El fascismo es la última línea de defensa de la burguesía, concepto tan abandonado que para muchos ya suena a doctrinario. Pero la burguesía es una realidad existente en nuestra estructura social, y puede definirse como aquella clase que posee los medios de producción y aprovecha la necesidad de quienes no los poseen de vender su fuerza de trabajo para subsistir, y de comprar luego los propios frutos de su trabajo. En ambas operaciones, el burgués obtiene beneficios.
Es natural que las clases poseedoras defiendan su ocio y su negocio. También es natural que los desposeídos tiendan a arrebatarles el chiringuito. La lucha de clases es un fenómeno natural.
Lucha es tensión entre opuestos, con ruptura o sin ella, oscilando entre el diálogo y la acción violenta, según urgencias, necesidades, posibilidades y oportunidades de los contendientes. Como en tantos fenómenos desarrollados en el tiempo, podemos hablar de un equilibrio puntuado: ni todo es evolución, ni todo revolución.
En sociedades estables puede haber mucha violencia más o menos aparente, y también hemos visto revoluciones democráticas pacíficas. Generalmente la violencia se produce en situaciones de cambio acelerado, como resistencia a las transformaciones por parte de los que están siendo despojados de su situación privilegiada, o como respuesta a esa resistencia.
La democracia moderna fue un modo de organizar la sociedad a partir de la caída del antiguo régimen. Al principio era claramente burguesa. Excluía a la clase obrera, el voto era censitario, restringido a los dueños de propiedades. El sufragio universal fue un logro dolorosamente arrancado, que se fue imponiendo lentamente, a lo largo de muchos decenios.
Casi siempre esta democracia ha estado controlada por partidos de la burguesía, o por partidos de una izquierda domesticada. Los medios para ese control son muchos y omnipresentes. El aparato estatal a través de sus tres poderes, el cuarto poder de los medios, los mecanismos ideológicos o religiosos, han mantenido mal que bien la capacidad de conformar las conciencias según sus intereses.
Esto ha funcionado relativamente bien en las fases expansivas del capitalismo. Pero en periodos críticos el malestar cunde en las masas, y la democracia se desestabiliza. Entonces se olvidan de la democracia y recurren al fascismo.
El fascismo pudo presentarse en otro tiempo como "otro modo de hacer la revolución", sedicentemente contra el capital, del que sin embargo recibió su fuerza. Una revolución en nombre de valores abstractos, como la Patria o la Raza, en gran medida construidos artificialmente sobre sustratos reales. El concepto de patria exalta el de nación, construcción real aunque cambiante. El de raza carece hoy de todo contenido válido.
El equivalente actual del fascismo sigue agitando el fantasma de la nación como unidad de destino, y en parte sustituye la raza por la etnia y el racismo puro por la xenofobia. En el fondo se trata de enmascarar las contradicciones de clase transformándolas en conflictos internos de las clases subalternas. Este es el fascismo que surge, como tratamiento preventivo, en las democracias de corte burgués, como un auténtico "plan B" alternativo a posibles rebeliones: si ha de haber una "revolución", que sea de orientación fascista, pagada por la parte "fea" de la burguesía, mientras la parte "bella" sigue loando (y croando) la democracia...
Si la democracia empieza a tomar un carácter socializante, entonces la canción es otra, y sólo se habla de defender la "democracia", frente a una supuesta "dictadura". A la "dictadura socialista" se opone la "democracia" a secas (burguesa), como la única verdadera.
Sobre la violencia, la defienden si es la suya, entonces la ejercen unos "luchadores por la libertad". Si la ejerce un enemigo, es "terror y opresión" y es digna de condena, aunque la ejerza como legítima defensa.
Luego, cuando el fascismo se implanta, no hay vuelta atrás. Si acaso un lento camino hacia una democracia convenientemente castrada, de la que será muy difícil escapar.
Lo malo es que los aparatos de ese estado burgués capitalista tienden a perdurar, y solamente se caen cuando la situación es tan mala (guerra, miseria, descomposición social, bancarrota...) que la salida puede ser también fascista.
Contra este engaño cobra importancia y pasa a primer plano la lucha ideológica. Hay que lograr que la gente entienda lo que está ocurriendo de verdad por debajo las apariencias.
El capitalismo hace, deshace, dicta sus reglas, oprime en el interior, destruye en el exterior, mata a sus enemigos, a ser posible en la cuna... porque no ve enemigos de su talla en el horizonte, pero sabe que sus prácticas los engendran continuamente. Y trata de matarlos en la cuna para que no lleguen a crecer, por cualquier medio que juzgue necesario.
En las crisis anteriores, tras una gran destrucción había un gran crecimiento. Ahora no está claro que pueda seguirse este camino, que se apoya en la explotación del hombre y de la naturaleza. No habrá nuevo desbordamiento de la riqueza que alcance a las clases populares (nunca lo hubo realmente, salvo en contados países y grupos sociales). Ahora estamos al final de la escapada.
