Cuando el confinamiento de la pasada primavera podía haber servido para demostrarnos la diferencia entre lo indispensable y lo superfluo, y dirigirnos a transformar de cabo a rabo este insensato modelo productivo, la "nueva normalidad" a la que se ha querido regresar a toda prisa es en realidad la "vieja anormalidad" de antes.
Con todos sus problemas, a los que se añade que la salud pública regresa rápidamente a la casilla de salida.
Por eso este artículo, que reproduzco parcialmente, insiste en que no olvidemos alegremente cosas que esta experiencia debería habernos enseñado:
- La presión que la especie humana ejerce sobre los entornos naturales multiplica las oportunidades de contacto entre esta última y las especies de animales salvajes.
- La agroindustria capitalista contribuye de múltiples maneras a la generación de pandemias virales dentro de la especie humana.
- Otras pandemias similares, tal vez incluso más graves que la que estamos atravesando actualmente, se producirán en los próximos años.
- La pandemia no pudo ser contenida en la escala y con la rapidez que hubiera sido posible y deseable debido a los fuertes recortes del gasto público en salud en las décadas anteriores. Hay que poner fin a esta austeridad y poner en marcha un vasto plan público para el sistema de salud.
- Si bien los investigadores preocupados por la lucha contra las recurrencias de las pandemias virales tienen buenas razones para indignarse, no ocurre lo mismo con algunos de sus colegas que han podido disponer claramente de los fondos necesarios y suficientes para amplificar la virulencia de algunos de esos virus, con el pretexto de estudiar cómo mutan, pero también, más probablemente, para mejorar los arsenales de guerra bacteriológica que poseen los estados mayores de los principales ejércitos, aunque declarando que nunca serán los primeros en utilizarlos…
- Con la intención de liberarse en principio de la capacidad proletaria de conflicto que ofrecía la fábrica fordista, la “fábrica fluida, flexible, difusa y nómada” posfordista no hizo otra cosa más que extender su fragilidad al conjunto del planeta.
- El confinamiento de la población ha interrumpido abruptamente la educación a todos los niveles. Sobre todo, la introducción apresurada de soluciones de educación a distancia dejó en claro que la educación a distancia se encuentra todavía en su infancia, al menos dentro de la educación pública, y no ha sido diseñada para que exista una articulación con la enseñanza presencial, que sigue siendo indispensable.
- La necesidad de preservar el cuerpo social condujo a la paralización de toda producción no inmediatamente necesaria para la sociedad, arbitrando así entre lo útil y lo fútil, si no entre lo benéfico y lo perjudicial.
- Al haber sido asumida por los distintos Estados, la gestión de la crisis y sus consecuencias no han hecho sino agravar la distorsión entre una economía capitalista mundializada y los centros de poder que siguen siendo esencialmente nacionales y preocupados por los intereses nacionales.
- No hay que confundir el socialismo con el estatismo; la socialización de la producción que se quiere lograr sólo adopta la forma de estatización mientras se mantengan las relaciones capitalistas de producción; la superación de estas últimas debe hacer que adopte otras formas, combinando la autogestión de las unidades de producción con la planificación democrática de la producción en su conjunto.
- Esta humanidad no está en la naturaleza como “un imperio dentro de un imperio” (como lo dijo Spinoza) sino que es parte integrante de ella y por lo tanto dependiente de ella, lo que hace que el humanismo revolucionario debe ser también un naturalismo consumado.
Alain Bihr
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2. Resultó imposible prevenir la actual pandemia porque las investigaciones científicas realizadas a partir de pandemias anteriores (sobre todo el síndrome respiratorio agudo severo SARS en 2002-2003) se abandonaron rápidamente en los años siguientes. En cuanto a la investigación pública, ésta ha sido afectada por la austeridad presupuestal, más severa aún después de la crisis financiera de 2007-2009, que llevó a la restricción e incluso a la supresión de la ya escasa financiación de la investigación pública, tanto a nivel nacional como internacional. En cuanto a la investigación privada, que opera en el marco de las empresas farmacéuticas privadas transnacionales, cuya principal preocupación no es ciertamente la salud pública sino la valorización máxima de su capital, la misma tiene por definición poco interés y menos aún medios para el desarrollo de medicamentos o vacunas cuya rentabilidad es dudosa al ser necesarios largos para su desarrollo, además de la incertidumbre en cuanto a la existencia de una demanda solvente, dado que se desconoce la probabilidad de recurrencia de tales episodios epidémicos o no. Sin embargo, en los últimos años se han alzado muchas voces, no sólo por parte de los investigadores sino también por parte los aparatos de la policía y del ejército, para advertir a los líderes políticos, en particular a los responsables de la salud pública, sobre el riesgo y la casi certeza de tales recurrencias, sin que hayan obtenido resultado alguno. Y la actual pandemia ha demostrado a posteriori que tenían razón.
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3. La pandemia del Covid-19 se propagó como un reguero de pólvora gracias a los intercambios económicos transnacionales. La lección que hay que sacar de esto es evidente: si se quiere evitar o al menos limitar y frenar la propagación de esas pandemias, que muy probablemente se repitan en el futuro dadas las condiciones actuales, es necesario reducir la escala y la velocidad de esos intercambios reubicando las unidades productivas lo más cerca posible de las poblaciones cuyas necesidades se supone que deben satisfacer.
