Aquiles, “el de los pies ligeros”, como lo llama Homero, corre tras una tortuga a la que jamás podrá alcanzar. Así lo afirmó Zenón de Elea ante sus perplejos conciudadanos, para fundamentar su idea de que el movimiento no existía, que era pura apariencia.
Esta contradicción (el alcance era lógicamente imposible, a pesar de su evidencia) reafirmaba, o eso pensaba el, la idea del Ser según Parménides, absoluto, infinito e inmutable.
(Claro que el cínico Diógenes refutó a su vez a Zenón, moviéndose continuamente y dando origen al principio pragmático de que “el movimiento se demuestra andando”).
El razonamiento de Zenón es muy simple: cuando Aquiles llegue a donde está ahora la tortuga, la tortuga ya no estará allí. Habrá avanzado algo, por poco que sea. Y cuando llegue a la nueva posición tampoco encontrará en ella al pasmoso quelonio. Por más que se esfuerce, siempre llegará tarde al encuentro, en una sucesión de intervalos cada vez más cortos, pero sucesión infinita a fin de cuentas.
Este razonamiento no convenció realmente a nadie, pero sí dio que pensar a los que se ocuparon de él durante siglos, hasta que se entendió que una sucesión (suma) de infinitos eventos no implicaba que no existiera un límite.
Y el límite se presenta siempre cuando el perseguidor es más rápido que el perseguido. Y nunca si éste se mueve a igual o mayor velocidad. Tal como nos dicta la intuición, a fin de cuentas basada en la experiencia.
El modo de razonar por eventos sucesivos artificialmente separados en el tiempo me trae a la memoria la historieta del que se cayó de la torre e iba calculando cuánto le quedaba para llegar al suelo: ¡me quedan veinte metros...! ¡me quedan diez metros...! ¡me quedan tres metros...! ¡me queda un metro...! Pues para un metro que me queda, me lo salto...
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