasado de las sociedades, las culturas y los seres humanos. Para comenzar, un punto de partida crítico está referido a la manera como el abuso de los artefactos electrónicos, de manera principal Internet y el Celular, están alterando el funcionamiento del cerebro en general y de la memoria en particular. Al respecto valga señalar que las denominadas tecnologías intelectuales tienen un impacto directo sobre el funcionamiento del cerebro, hasta tal punto que, según estudios neurológicos, lo que se está alterando es nuestro propio cerebro y no solamente la forma en que nos comunicamos. Esto lo han confirmado estudios en los que se señala el impacto contundente sobre la memoria a largo plazo, la más importante que tenemos, y la memoria a corto plazo. La primera memoria guarda recuerdos que duran mucho tiempo, incluso de por vida. La segunda aloja recuerdos que duran muy poco, en muchos casos sólo unos cuantos segundos. La memoria a largo plazo es la sede del entendimiento, porque no sólo almacena datos y hechos sino, lo más importante, conceptos y esquemas, los cuales permiten organizar datos dispersos. Como lo dice John Sweller, un estudioso del asunto: “Nuestra capacidad intelectual proviene en gran medida de los esquemas que hemos adquirido durante largos períodos de tiempo. Entendemos conceptos de nuestras áreas de pericia porque tenemos esquemas asociados a dichos conceptos” (cit. en Carr, 2011: 153).
Ahora resulta que con la sobrecarga de información a que estamos expuestos todos los días por los sistemas microelectrónicos nos saturamos de datos que asume la memoria de corto plazo, sin poderla conectar con la información almacenada en la memoria de largo plazo. En tal caso, no estamos en capacidad de distinguir lo relevante de lo irrelevante, o en otras palabras, estamos perdiendo la memoria y “nos convertimos en descerebrados consumidores de datos” (ibíd.: 153).
Lo que resulta sintomático de la presión a que está siendo sometido nuestro cerebro y nuestra memoria de largo plazo se muestra con el hecho que, en gran medida, los cultores de la inteligencia artificial están adecuando la memoria de corto plazo a la lógica de funcionamiento de los ordenadores, lo que quiere decir que “entrenamos nuestros cerebros para que presten atención a tonterías”, algo que tiene funestas consecuencias sobre nuestra vida intelectual. En resumen:
Las funciones mentales que están perdiendo la “batalla neuronal por la supervivencia de las más ocupadas” son aquellas que fomentan el pensamiento tranquilo, lineal, las que utilizamos al atravesar una narración extensa o un argumento elaborado, aquellas a las que recurrimos cuando reflexionamos sobre nuestras experiencias o contemplamos un fenómeno externo o interno. Las ganadoras son aquellas funciones que nos ayudan a localizar, clasificar y evaluar rápidamente fragmentos de información dispares en forma y contenido, los que nos permiten mantener nuestra orientación mental mientras nos bombardean los estímulos. Estas funciones son, no por casualidad, muy similares a las realizadas por los ordenadores, que están programados para la transferencia a alta velocidad de datos dentro y fuera de la memoria. Una vez más, parece que estamos adoptando en nosotros mismos las características de una tecnología intelectual novedosa y popular (cf. ibíd: 174s.).
Para los apologistas de las Nuevas Tecnologías de la Información esto significa que el cerebro se reduce a un instrumento que procesa datos y, en tal caso, la inteligencia humana ya no se diferencia de la llamada inteligencia artificial. Esta concepción taylorista aplicada al cerebro, la reproduce muy bien Google, cuyos gestores conciben a la inteligencia como un proceso mecánico, constituido por una serie de pasos que se pueden aislar, medir y optimizar, como el taylorismo ha hecho con la división de tiempos y tareas para producir tornillos o automóviles.
En esta perspectiva, no resulta sorprendente que se confundan la memoria de los seres humanos con los espacios en que se almacena información de los computadores y a eso se le llame memoria, sin rubor alguno. La confusión resulta crítica porque de allí se desprende que el computador puede remplazar a nuestra memoria biológica. No por azar, ciertos apologistas de la tecnología lo dicen sin titubear: “Con un clic en Google, memorizar largos pasajes o hechos históricos” ya es algo obsoleto y en tal caso memorizar se considera una “pérdida de tiempo” (Don Tapscotott, cit. en Carr, 2011: 220). Desde luego, si reducimos la memoria humana a una simple caja que almacena información de corto plazo, eso puede ser asumido por los computadores, pero si concebimos a la memoria como una característica exclusivamente humana y que no se reduce a recordar información desechable sino que es esencial para nuestra vida, porque no sólo nos permite recordar sino sentir, pensar y sobrevivir, tener emociones y empatía, las cosas cambian sustancialmente porque la memoria está viva, y la que se llama memoria informática no.
