Ciudad de México (National Geographic) |
Ya hemos indicado la doble pugna de intereses contrapuestos que constituye el mecanismo, desde luego muy complejo, que modela el territorio y construye sobre él la ciudad. Por un lado la batalla se da entre los propietarios de suelo en su conjunto y la comunidad (en la que, desde luego, también están incluidos ellos); por otro, se contrapone el diferente interés particular de cada propietario frente a los demás.
Para solucionar civilizadamente los conflictos de intereses se necesita siempre un árbitro con capacidad y poder de intervención. Cuando el problema se plantea entre los intereses particulares de dos propietarios, un juez, ley en mano, puede resolverlo, pero obviamente es mejor y mucho más ágil que una administración específica tenga previstos los supuestos más comunes y decida sobre ellos de modo automático. Por esta razón nadie discute la necesidad de órganos administradores del urbanismo.
Pero cuando la contraposición de intereses se da entre la comunidad como conjunto y una parte de ella no es suficiente establecer un mecanismo de arbitraje, ya que una de las partes, la que constituyen los propietarios de suelo, sobre todo los grandes y más organizados, tiende de manera natural a hacer propuestas concretas de construcción de ciudad, porque vive de ello. Estas propuestas serán únicas si no existen otras, alternativas y anticipatorias del futuro, elaboradas en función de una visión global de lo que conviene a todo el colectivo, y nos encontraremos con una administración del urbanismo dedicada fundamentalmente a armonizar estas propuestas ajenas a ella y sin capacidad para dirigir las grandes líneas del desarrollo urbano.
Por esto es necesario enmarcar cualquier actuación en una ordenación integral del territorio, precisa y concreta, para que se sepa lo que debe hacerse y donde puede hacerse. Si el propio administrador no lo tiene claro, carecerá de criterios racionales para apoyar, frenar o modificar las propuestas particulares, y tenderá a dejar hacer, sin otro argumento que la conveniencia de defender la actividad del sector de la construcción, la ayuda a las empresas, etc.
El planeamiento no es un simple marco jurídico que regule alineaciones, rasantes y alturas a unos indeterminados edificios. La ordenación integral del territorio requiere mucho más. En primer lugar, debe prever las necesidades y las posibilidades reales de desarrollo sostenible del territorio, para disponer de una estrategia sensata de crecimiento, porque tan peligroso como no disponer de suficiente suelo acondicionado para edificar es tener demasiado.
Demasiado suelo disponible, muy por encima del necesario en muchos años, es una carta blanca para que el crecimiento se produzca donde lo considere más oportuno el especulador, y producirá zonas intermedias de suelo, urbano en el papel, en realidad territorio degradado mientras espera multiplicar varias veces su valor inicial. Por el contrario, el crecimiento debe producirse allí donde pueda ser programado para producir lo antes posible un continuo urbano bien dotado. Si se trata de abaratar el suelo, habrá formas mejores y más eficaces para lograrlo que un supuesto crecimiento (¿hacia el infinito?) de la oferta.
En un espacio que se pretenda ciudad tendrá que haber algo más que viviendas mal amontonadas. Veamos lo que la legislación ha previsto que defina un Plan General de Ordenación Urbana.
En primer lugar, debe dejar bien claro qué suelo no es urbano ni debe llegar a serlo, delimitando los espacios que deben ser protegidos en todo caso y en qué condiciones pueden admitirse construcciones sin que se originen núcleos de población no deseables.
En segundo lugar, hay que estructurar sistemas generales que doten al suelo susceptible de llegar a ser urbano de condiciones para serlo realmente; deben preverse las redes fundamentales de abastecimiento, evacuación y depuración de aguas, energía eléctrica, vías adecuadas de acceso, etc, y delimitar usos previstos por áreas, indicando claramente cuales son entre sí excluyentes, alternativos y compatibles, e indicando especialmente los usos incompatibles con la estructura general prevista.
Deben establecerse también las características técnicas exigibles a cualquier actuación urbanizadora, fijando aprovechamientos, cesiones para uso público y otras condiciones previas a la redacción de Planes Parciales.
Por último, y no es lo menos importante, en el suelo que se delimite como urbano y no sólo en la ciudad habrá que asegurar una calidad de vida que ya existe en otras partes y que no siempre depende de grandes inversiones, sino de una correcta adecuación entre medios y fines.
Es mucho lo que debe y puede hacerse en este sentido, pero lo primero es conocer nuestro verdadero déficit (general y por zonas) en espacios libres, zonas verdes públicas, parques y jardines, centros docentes, asistenciales, sanitarios, red viaria (para vehículos en marcha y estacionados y para peatones, que también circulan), etc.
Sepamos también qué tejido urbano falta, qué usos sobran, qué nuevas vías es necesario abrir, hagamos una evaluación económica prudente y, de acuerdo con ella, fijemos plazos para las actuaciones pertinentes. No es tan urgente acabar como empezar, y, sobre todo, impedir que actuaciones precipitadas dificulten en el futuro la solución de problemas más fáciles de encarar hoy que mañana.
Si ha lugar a una tercera entrega, continuaremos perfilando ideas sobre el Plan General que necesitamos.
Juan José Guirado
ant. 2003
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