El capital tiene más poder y menos futuro que nunca. De lo primero depende su galopada destructiva, que conduce a lo segundo.
El artículo de Petras reivindica la aplicación del término fascista a los movimientos violentos y reaccionarios que proliferan en unos países y amenazan con surgir en otros. Aunque los collares sean distintos, se trata de los mismos perros de la guerra.
Es natural que las clases poseedoras defiendan su ocio y su negocio. También es natural que los desposeídos tiendan a arrebatarles el chiringuito. La lucha de clases es un fenómeno natural.
Lucha es tensión entre opuestos, con ruptura o sin ella, oscilando entre el diálogo y la acción violenta, según urgencias, necesidades, posibilidades y oportunidades de los contendientes. Como en tantos fenómenos desarrollados en el tiempo, podemos hablar de un equilibrio puntuado: ni todo es evolución, ni todo revolución.
En sociedades estables puede haber mucha violencia más o menos aparente, y también hemos visto revoluciones democráticas pacíficas. Generalmente la violencia se produce en situaciones de cambio acelerado, como resistencia a las transformaciones por parte de los que están siendo despojados de su situación privilegiada, o como respuesta a esa resistencia.
La democracia moderna fue un modo de organizar la sociedad a partir de la caída del antiguo régimen. Al principio era claramente burguesa. Excluía a la clase obrera, el voto era censitario, restringido a los dueños de propiedades. El sufragio universal fue un logro dolorosamente arrancado, que se fue imponiendo lentamente, a lo largo de muchos decenios.
Casi siempre esta democracia ha estado controlada por partidos de la burguesía, o por partidos de una izquierda domesticada. Los medios para ese control son muchos y omnipresentes. El aparato estatal a través de sus tres poderes, el cuarto poder de los medios, los mecanismos ideológicos o religiosos, han mantenido mal que bien la capacidad de conformar las conciencias según sus intereses.
Esto ha funcionado relativamente bien en las fases expansivas del capitalismo. Pero en periodos críticos el malestar cunde en las masas, y la democracia se desestabiliza. Entonces se olvidan de la democracia y recurren al fascismo.
El fascismo pudo presentarse en otro tiempo como "otro modo de hacer la revolución", sedicentemente contra el capital, del que sin embargo recibió su fuerza. Una revolución en nombre de valores abstractos, como la Patria o la Raza, en gran medida construidos artificialmente sobre sustratos reales. El concepto de patria exalta el de nación, construcción real aunque cambiante. El de raza carece hoy de todo contenido válido.
El equivalente actual del fascismo sigue agitando el fantasma de la nación como unidad de destino, y en parte sustituye la raza por la etnia y el racismo puro por la xenofobia. En el fondo se trata de enmascarar las contradicciones de clase transformándolas en conflictos internos de las clases subalternas. Este es el fascismo que surge, como tratamiento preventivo, en las democracias de corte burgués, como un auténtico "plan B" alternativo a posibles rebeliones: si ha de haber una "revolución", que sea de orientación fascista, pagada por la parte "fea" de la burguesía, mientras la parte "bella" sigue loando (y croando) la democracia...
Si la democracia empieza a tomar un carácter socializante, entonces la canción es otra, y sólo se habla de defender la "democracia", frente a una supuesta "dictadura". A la "dictadura socialista" se opone la "democracia" a secas (burguesa), como la única verdadera.
Sobre la violencia, la defienden si es la suya, entonces la ejercen unos "luchadores por la libertad". Si la ejerce un enemigo, es "terror y opresión" y es digna de condena, aunque la ejerza como legítima defensa.
Luego, cuando el fascismo se implanta, no hay vuelta atrás. Si acaso un lento camino hacia una democracia convenientemente castrada, de la que será muy difícil escapar.
Lo malo es que los aparatos de ese estado burgués capitalista tienden a perdurar, y solamente se caen cuando la situación es tan mala (guerra, miseria, descomposición social, bancarrota...) que la salida puede ser también fascista.
Contra este engaño cobra importancia y pasa a primer plano la lucha ideológica. Hay que lograr que la gente entienda lo que está ocurriendo de verdad por debajo las apariencias.
El capitalismo hace, deshace, dicta sus reglas, oprime en el interior, destruye en el exterior, mata a sus enemigos, a ser posible en la cuna... porque no ve enemigos de su talla en el horizonte, pero sabe que sus prácticas los engendran continuamente. Y trata de matarlos en la cuna para que no lleguen a crecer, por cualquier medio que juzgue necesario.
En las crisis anteriores, tras una gran destrucción había un gran crecimiento. Ahora no está claro que pueda seguirse este camino, que se apoya en la explotación del hombre y de la naturaleza. No habrá nuevo desbordamiento de la riqueza que alcance a las clases populares (nunca lo hubo realmente, salvo en contados países y grupos sociales). Ahora estamos al final de la escapada.