Las transformaciones que están generando las Nuevas Tecnologías de la Información sobre nuestro cerebro y memoria se relacionan con la lógica del capitalismo actual de inscribir a los seres humanos en el corto plazo, o más exactamente, en el carácter instantáneo del tiempo comercial, un perpetuo presente, sin pasado ni futuro. El ritmo vertiginoso y acelerado del capitalismo sólo deja tiempo para consumir y tirar a la basura, con lo cual se anulan las diferencias temporales. Ahora, “el proceso productivo se presenta objetivamente como un gran flujo informático que atraviesa los espacios tradicionales destruyéndolas y que anula las distancias temporales con una inaudita aceleración del tiempo (casi hasta la desaparición de las temporalidades tradicionales: noche, día, laborable, festivo, etcétera)” (Barcellona, 1992: 23). De esta forma se nos ha robado el tiempo y el espacio, y por tanto no hay lugar para la memoria, salvo que esta se puede convertir también en una mercancía, en un bien de consumo, lo cual la transforma y la aplasta, porque deja de ser un patrimonio crítico del individuo y de la sociedad y deviene en un artefacto insustancial que se reduce a la memoria informática, como indicamos más arriba.
En esas condiciones desaparece el ser humano como un sujeto histórico, con vínculos profundos con su pasado personal y social, para quedar reducido a un mero consumidor, que vive en un presente eterno, sin antes ni después. De ahí que, entre otras cosas, en las reformas educativas implementados en los últimos años en diversos países del mundo se proponga de manera clara el abandono a las nociones temporales, para que los estudiantes se doten de competencias laborales y empresariales, atadas a la producción y al consumo inmediatos, como cosas que son presentadas como las únicas útiles que existen. Esto no es otra cosa sino hundirnos en la barbarie, que, según Philip Rieff, es “la ausencia de memoria histórica. Y esto es precisamente lo que caracteriza la mentalidad mecanicista del tecnólogo” (cit. en Riechmann, 2006: 231).
Desde otro punto de vista, la expropiación de la memoria fortalece al capitalismo, si la ubicamos en la perspectiva que su expansión mundial aniquila otros espacios y otras temporalidades. En ese sentido,
El tiempo real corre el riesgo de hacernos perder el pasado y el futuro a favor de una “presentificación” que supone una amputación del volumen del tiempo. El tiempo es volumen. No es sólo un espacio tiempo en el sentido de la relatividad. El volumen y profundidad del sentido, y el advenimiento de un tiempo mundial único que liquide la multiplicidad de tiempos locales es una perdida considerable de la geografía y de la historia (Virilio/Petit, 1996: 79).
Debe enfatizarse que existe otro elemento adicional, la expropiación de la memoria de las luchas de los oprimidos, cuyas gestas y logros, que se han materializado en importantes rebeliones y revoluciones a lo largo de los últimos siglos, han desaparecido del imaginario de las generaciones contemporáneas que han sido “educadas” en la lógica capitalista y neoliberal del fin de la historia y en la ideología TINA (There is no alternative) que los obliga a pensar que este es el único mundo posible, y tolerable y, además de todo, es insuperable.
Por todo ello, y para terminar, un proceso revolucionario en el mundo de hoy debe recuperar otra visión del tiempo, en el que se reivindique la lentitud, la quietud, el goce por disfrutar cosas fundamentales de la vida que necesitan de tiempo, la recuperación de la memoria de los vencidos y de sus luchas, para iluminar el tenebroso presente capitalista, porque, como decía Oscar Wilde, el socialismo necesita muchas tardes libres. O, para decirlo con Pier Paolo Passolini, hay que reivindicar los tiempos lentos del ser, en los cuales se pueda contemplar
un mundo agrícola con bosques y leñadores, la comida “sencilla”, la interpretación estética clásica [...], las costumbres repetidas hasta el infinito, las relaciones duraderas y absolutas, las despedidas desgarradoras, los pasmosos regresos a un mundo que no ha cambiado (Pasolini, 1981: 149).