IX
A media noche me despertó un grito escalofriante. Cuando me puse en pie de un salto, no vi nada más que la franja gris de la playa arenosa y el mar que se unía al cielo negro sembrado de estrellas.
El grito se repitió por el lado de los matorrales, pero más débil. Sólo entonces me di cuenta de que Cookling no estaba a mi lado. Eché a correr hacia donde me parecía haber oído su voz.
El mar, como siempre, estaba muy tranquilo, y las pequeñas olas solamente de tarde en tarde, con un chapoteo apenas perceptible, se deslizaban por la arena. Sin embargo me pareció que la superficie del mar en donde habíamos dejado en el fondo las reservas de víveres y los recipientes de agua dulce, se agitaba. Algo se chapuzaba y chapoteaba allí.
Decidí que allí estaba Cookling ocupado en algo.- Señor ingeniero, ¿qué hace ahí? - grité, acercándome a nuestro almacén submarino.
- ¡Yo estoy aquí! - oí inesperadamente que la voz venía de la derecha
- ¡Dios mío!, ¿dónde está usted?
- Aquí - oí de nuevo la voz del ingeniero -. Estoy en el agua hasta el cuello, venga aquí.
Me metí en el agua y tropecé con algo duro. Era un enorme cangrejo que se había adentrado bastante en el agua y estaba de pie en sus largas patas.
- ¿Por qué se ha metido tan adentro? ¿Qué hace ahí? - le pregunté.
- Me perseguían y me han obligado a meterme aquí - chilló lastimosamente el gordiflón.
- ¿Lo perseguían? ¿Quiénes?
- Los cangrejos.
- ¡No puede ser! Pero si a mí no me persiguen.
De nuevo tropecé en el agua con un autómata, di un pequeño rodeo evitándolo y por fin me puse junto al ingeniero. Efectivamente estaba con el agua al cuello.
- Dígame qué ha pasado
- Ni yo mismo lo entiendo - pronunció con voz temblorosa -. Cuando estaba durmiendo, uno de los autómatas, inesperadamente, me atacó. Yo creía que había sido una casualidad, y me aparté, pero de nuevo empezó a acercarse y me tocó la cara con su pinza... Entonces me levanté y aparté a un lado. El detrás... Eché a correr... El cangrejo, detrás. Se le unió otro... después otro... Un pelotón... Y me han acorralado aquí...
- Es raro. Hasta ahora no ha habido nada parecido - dije -. En todo caso, si como resultado de la evolución se les ha elaborado el instinto antihumano, no me perdonarían a mí.
- No sé - gimió Cookling -. Pero temo salir a la orilla...
- Tonterías - le dije cogiéndolo de la mano -. Vamos hacia oriente paralelamente a la costa. Yo lo defenderé.
- ¿Cómo?
- Ahora nos acercamos al almacén y yo cojo cualquier objeto pesado, por ejemplo, un martillo...
- ¡Guárdese de que sea metálico! - gimió el ingeniero -. Es mejor que coja una tabla de un cajón o algo de madera.
Nos deslizamos lentamente a lo largo de la costa. Cuando llegamos al almacén, dejé al ingeniero solo y me acerqué a la orilla.
Se oía un gran chapoteo en el agua y el conocido chirriar de los mecanismos.
Los bichos metálicos habían despachurrado las latas de conserva. Habían alcanzado nuestro almacén submarino.
- ¡Cookling, estamos perdidos! - grité -. Se han tragado todas nuestras latas de conserva.
- ¿Sí? - pronunció lastimosamente -. ¿Qué vamos a hacer ahora?
- Eso corre de su cuenta. Toda la culpa la tiene su necia empresa. Usted ha sacado el tipo de arma de sabotaje que le gusta. Ahora deshaga el entuerto.
Yo di la vuelta rodeando a los autómatas y salí a la playa.
Allí, en la oscuridad, arrastrándome entre los cangrejos, recogí, palpando por la arena, trozos de carne, piñas en conserva, manzanas y algunos otros manjares, y los trasladé a la meseta arenosa. A juzgar por la cantidad que había desparramada por la playa, estos bichos habían trabajado de lo lindo mientras dormíamos. No encontré ni una lata entera.
Mientras estaba ocupado en recoger los restos de nuestras provisiones, Cookling estaba a unos veinte pasos de la orilla, metido en el agua hasta el cuello.
Estaba tan ocupado en recoger los restos, y tan disgustado, que me olvidé de su existencia. Sin embargo, pronto me lo recordó con un agudo grito.
- ¡Dios mío, Bad, ayúdeme, se me acercan!
Me eché al agua y, tropezando con los monstruos metálicos, me dirigí hacia donde estaba Cookling. Y allí, a unos cinco pasos de él, tropecé con un cangrejo.
El cangrejo no me hizo el más mínimo caso.
- ¡Vaya diablos!, ¿por qué lo odian tanto a usted? ¡Si usted, como quien dice, es su progenitor!
- No sé - con estertores y medio ahogándose, gimió el ingeniero -. Haga algo, Bad, para ahuyentarlos. Si sale un cangrejo más alto que éste, estoy perdido...
- Vaya, hombre, con la evolución. A propósito, ¿qué lugar de estos cangrejos es el más vulnerable? ¿Cómo se les puede estropear el mecanismo?
- Antes había que romperles el espejo parabólico o sacarles el acumulador del interior. Ahora no sé... Aquí hace falta una investigación especial...
- ¡Maldito sea usted con sus investigaciones! - dije entre dientes y agarré el delgado brazo anterior del cangrejo extendido hacia la cara del ingeniero.
El autómata reculó. Le cogí el segundo brazo y también se lo doblé. Estos tentáculos se doblaron fácilmente, como un hilo de cobre.
Claramente se notó que al bicho metálico no le gustó esta operación y empezó lentamente a salir del agua. El ingeniero y yo nos fuimos a lo largo de la costa.
Cuando salió el sol, todos los autómatas salieron del agua y durante cierto tiempo se calentaron. Durante este tiempo pude romper a pedradas los espejos parabólicos del dorso de lo menos cincuenta monstruos. Todos dejaron de moverse.
Pero, por desgracia, esto no mejoró la situación: fueron víctimas de los otros con asombrosa velocidad, y empezaron a salir nuevos autómatas. Romper las baterías de silicio del dorso de todas las máquinas era superior a mis fuerzas. Varias veces tropecé con autómatas bajo potencial eléctrico, lo cual debilitó mi decisión de luchar contra ellos.
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