Llegados aquí, encontramos dos “evidencias”, o, para ser prudentes, dos “apariencias”. Evidente es lo que vemos, pero el lenguaje ha decidido que vemos la verdad. Aparente es precisamente aquello de cuya verdad dudamos. En todo caso, un espíritu crítico pondrá de entrada en cuarentena lo aparentemente evidente. Después, por pura necesidad, admitirá que hay verdades, sean cuales fueren...
(Esta es la trayectoria de Kant desde la razón pura hacia la razón práctica).
Esas dos “evidencias”, o “apariencias”, se admiten como realidades existentes. Vamos a por ellas: Parece evidente que existen tanto lo discreto como lo continuo. Tenemos experiencias sobre ambas realidades.
El paradigma de lo discreto es el sólido, que no es único como el Ser de Parménides. Por eso puede ser reunido con otros, numerado y contado. A partir de aquí, y de la idea de secuencia, hemos “creado” los números naturales. Admitido también el sólido como divisible, “creamos” los números racionales. Y admitidas esas secuencias de acumulación, de ordenación y de subdivisión como recurrentes sin final posible, adquirimos y admitimos las nociones de lo infinitamente grande y de lo infinitamente pequeño.
Mucho antes de que la técnica creara el telescopio y el microscopio, y con un poder de zoom que para sí quisieran, la imaginación nos permite utilizar esas herramientas para entender el mundo, y nos obliga continuamente, a ello.
El número real se apoya en lo mismo, pero es otra cosa. Sólo aparece, paradójicamente, al final de lo infinito. Por eso es inefable.
Sin embargo, esa realidad tan irreal aritméticamente, se torna en lo propiamente real en el mundo de la geometría. Subyace en la experiencia de lo continuo. La línea, y en primer lugar la línea recta, surge de la experiencia del movimiento y su continuidad. Del movimiento infinitamente dilatable del punto, a su vez infinitamente pequeño e indeterminado.
Toda la geometría comienza y se fundamenta sobre esa realidad tan real. Y en nuestra ignorancia creativa.
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