viernes, 11 de marzo de 2011

Los cuatro ciclos

J. L. Borges, “Los cuatro ciclos” [1972].

Cuatro son las historias. Una, la más antigua, es la de una fuerte ciudad que cercan y defienden hombres valientes. Los defensores saben que la ciudad será entregada al hierro y al fuego y que su batalla es inútil; el más famoso de los agresores, Aquiles, sabe que su destino es morir antes de la victoria. Los siglos fueron agregando elementos de magia. Se dijo que Helena de Troya, por la cual los ejércitos murieron, era una hermosa nube, una sombra; se dijo que el gran caballo hueco en el que se ocultaron los griegos era también una apariencia. Homero no habrá sido el primer poeta que refirió la fábula; alguien, en el siglo catorce, dejó esta línea que anda por mi memoria: The borgh brittened and brent to brondes and askes[1]. Dante Gabriel Rossetti imaginaría que la suerte de Troya quedó sellada en aquel instante en que Paris arde en amor de Helena; Yeats elegirá el instante en que se confunden Leda y el cisne que era un dios.

Otra, que se vincula a la primera, es la de un regreso. El de Ulises, que, al cabo de diez años de errar por mares peligrosos y de demorarse en islas de encantamiento, vuelve a su Ítaca; el de las divinidades del Norte que, una vez destruida la tierra, la ven surgir del mar, verde y lúcida, y hallan perdidas en el césped las piezas de ajedrez con que antes jugaron.

La tercera historia es la de una busca. Podemos ver en ella una variación de la forma anterior. Jasón y el Vellocino; los treinta pájaros del persa, que cruzan montañas y mares y ven la cara de su Dios, el Simurgh, que es cada uno de ellos y todos. En el pasado toda empresa era venturosa. Alguien robaba, al fin, las prohibidas manzanas de oro; alguien, al fin, merecía la conquista del Grial. Ahora, la busca está condenada al fracaso. El capitán Ahab da con la ballena y la ballena lo deshace; los héroes de James o de Kafka sólo pueden esperar la derrota. Somos tan pobres de valor y de fe que ya el happy-ending no es otra cosa que un halago industrial. No podemos creer en el cielo, pero sí en el infierno.

La última historia es la del sacrificio de un dios. Attis, en Frigia, se mutila y se mata; Odín, sacrificando a Odín, Él mismo a Sí Mismo, pende del árbol nueve noches enteras y es herido de lanza; Cristo es crucificado por los romanos.       
                            
Cuatro son las historias. Durante el tiempo que nos queda seguiremos narrándolas, transformándolas[2].                                                    


[1] “El verso en inglés medio quiere decir La fortaleza rota y reducida a incendio y cenizas. Pertenece al admirable poema aliteratiro Sir Gawain and the Green Knight, que guarda la primitiva música del sajón, aunque fue compuesto siglos después de la conquista que dirigió Guillermo el Bastardo” [Nota del autor].

[2] Cfr. Jorge Luis Borges, “Los cuatro ciclos”, en El oro de los tigres [1972], Obras completas [1923-1985], Barcelona, Emecé Editores, 1989,  vol. 2, pág. 506.

  Jaques-Louis David, La muerte de Sócrates (1787).

















“Cuatro son las historias... [y] durante el tiempo que nos queda seguiremos narrándolas, transformándolas”.

Taxativamente, Borges limita las posibilidades de contar a cuatro narraciones fundamentales. Fuera de esos mitos básicos, lo demás es repetición, y subraya esa idea de repetición con esa repetición reforzada, al final, de la frase inicial.

Entre esos paréntesis nos ofrece cuatro historias, y parece que nos está invitando a pensar que en el fondo son una sola. El fondo común puede rastrearse en todas las suyas, y del texto comentado se extrae la misma idea.

La más antigua es un relato bélico. Todos, defensores y agresores, conocen su destino, pero no pueden dejar de cumplirlo. Por eso es destino: la repetición inevitable de la tragedia, en los hechos y en las conciencias, lo confirma. El mito se anuncia para ser cumplido.

El mito del regreso es también vuelta al principio. El caso de Ulises podría pasar aún por una historia  de final feliz. Pero Borges se encarga de decirnos que no hay final, sino el inicio de una nueva partida, que jugarán los dioses.

La busca, que en las primeras versiones es empresa venturosa, desemboca, con la experiencia repetida, en fracaso inevitable. Pobres de valor y fe, nos queda la derrota.

¿Qué mayor fracaso que el de un dios que se ofrece como víctima del sacrificio y es inevitablemente su propio verdugo? “Cristo es crucificado por los romanos”, dice escuetamente, y parece que el hecho excluye el suicidio, pero detrás de los ejemplos que lo preceden y que repite, no es un caso distinto de ellos, porque un Dios omnisciente y omnipotente ha de ser forzosamente la causa de su propio sacrificio, preparado por él mismo desde toda la eternidad.

Las cuatro historias responden al mismo patrón, el eterno retorno, visto como el infierno. Vencedores y vencidos pierden, y lo saben antes de la batalla; la ida supone una vuelta para volver a empezar, el triunfo es el fracaso, y la víctima es el verdugo, mito que repite Borges una y otra vez en sus cuentos.

Si vemos en su propia trayectoria la lúcida interpretación de la trayectoria de su patria, entendemos que para él lo único que queda hacer ante el destino es el valor de admitirlo. Esa aceptación es la única libertad. El eterno retorno es un oleaje, y tiene ese ritmo inevitable. Borges comienza su camino como escritor nacionalista, deserta luego y desemboca en la gran tradición universal, perdida toda esperanza.

Si un hombre, o un dios, que es lo mismo, se sacrifica, la antigua voz media, permanente en nuestra voz pasiva refleja, recobra su valor inicial. Todo “ocurre”, no hay actor ni paciente; más bien el sujeto es ambas cosas: sacrifica y es sacrificado. Pero el conocimiento lo hace responsable (el mito del Árbol de la Ciencia, que Borges no cita, cuenta la misma historia). La ignorancia nos hace creernos libres. Es la memoria quien nos dice que estábamos obligados a recorrer libremente nuestro camino.

Interpretación, un tanto libre (¿o no?) de
Juan José Guirado
mayo de 2003

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