La versión que os ofrezco la tenéis en este sitio. Pero leed la mía. La cuelgo por entregas, para facilitar la lectura (y la intriga).
Por varias razones que dejo a vuestra consideración, este viejo relato soviético, una versión más del aprendiz de brujo, merece la pena.
Los cangrejos caminan sobre la isla
Anatoli Dneprov
I
- ¡Eh! ¡Vayan con cuidado! - les gritó Cookling a los marineros. Estos estaban con el agua hasta la cintura, y después de haber metido por la borda de la barca un pequeño cajón de madera, intentaban arrastrarlo a lo largo de la borda. Era el último cajón de los diez que había traído el ingeniero a la isla.
- ¡Vaya calor! Es un infierno - se lamentó Cookling secándose el rollizo y rojo cuello con un pañuelo de colores. Después se quitó la camisa empapada de sudor y la echó sobre la arena.
- Desnúdese, Bad, aquí no hay ninguna civilización.
Yo miré melancólicamente la ligera goleta, que se mecía lentamente en las olas a unos dos kilómetros de la costa. Debería volver por nosotros al cabo de veinte días.
- ¿Para qué demonios nos hemos metido con sus máquinas en este infierno solar? - le dije a Cookling cuando me quitaba la ropa -. Con este sol, mañana se podrá liar tabaco con su piel.
-No importa. El sol nos hace mucha falta. A propósito, mire, ahora es exactamente mediodía y lo tenemos verticalmente sobre la cabeza.
-En el ecuador siempre es así- mascullé sin apartar los ojos de la «Paloma» -, según lo describen todos los libros de geografía.
Se acercaron los marineros y se pararon en silencio ante el ingeniero. Este, pausadamente, metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un fajo de billetes.
- ¿Basta? - preguntó alargándoles unos cuantos. Uno de ellos asintió con la cabeza.
- En este caso, están libres. Pueden regresar a la nave. Recuérdenle al capitán Gale que lo esperamos dentro de veinte días.
- Manos a la obra, Bad - me dijo Cookling -. Estoy muy impaciente por empezar.
Yo lo miré fijamente.
- Hablando claramente, no sé para qué hemos venido aquí. Comprendo que allá en el Almirantazgo usted quizá tuviese ciertos reparos en decírmelo todo. Ahora creo que lo puede hacer.
El rostro de Cookling se contrajo en una mueca y miró al suelo.
- Claro que se puede... Y allá se lo habría dicho, de tener tiempo.
Presentí que mentía, pero no dije nada. Mientras tanto Cookling, de pie, se frotaba el cuello rojo púrpura con la rolliza palma de la mano.
Sabía que cuando él iba a mentir, siempre hacía esto.
Ahora me lo confirmaba.
- Vea usted, Bad, se trata de un divertido experimento para verificar la teoría de ese, cómo se llama... - se interrumpió y clavó sus ojos en los míos con mirada penetrante.
- ¿De quién?
- De sabio inglés... Caramba, se me ha ido de la cabeza su apellido... ¡Ah, lo recuerdo! de Charles Darwin.
Me acerqué a él hasta tocarlo y le puse la mano en el hombro desnudo.
- Oiga, Cookling. Usted seguramente cree que soy un idiota de remate y que no sé quién es Charles Darwin. Déjese de mentiras y dígame claramente para qué hemos desembarcado en esta parcela de arena ardiente en medio del océano. Y le ruego que no me mencione más a Darwin.
Cookling soltó una carcajada, abriendo la boca y mostrando sus dientes postizos. Se separó unos cinco pasos y dijo:
- Y a pesar de todo usted es un estúpido, Bad. Precisamente vamos a comprobar aquí la teoría de Darwin.
- ¿Y para ello ha traído aquí diez cajones llenos de hierro? - le pregunté acercándome de nuevo a él. Me quemaba la sangre el odio hacia este gordiflón reluciente de sudor.
- Sí - dijo cesando de sonreír -. Y en lo que se refiere a sus obligaciones, antes que nada tiene que abrir el cajón número uno y sacar la tienda de campaña, el agua, las conservas y los instrumentos necesarios para abrir los demás cajones.
Cookling me habló como lo hizo en el polígono cuando me presentaron a él. Entonces iba de uniforme militar y yo también.
- Está bien - musité entre dientes y me acerqué al cajón número uno.
En dos horas levantamos allí mismo, a la orilla, la tienda de campaña. Introdujimos en ella la pala, la barra, el martillo, varios destornilladores, un punzón y otros instrumentos de herrería. Allí mismo colocamos cerca de un centenar de latas de diferentes conservas y los recipientes con agua dulce.
A pesar de ser jefe, Cookling trabajaba como un buey. En verdad estaba impaciente por empezar. Trabajando no advertimos cómo la «Paloma» levó anclas y desapareció tras el horizonte.
Después de cenar la emprendimos con el cajón número dos. En él había una carretilla común de dos ruedas parecida a las que se usan en los andenes de las estaciones ferroviarias para transportar el equipaje.
Me acerqué al tercer cajón, pero Cookling me detuvo:
- Examinemos primeramente el mapa. Tendremos que distribuir y llevar a diferentes sitios el resto de la carga.
Yo lo miré con asombro.
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