El capital tiene más poder y menos futuro que nunca. De lo primero depende su galopada destructiva, que conduce a lo segundo.
El artículo de Petras reivindica la aplicación del término fascista a los movimientos violentos y reaccionarios que proliferan en unos países y amenazan con surgir en otros. Aunque los collares sean distintos, se trata de los mismos perros de la guerra.
"Grita «¡Devastación!» y suelta a los perros de la guerra"
Rebelión
(...)
La historia del avance del fascismo en las democracias En Venezuela, el término "fascista" se aplica apropiadamente a los grupos políticos organizados y violentos que llevan adelante campañas masivas de terror para desestabilizar y derrocar al gobierno bolivariano, que fue elegido democráticamente. Los académicos puristas podrían argumentar que los fascistas venezolanos no tienen la ideología nacionalista y racista que imperaba entre sus predecesores de Alemania, Italia, España y Portugal. Es cierto, y es a la vez, irrelevante. El tipo de fascismo existente en Venezuela es altamente dependiente del imperialismo estadounidense y de sus aliados, los caudillos militares colombianos; y actúan bajo sus órdenes. El racismo de los fascistas venezolanos se pone de manifiesto en los ataques directos contra las clases obrera y campesina, que son multirraciales y afro-indígenas -como quedó demostrado por las vitriólicas expresiones racistas contra el fallecido presidente Chávez.
La conexión esencial con los movimientos fascistas precedentes se centra en los siguientes puntos:
- Profunda hostilidad de clase contra la mayoría del pueblo;
- Odio visceral hacia el Partido Socialista Chavista, que ganó 18 de las 19 elecciones pasadas;
- Uso de la toma armada del poder por una minoría que actúa en representación de las clases dominantes locales y de EE.UU.;
- Intención de destruir las instituciones y los procedimientos democráticos, a los que, al mismo tiempo, usa con fines propagandísticos, para ganar espacio político;
- Se enfoca en la destrucción de las instituciones de la clase trabajadora -concejos comunales, asociaciones barriales, clínicas médicas y dentales, escuelas públicas, transporte, almacenes subsidiados de alimentos, centros de discusión política, cooperativas bancarias, sindicatos y cooperativas de campesinos;
- Y por el apoyo que recibe de la gran banca, y de las corporaciones del agro y firmas manufactureras capitalistas.
Trágicamente y con demasiada frecuencia, los líderes democráticos de los gobiernos constitucionales, tienden a ver a los fascistas como "simplemente otro partido", y se niegan o no tienen voluntad para aplastar las pandillas armadas, que combinan el terror en las calles con las elecciones para ganar el poder estatal. Los demócratas constitucionalistas han fracasado o no tuvieron la voluntad para ver al brazo político, civil, de los nazis como parte integral de un enemigo orgánico y totalitario; entonces negociaron y debatieron una y otra vez con las elites fascistas, que durante el proceso, destruían la economía mientras que los terroristas atacaban los cimientos político-sociales del estado democrático. Los demócratas se negaron a enviar a sus millones de simpatizantes para frenar a las hordas fascistas. Peor aún, hasta se vanagloriaban de haber encarcelado a los policías y soldados acusados de haber usado "fuerza excesiva" al confrontar a los pandilleros fascistas. Por ello, los fascistas se movieron fácilmente de las calles al poder del estado. Los demócratas elegidos por voto estaban tan preocupados por las críticas de los medios internacionales capitalistas, de los críticos de la elite y de las auto-llamadas organizaciones de derechos humanos, que contribuyeron a facilitar la toma del poder de los fascistas. El derecho del pueblo a la defensa armada de la democracia ha sido subordinado al pretexto de respetar las normas democráticas -¡normas que ningún estado burgués bajo ataque hubiera respetado! Los demócratas constitucionalistas fallaron en reconocer cuan drásticamente había cambiado la política. Ya no tenían enfrente de ellos a una oposición parlamentaria preparándose para la próxima elección; se enfrentaban a terroristas armados y a saboteadores que usaban la lucha armada para tomar el poder por cualquier medio -incluyendo golpes de estado violentos.
En el léxico fascista, conciliación democrática significa "debilidad", "vulnerabilidad" y una invitación a incrementar la violencia; explotan eslóganes como 'paz y amor' y 'derechos humanos'; llaman a 'negociaciones' como preámbulos de la derrota; y 'acuerdos' como preludios de la capitulación.
Los políticos democráticos que alertan sobre una "amenaza fascista" se vuelven blancos de los ataques violentos de los terroristas, que mientras tanto actúan como si estuvieran participando en "negociaciones parlamentarias".
Así es como los fascistas llegaron al poder en Alemania, Italia y Chile, mientras los demócratas constitucionalistas, hasta el final, se negaron a armar a los millones de trabajadores organizados que podrían haber rechazado a los fascistas, y salvado la democracia preservando a la vez sus propias vidas.
(...)
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