lunes, 16 de febrero de 2015

Las ciudades de la expulsión

La gentrificación es un proceso de transformación urbana en que se renueva la población original de una zona, progresivamente desplazada por otra de mayor nivel adquisitivo.

La mejora del área enmascara de ordinario la expulsión de los habitantes de bajos ingresos, presentada como renovación o restauración de la vitalidad del barrio, pero en definitiva este aumento de la calidad de vida no lo disfrutará la población original, por el contrario arrojada a periferias donde su bienestar será trágicamente recortado, sus relaciones vecinales rotas y su memoria colectiva difuminada.

En el urbanismo norteamericano, y en grado menor en los cascos antiguos de nuestras ciudades, se produjo una vez la huida de las clases acomodadas, primero a zonas de ensanche y más adelante a suburbios, seguida de un proceso de envejecimiento y degradación de esos centros.

Más adelante se ha pretendido regenerar estos cascos antiguos, según criterios de rentabilidad. Los centros financieros y comerciales sin población residente se convierten, fuera del horario comercial, en lugares inhóspitos y hasta peligrosos. Con buen criterio se tiende a una mezcla de usos que recupere el residencial, luego del fracaso de la excesiva zonificación. La revitalización pasa entonces por la renovación del hábitat.

En los barrios que se proyecta regenerar viven hoy poblaciones marginales, que conviven con antiguos habitantes empobrecidos, residentes de buen grado o atrapados porque no pudieron irse, en un ambiente deteriorado. Y los que antes se vieron obligados a quedarse son ahora obligados a marchar: no pueden pagar su permanencia.

Artículo de Ramón Andrés en El País Semanal.

Viandantes cruzan una calle de Barcelona



Las ciudades de la expulsión



¿De quién es ahora la calle? De los que aprendieron de los patriarcas de la corrupción. Nunca hubo tan aventajados alumnos

Una edición española de La ciudad, de Max Weber, que en 1987 publicó la combativa y afinada editorial La Piqueta, contiene un prólogo de Luis Martín Santos con un título irrefutable: La ciudad, máscara de una sociedad insolidaria. En él habla de “suelo organizado” y de “espacio humanizado”, pero también de esos “cementerios invisibles” que son los suburbios, y del centro, donde la ciudad “asume su prestigio”. No han pasado ni tres décadas desde que Martín Santos lo escribiera, y las grandes ciudades se han convertido en una especie de desembocaduras que suelta el curso del río más inverosímil y grotesco. No solo son viveros de estrés y tintineo de cajas registradoras, sino una galería de absurdos que ni el propio Chesterton habría acertado a describir.

Convertidas en grandes terminales de aeropuerto, con paseos que tienen más de duty free que de espacio libre y común, plagadas de autómatas con selfies que rebotan de un escaparate a otro. Estos siempre son de grandes marcas, que minan la fisonomía de las calles principales de Europa, convertidas en un solo y luminoso carril. Las ciudades son hoy lugares de expulsión. Aquella ciudad que Weber contempló como el escenario de la emancipación de sus habitantes es hoy la consumación de un despido. El ciudadano vive como un desplazado, incapaz de aguantar el acoso de las empresas que depredan el centro, por lo que debe cambiar de barrio y marcharse con sus cuatro cosas a la periferia.


Acuden, en medio de un sonoro traqueteo de maletas, los turistas que se amontonarán ante la puerta de Gucci

Los Ayuntamientos juegan al despiste. La desaparición de las tiendas de siempre, la extinción de los cafés y de los bares donde no se sirven mojitos ni Bloody Mary hacen que las calles sean una sucursal de la fábrica de moneda y timbre. Y esto se agravará en pocos meses. Según la entrada en vigor, el 1 de enero de 2015, de la nueva Ley de Arrendamientos Urbanos (LAU), los comercios minoristas, a veces centenarios, deberán pasar a pagar un alquiler solo apto para Swarovski, Bvlgari y compañía, y desaparecerán ante la descomunal subida. Afectará a más de 60.000 locales en toda España. La ley, que fue impulsada por Miguel Boyer, más o menos en la época en que Fraga Iribarne espetó “¡La calle es mía!”, acabará de ceñir, bien prieta, esa máscara de la que habló Martín Santos. Es verdad que una trama de pequeños comercios, de nueva apertura, muchos regentados por jóvenes que han hecho de sus tiendas un lugar de buen gusto e ingenio, se han convertido en una resistencia capaz de consolar a los decepcionados viandantes.

Pero eso no evita la pregunta: ¿de quién es ahora la calle? De los que aprendieron de aquellos patriarcas de la corrupción. Nunca hubo tan aventajados alumnos como ahora, que parecen jugarse a los dados los mejores solares y concesiones de obras. El caso de Barcelona es tan asombroso que el gremio de hoteleros ningunea al oscuro y servil Ayuntamiento. Han hecho suya la ciudad y buscan con olfato de lebrel edificios para rehabilitarlos como hoteles, con el consiguiente desplazamiento de los inquilinos. Un hotel aquí y otro más allá, donde acuden, en medio de un sonoro traqueteo de maletas, los turistas que, a las pocas horas, estarán amontonados ante la puerta de Gucci y Chanel para echarse ante ella una fotografía. Luego bajarán por la Rambla envueltos en un espantoso merchandising de camisetas, garrafones de sangría y una ristra de castañuelas colgadas como ajos. Y no saben que están en medio de un sembrado de hipotecas-extorsión y de geriátricos desatendidos. No imaginan que Los comebarato, de Thomas Bernhard, todavía hacen cola en los comedores municipales o religiosos, ni que hay escolares que calientan su cuerpo gracias a la dadivosidad del vecindario. Qué bien sentenció Martín Santos que la ciudad estaba convirtiéndose en una tachadura de lo comunitario, en una borradura.

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