Queda en el aire el juego de palabras que podría llamarse "la irracionalidad de lo real". Razón es relación, tanto en la matemática como en la vida. En el primer caso, la relación entre dos discretos números naturales sería racional. En cuanto a los números reales, si pudiéramos pasar lista a todos para elegir uno al azar, sería infinitamente improbable que lo fuera.
En la vida también hemos de conformarnos con una racionalidad aproximada. Lo real siempre superará nuestras limitadas capacidades. Es la intuición, antes que la razón, el motor del pensamiento y de la actividad. Pero, como ocurre con los números, no podemos dar un paso por lo real sin recurrir a las aproximadas razones que la simulan.
Aunque no hay que apurarse por lo inabarcable que es lo no abarcable: dejo aquí el pobre Aquiles tratando de calcular el salto que debe dar para llegar a la tortuga, cuando "ya está" sentado en ella.
Juan de Mairena habla a sus alumnos:
Es seguro que Aquiles, el de los pies ligeros, no alcanzaría fácilmente a la tortuga, si sólo se propusiera alcanzarla, sin permitirse el lujo de saltársela a la torera. Enunciado de esta forma, el sofisma eleático es una verdad incontrovertible. El paso con que Aquiles pretende alcanzar, al fin a la tortuga no tiene en nuestra hipótesis mayor longitud que la del espacio intermedio entre Aquiles y la tortuga. Y como, por rápido que sea este paso, no puede ser instantáneo, sino que Aquiles invertirá en darlo un tiempo determinado, durante el cual la tortuga, por muy lenta que sea su marcha, habrá siempre avanzado algo, es evidente que el de los pies ligeros no alcanzará al perezoso reptil marino y que continuará persiguiéndolo con pasos cada vez más diminutos y, si queréis, más rápidos, pero nunca suficientes, de modo que el sofisma eleático puede enunciarse en la forma más lógica y extravagante: «Aquiles puede adelantar a la tortuga sin el menor esfuerzo; alcanzarla, nunca.» Veamos ahora, señor Martínez, en qué consiste lo sofístico de este razonamiento.
–En suponer, observó Martínez, que Aquiles, al encontrarse en A y la tortuga en B, daría el paso AB y no el paso AC, un poquito mayor, con el cual alcanzaría a la tortuga, sin adelantarla, si calculaba exactamente el tiempo que invierte la tortuga en ir de B a C.
–¿Qué piensa el oyente?
–Que la objeción parece irrefutable. Sin embargo, el cálculo de Aquiles es de una realización también problemática. Porque el paso de la tortuga es un asunto privativo de la tortuga, y no hay razón alguna para que sea de una longitud conocida por Aquiles, antes de realizarse. Si por cansancio o por capricho, la tortuga amengua el paso, Aquiles la adelanta; si lo acelera, no la alcanza. De modo que Aquiles podrá alcanzar a la tortuga por un azar, nada probable; por cálculo, nunca.
–No está mal. las objeciones a este razonamiento nos llevarían muy lejos –observó Mairena, no sabemos si porque tenía algo que objetar demasiado sutil o por conservar su prestigio de profesor–. Vamos ahora a nuestro sofisma del reloj. Una hora bien contada no se acabaría nunca de contar. Si el tiempo es algo relativo a la conciencia o, como dijo Aristóteles, no habría tiempo para contar movimientos –supongamos aquí los vaivenes de un péndulo–, y éstos pueden ser de una frecuencia, teóricamente al menos, infinita, es evidente que no acabaríamos nunca de contarlos, y la hora, o el minuto, o la millonésima de segundo que los contiene sería algo muy parecido a la eternidad.
–Pero la hora –observó Martínez– será siempre una hora: el tiempo que tarda el minutero en recorrer la totalidad de la esfera de nuestros relojes, que es el mismo que invierte el segundero en recorrer la suya sesenta veces, y el mismo que invertiría...
–Conforme, señor Martínez. Pero vamos a lo que íbamos. Nuestro sofisma puede serlo en el peor sentido de la palabra. Mas lo que yo pretendo poner de resalto es el carácter interesado, tendencioso, de este sofisma en cuanto va implícito, a mi juicio, en la invención y en el uso de nuestros relojes. Convencido el hombre de la brevedad de sus días, piensa que podría alargarlos por la vía infinitesimal, y que la infinita divisibilidad del espacio, aplicada al tiempo, abriría una brecha por donde vislumbrar la eternidad.