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4. La pandemia no pudo ser contenida en la escala y con la rapidez que hubiera sido posible y deseable debido a los fuertes recortes del gasto público en salud en las décadas anteriores. Aunque esto ya se ha documentado abundantemente en forma de numerosos testimonios, el macabro número de decenas de miles de vidas sacrificadas deliberadamente por los sumos sacerdotes y los bajos clérigos de los ministerios, las administraciones y los organismos de salud pública en el altar de la austeridad presupuestaria, a través del cierre de instituciones y unidades de cuidados intensivos y la restricción de personal. Y esto, pese a las protestas y advertencias de ese mismo personal, que a menudo recibió como única respuesta un silencio arrogante y despectivo y gases lacrimógenos. Todos los (ir)responsables del desastre que acabamos de vivir deben rendir cuentas, en el plano político, por supuesto, pero también, si fuera posible, en el plano judicial.
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5. Una vez desencadenada, la gestión de la crisis sirvió para recordar que el Estado o Estados son y siguen siendo el último recurso para el capital. En este caso eminentemente crítico, asumió esencialmente tres misiones. Por un lado, en lo inmediato, para salvar el capital poniéndolo bajo perfusión financiera: Garantizando los préstamos que las empresas tuvieron que contraer para hacer frente a las pérdidas de explotación; aplazando los plazos de pago de sus contribuciones obligatorias (impuestos y cotizaciones sociales); asumiendo total o parcialmente el costo del paro técnico al que se vieron obligados sus asalariados; prolongando el período de derecho a determinadas prestaciones sociales (subsidios de desempleo) y el pago de los salarios de los funcionarios y otros empleados del Estado; concediendo subvenciones excepcionales directamente a las empresas y a los hogares (esto fue así incluso en los Estados Unidos), etc. Sin duda, mañana habrá otras subvenciones excepcionales, absorciones de deudas, nacionalizaciones, etc., sin hablar de los planes de relanzamiento que serán necesarios para impulsar la recuperación (la reactivación de la economía) estimulando el consumo y la inversión, en particular en los sectores más afectados por el cierre (turismo, hoteles, restaurantes, teatros, transporte aéreo, etc.). Y todo eso a costa de un enorme déficit presupuestario y un fuerte aumento de la deuda pública (en el sentido más amplio del término: la deuda de los Estados, las autoridades locales y las administraciones públicas de bienestar social -no olvidemos el costo de la pandemia para el seguro de enfermedad), sobre todo porque la contracción de la actividad productiva ha dado lugar a una contracción de los ingresos públicos (principalmente impuestos indirectos perdidos y contribuciones sociales aplazadas o canceladas). Según el FMI, la deuda pública podría aumentar en un 13% del PIB mundial, o más de 10 billones de dólares.
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6. La extrema fragilidad de la infraestructura productiva del capitalismo no sólo se debe al carácter transnacional que ha adquirido en los últimos decenios, mencionado anteriormente. La transnacionalización no ha hecho más que acentuar una fragilidad estructural derivada de la propiedad privada de los medios de producción social: al hecho de que estos medios de producción se ejecuten en y por empresas privadas, separadas entre sí e incluso parcialmente opuestas entre sí, viéndose a la misma vez obligadas a cooperar mediante el intercambio comercial de sus productos (bienes o servicios). Si ese intercambio se rompe, por una u otra razón, crisis sanitaria, crisis económica o crisis política, todo el aparato de producción colapsa. Le corresponde entonces al Estado hacerse cargo, siendo que él mismo se encuentra estructuralmente impedido por su naturaleza burocrática y por los límites que le impone la propiedad privada, que pretende preservar y hacer respetar. Por no hablar de la mediocridad habitual de los que gobiernan, tanto intelectual como moral (pues ¿existe acaso una ambición más mediocre que la de querer gobernar a los hombres?), que son a su vez prisioneros de los intereses de clase que representan y de los intereses de los cuerpos a los que pertenecen, con todo lo que esto implica en términos de barreras y anteojeras.
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7. Para terminar, otra lección que se puede extraer de la crisis actual define lo que está en juego en un cambio revolucionario. Al precipitarlas y radicalizarlas, esta crisis ha confirmado las tendencias de larga data y ya conocidas del capitalismo: su incapacidad para preservar incluso sus propias ganancias, ya sea en términos de prosperidad material o de salud pública, la constitución y consolidación del espacio público (incluido el ejercicio de las libertades públicas, así como la simple libertad de moverse sin temor en la calle, de sentarse en la terraza de un café, de intercambiar palabras o sonrisas con los vecinos, apretones de manos y abrazos entre amigos) y la autonomía individual, el estado de derecho y la racionalidad. En otras palabras, ha revelado la amenaza mortal que su perpetuación representa para la civilización humana, para la humanidad y el mundo vivo en general. En estas condiciones, el movimiento revolucionario debe presentarse en lo sucesivo como defensor no sólo de los intereses del proletariado (que, sin embargo, constituye ya la mayor parte de la humanidad contemporánea) sino, más ampliamente y más radicalmente, de los de la humanidad en su conjunto, entendida tanto en extensión como en comprensión.
La crisis actual nos habrá hecho recordar que esta humanidad no está en la naturaleza como “un imperio dentro de un imperio” (como lo dijo Spinoza) sino que es parte integrante de ella y por lo tanto dependiente de ella, lo que hace que el humanismo revolucionario debe ser también un naturalismo consumado. Aquí encontramos una de las intuiciones del joven Marx: