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Nuestra forma de vivir
sería, no ya imposible, sino impensable, sin el concepto (y el hecho) de la
producción. Pero durante muchos miles de generaciones (la inmensa mayor parte de
la existencia humana) no fue así. La recolección, simple vagar sobre el terreno
buscando frutos, raíces y pequeños animales para alimentarse, no implica ningún
proceso productivo. Allí donde es posible aún, poblaciones aisladas mantienen
ese modo de vida.
De la recolección a
la caza hay un paso importante: la organización como base del éxito. Durante la
edad del hielo sobrevivir obligó a cazar grandes animales desarrollando la logística
necesaria: trabajo en equipo, disciplina, estrategia y táctica. Esto ocurría en
el norte. Y cuando la retirada de los hielos mejoró allí las condiciones, más al
sur aumentó la aridez. Nuevos cambios adaptativos llevaron hasta la agricultura
y la ganadería. A partir de entonces podemos hablar de producción. Y de modos
de producción.
Los cambios que condujeron a la actual civilización fueron impuestos por la necesidad.
La producción, hecho social, se da en un conjunto de relaciones de producción, que son relaciones entre seres humanos. A cada momento el grupo tiene que producir sus medios de vida, pero sólo perdura en el tiempo si se reproduce a sí mismo. Para lograrlo suma a la producción material productos no materiales: instituciones, leyes, ideologías, religiones. Distintos modos de producción se articulan con distintos modos de organización social que sostienen la estructura.
Los cambios que condujeron a la actual civilización fueron impuestos por la necesidad.
La producción, hecho social, se da en un conjunto de relaciones de producción, que son relaciones entre seres humanos. A cada momento el grupo tiene que producir sus medios de vida, pero sólo perdura en el tiempo si se reproduce a sí mismo. Para lograrlo suma a la producción material productos no materiales: instituciones, leyes, ideologías, religiones. Distintos modos de producción se articulan con distintos modos de organización social que sostienen la estructura.
La estabilidad se
logra a condición de asegurar la producción regular de todo lo necesario. Pero la
regularidad absoluta no es posible por varios factores, y en primer lugar los que
supone un clima incierto. Hay que acumular en los tiempos de bonanza para
sobrevivir en los de penuria. La permanente amenaza de muerte por hambre en la vida
vagabunda del recolector es superada si se
produce más de lo que se consume.
La acumulación surge pues
como la opción más razonable. El problema es que la posibilidad de acumular no tiene
límites, límites mentales en primer
lugar. Si físicamente hay saturación, no la hay en la imaginación de los hombres.
Las necesidades reales se sacian siempre, no así la “necesidad” de acumular. Y
si la naturaleza como fuente de riqueza no basta, se acumula por desposesión de otros.
Las desigualdades sociales
se originan al acumularse excedentes. Los mejor situados, y en primer lugar los
encargados de distribuirlos, los hacen
propios. No sin resistencia de los desfavorecidos. La lucha de clases, motor de la historia, está servida.
La resistencia de los
débiles frente a los poderosos no es vencida solamente por el ejercicio directo
de la fuerza: más todavía lo es por la institucionalización del miedo. Y sobre todo, el sometimiento se
logra creando, en los dominados, pero también en los dominadores, concepciones
del mundo que presentan la estructura existente como la mejor para todos. Es el papel de la ideología, falsa conciencia en que se basa la hegemonía de la clase que domina en cada sociedad. Pero una hegemonía
basada en la falsa conciencia no se sostiene eternamente, y cae cuando se demuestra
que la estructura no era la mejor para
todos. Esto ocurre en las crisis prolongadas.
Hay un factor de crisis
en todas las sociedades y en sus modos de producción. Es la ley de los rendimientos decrecientes, manifiesta en cualquier actividad,
de la agricultura a las industrias extractivas: en un principio la productividad
es muy alta, pero es imposible de mantener en ese nivel de forma permanente. Las
mejoras en las técnicas productivas palían su descenso, como también lo puede hacer
el incremento de la fuerza de trabajo aplicada. Por este camino se llega a la
sobrexplotación de los recursos, y también
del hombre.
Los sucesivos modos
de producción que se han dado a lo largo de la historia comparten esta
característica: en términos absolutos, la producción no ha hecho más que
crecer, pero la productividad por unidad de recurso empleada (ante todo en términos
energéticos) siempre ha disminuido. Con menos trabajo y menos energía los
recolectores se procuraban el sustento;
hoy, la agricultura intensiva consigue brillantes resultados, que sirven para lo mismo, con un enorme costo
energético y un rendimiento muy bajo para la energía empleada.
Llegado un punto, el
sistema es insostenible. Ni hay más recursos naturales ni el trabajador puede
ser explotado “25 horas diarias”. Entonces sobrevienen los grandes cambios.
En términos marxistas, esos cambios no se producen hasta que el desarrollo de las fuerzas productivas es frenado por las caducas relaciones de producción. El sistema agota sus posibilidades. La estructura colapsa.
En términos marxistas, esos cambios no se producen hasta que el desarrollo de las fuerzas productivas es frenado por las caducas relaciones de producción. El sistema agota sus posibilidades. La estructura colapsa.
Dicho así, parece
propugnarse un crecimiento sin fin de las fuerzas productivas. Y buena parte del
imaginario socialista, tanto en su vertiente comunista como en la
socialdemócrata, se basó en superar dificultades impulsando el crecimiento. Se trata de una concepción efímera
y falsa: el crecimiento como valor en sí mismo es característico del sistema
capitalista, que lo interpreta como un incremento
del capital a través del beneficio obtenido con su posesión.
Pero el marxismo no
propugna el crecimiento per se. La
célebre frase anterior sobre cómo en las crisis
las relaciones de producción frenan a las fuerzas productivas sólo constata un hecho
cierto en la historia del capitalismo, antes y ahora, y sobre todo ahora mismo,
cuando tantas fuerzas productivas permanecen forzosamente ociosas.
Como cierto es que muchas
fuerzas productivas deben seguir desarrollándose todavía: las que producen
sobre todo desarrollo humano, que no es simple crecimiento material. El decrecimiento del que hoy hablamos los
marxistas no es la austeridad que propone
el capitalismo para hacer tragar a los pueblos su mercancía averiada.
Lo dice (mejor que yo) el geógrafo y economista David
Harvey en una reciente entrevista:
La austeridad es una opción totalmente equivocada. Más que nada, porque el
impacto sobre las clases sociales es muy distinto. Las clases más vulnerables suelen
ser las más perjudicadas, como en este caso. Pero más allá de esta última
cuestión, lo cierto es que las clases más bajas gastan el dinero; y las clases
altas, en cambio, lo utilizan para generar más dinero, y no siempre con fines productivos.
A través de estas medidas los costos de la crisis se cargan, no sobre las
clases altas, sino sobre quien consume servicios del Estado. Ocurre lo que siempre
ocurrió, y de lo que trata el FMI –y lo trató siempre-, es de salvar a las instituciones
financieras y destruir la calidad de vida de la gente.
Esa austeridad significa
sólo continuar, tras el agotamiento que hace imposible la extracción de más
valor del trabajo y de la naturaleza, la acumulación
por desposesión, incrementando la tasa de explotación cuando cae en picado la
tasa de ganancia.
Desde ahora, el
sistema se devora a sí mismo. Y, si lo dejamos, nos devorará, como partes que
somos de él, hasta su último estertor.
Tomemos nota.
Advertidos estamos.
Juan
José Guirado
Diciembre de 2011