Nuestra mente es el más complejo sistema que conocemos (sobre todo, “que conocemos que se conoce a sí mismo”). Este carácter reflexivo (obsérvese la metáfora especular implícita en el reflexionar) la conduce inexorablemente a una repetida vuelta sobre sí misma, una recurrencia (recurrir es volver a correr, y en este caso una y otra vez).
La mente reflexiva se ve a sí misma como se reflejan sin fin dos espejos enfrentados, que se repiten cada vez más lejanos y cada vez más pequeños.
En seguida, aburridos de esa repetición, la zanjamos con un “no tiene final”, y ese corte lo categorizamos como lo infinito. Y a partir de esta seguridad en la repetición suponemos (principio antrópico) que lo que no alcanzamos a conocer debe ser semejante a lo conocido. Eso tranquiliza mucho: “no le des más vueltas”.
Además, en un ambiente (el ancho mundo) que sucesivamente vamos explorando, funciona. No seguimos repitiendo estúpidamente lo que advertimos que sigue igual. Claro que hay cosas que varían y enriquecen la experiencia, pero dentro de las variables del paisaje descubrimos las constantes.
Dos de esas constantes que nos permiten interpretar el mundo son el tiempo y el espacio. Tan evidentes se nos aparecen, tan reales, que el muy crítico Kant las consideró formas a priori de nuestra sensibilidad, anteriores a todo conocimiento aprendido.
Con nuestros medios cada vez perfeccionados, escudriñamos lo grande y lo pequeño. Pero nunca “lo más grande” (¿qué es lo más grande?) ni “lo más pequeño” (¿cómo será eso?) Siempre nos movemos dentro de unos límites. Sabemos que existen límites para nuestro conocimiento, pero difícilmente podemos situarlos como algo fijo, porque es nuestra experiencia que los vamos desplazando continuamente más allá.
Si los límites posibles se nos alejan al explorar el tiempo y el espacio, podemos imaginar que no hay límites. De hecho, todas las cosmologías los han situado arbitrariamente. Muchas religiones hablan de un principio y de un fin de los tiempos. Otras tienen una visión cíclica, de eterno retorno. Sin embargo, casi todas admiten la eternidad. Si no la del mundo, la de un ser supremo preexistente a él.
A la ciencia experimental le basta fijar las condiciones normales en que los fenómenos son previsibles, continuación de lo ya acumulado como saber. Pero conforme profundizamos en el conocimiento científico, descubrimos dos fenómenos aparentemente contradictorios: por una parte, los límites se alejan, el mundo crece en espacio y duración, dejando pequeña la cosmovisión lineal de las tradiciones occidentales (no es el caso de las cíclicas, como el hinduismo). Todo es mucho más grande y mucho más viejo y mucho más igual de lo que imaginábamos.
Pero por otro lado, en las fronteras de lo conocido aparecen sombras que hacen dudar de aquella suposición antrópica de que lo que no alcanzamos a conocer debe ser semejante a lo conocido. ¿El espacio y el tiempo son tan uniformes? ¿Existen singularidades, retornos, bucles, bifurcaciones? ¿Es finito nuestro universo? ¿Hay o hubo otros, incomunicados o incomunicables? ¿Qué hay por debajo de lo más pequeño conocido?
La cosmología es una ciencia divertida, en el mismo sentido que la invención religiosa. Al salir del experimento, extrapolamos. ¿Por qué no hacerlo? Se buscan teorías “del todo”, de unificación, que por ahora no pasan de ser esfuerzos de la imaginación. Dentro de todo, esa imaginación, aún para negarlos o retorcerlos, sigue apoyándose en el espacio y el tiempo reales de nuestra experiencia más inmediata. La que nos ha traído esos números reales pero inalcanzables de la aritmética, esa recta real continua, sin final, de puntos a la vez inaccesibles y sobrepasables, ese tiempo que concebimos siempre prolongable y siempre subdivisible.
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