VII
Mientras yo estaba sentado pensando en todo esto pasaron junto a mí varios bichos metálicos. Caminaban sin cesar de trabajar incansablemente con el chirriar de los mecanismos. Uno de los cangrejos tropezó conmigo, y yo, con repugnancia, le di un puntapié. El cangrejo volcó y quedó impotente panza arriba. Casi instantáneamente se lanzaron sobre él otros dos cangrejos, y en la oscuridad relucieron cegadoras chispas eléctricas.
¡Al infeliz lo cortaban en trozos eléctricamente! Para mí aquello era el colmo. Me dirigí rápidamente a la tienda de campaña y saqué una barra del cajón. Cookling ya estaba roncando. Me acerqué cautelosamente al grupo de cangrejos y con todas mis fuerzas le di con la barra a uno de ellos. No sé por qué me había figurado que esto espantaría a los demás, pero no ocurrió nada parecido. Sobre el cangrejo que yo había destrozado se lanzaron otros, y de nuevo refulgieron las chispas.
Yo repartí unos cuantos golpes más, pero eso sólo aumentó la cantidad de chispas eléctricas. Del interior de la isla acudieron unos cuantos bichos más.
En la oscuridad sólo veía los contornos de los mecanismos y en este tumulto me pareció que uno de ellos era de dimensiones particularmente grandes.
Lo hice mi blanco. Sin embargo, cuando mi barra tocó su espalda, di un grito y salté a un lado: ¡había recibido una descarga eléctrica a través de la barra! El cuerpo de este bicho no sé de qué manera tenía un potencial eléctrico. «Protección originada por la evolución», cruzó por mi mente.
Con el cuerpo temblando me acerqué al ruidoso grupo de mecanismos para recobrar mi barra. ¡Eso era lo que yo pensaba! En la oscuridad, a la luz irregular de muchos arcos eléctricos, vi como cortaban en partes mi barra. El que con más porfía lo hacía era el autómata más grande, el que yo quería destruir.
Regresé a la tienda de campana y me eché en la cama.
Durante cierto tiempo logré caer en un pesado sueño. Esto, al parecer, no duró mucho. El despertar fue repentino: sentía que por mi cuerpo se arrastraba algo frío y pesado. Me levanté de un salto. El cangrejo (en el primer momento no había caído en ello) desapareció en el interior de la tienda. Al cabo de unos segundos vi una deslumbrante chispa eléctrica. El maldito cangrejo había venido adonde estábamos nosotros en busca de metal. Su electrodo estaba cortando la lata de agua dulce.
Sacudiendo rápidamente a Cookling lo desperté, y le expliqué desconcertadamente el caso.
- ¡Todas las latas al mar! ¡Las provisiones y el agua al mar!- ordenó.
Empezamos a transportar las latas al mar y a colocarlas en el fondo arenoso donde el agua nos llegaba a la cintura. Allá llevamos también todos nuestros instrumentos.
Empapados y sin fuerzas, permanecimos sentados a la orilla, sin dormir hasta el amanecer. Cookling resollaba con dificultad, y yo, para mis adentros, me alegré de que a él le hubiese tocado sufrir las consecuencias de su empresa. En aquel momento yo lo odiaba y le deseaba con ansia un castigo mayor.
No recuerdo cuánto tiempo había pasado desde que llegamos a la isla, sólo sé que un magnífico día, Cookling declaró solemnemente:
- Lo más interesante empieza ahora. Todo el metal se ha consumido.
Efectivamente, recorrimos todos los sitios donde antes estaba el material metálico y allí no quedaba nada. A lo largo de la costa y entre los matorrales se veían los hoyos vacíos.
Los cubos, lingotes y barras metálicas se habían convertido en mecanismos que en gran cantidad corrían de un lado a otro de la isla. Sus movimientos ya eran rápidos e impetuosos; los acumuladores estaban cargados a más no poder, y ya no gastaban energía en el trabajo. Estúpidamente corrían buscando por la costa, se arrastraban entre los matorrales de la meseta, chocaban unos con otros y, frecuentemente, con nosotros.
Observándolos me convencí de que Cookling tenía razón. Los cangrejos efectivamente eran diferentes. Se diferenciaban por sus dimensiones, por la magnitud de las pinzas, por el volumen de su boca-taller. Unos eran más ágiles, otros menos. Por lo visto había grandes diferencias en el mecanismo interno.
- Bueno, pues - dijo Cookling - ya es hora de que empiecen a luchar.
- ¿Lo dice en serio? - le pregunté.
- Claro. Para ello es suficiente darles a probar un trozo de cobalto. El mecanismo está construido de tal manera que si se introduce en él aunque sea una cantidad insignificante de este metal, aplasta, si se puede decir así, el respeto mutuo.
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