En la página citada se han publicado o glosado varios artículos de este autor, y como homenaje se recuerda ahora uno, cuyo contenido forma parte del libro de Catton "Overshoot", editado en España por Océano con el título Rebasados: las bases ecológicas para un cambio revolucionario.
Este largo artículo lo reproduzco entero porque resume muchas de las ideas que han ido apareciendo en este blog. Tales son la capacidad de carga y el desbordamiento, crecimiento que al superar la capacidad de carga de un territorio lleva al colapso cuando se excede la máxima carga soportable permanentemente. O el mito cornucopiano, la creencia eufórica en recursos ilimitados, que pocas personas profesan ya. Sí es aún frecuente el mito tecnológico, falsa ilusión de que la tecnología siempre nos salvará.
Las poblaciones de cualquier especie declinan más o menos bruscamente cuando sostienen su presente a costa de robar recursos al futuro. De ahí mi preocupación, ampliamente manifestada en este blog, por la insensata conducta social de perder tiempo para las soluciones a medio y largo plazo, intentando ganar tiempo para prolongar un presente que se escapa.
Catton comienza por recordar la Ley de Liebig, que muestra la existencia de factores limitantes, elementos cuyo déficit impide el ulterior crecimiento de un organismo o de cualquier otra colectividad en su ecosistema. Esa limitación lleva a introducir el concepto de capacidad de carga, entendida como la mayor carga ecológica soportable indefinidamente.
Pero si un factor limitante que escasee puede ser obtenido por ampliación del sistema, lo que conlleva intercambios con otros subsistemas exteriores, la capacidad de carga del conjunto será mayor. El intercambio aumenta la posibilidad de obtener nuevas cantidades de ese elemento limitante, arrebátandolo sin más (sería la guerra u otra violencia entre colectivos humanos) o intercambiando elementos escasos en cada una de las partes por excedentes de la otra (sería el comercio). Así que la capacidad de carga del sistema ampliado es superior a las capacidades de carga locales.
Con ejemplos de la historia del siglo pasado hace ver que cuando las partes del sistema global se aíslan, su capacidad de carga disminuye dramáticamente. Entonces se explotan nuevos nichos de actividad, no sin resistencia por parte de quienes deben cambiar de nicho.
La ignorancia de lo que ocurre en cualquier ecosistema, también el humano, ha permitido salir de todas las crisis anteriores empleando nuevos recursos que, cuando superan la circularidad de lo renovable, sólo podrán resolver situaciones presentes hipotecando lo que será necesario en el futuro.
Para Catton, el hombre actual ("homo colossus") es literalmente un detritívoro, porque ya, objetivamente, se alimenta de recursos acumulados no renovables. Y puede sufrir el destino de los detritívoros, que colapsan masivamente cuando se agota estacionalmente su fuente de alimento.
Ahora sabemos esas cosas, aunque como los cambios son siempre más o menos traumáticos, por doquier habrá resistencia a ellos. Que tal vez no sea posible nos lo avisa el pesimismo de la inteligencia. A ver si somos capaces de oponerle el optimismo de la voluntad.
Una advertencia no escuchada
Aunque al comienzo no lo advirtiéramos, la revolución 
  industrial nos hizo precariamente dependientes del declinante legado natural 
  de recursos no-renovables. Muchos acontecimientos fundamentales de la historia 
  moderna, no fueron sino los resultados imprevistos de acciones tomadas con un 
  conocimiento inadecuado de los mecanismos ecológicos. Ni los ciudadanos 
  ni sus gobernantes previeron las consecuencias que sus acciones podían 
  provocar.
 
Para saber hacia donde nos encaminamos ahora, cuando nuestro destino se orienta 
  hacia un rumbo tan distinto al que aspirábamos, debemos examinar algunos 
  índices históricos que indican que incluso el concepto de “sucesión” 
  (como lo vimos en los capítulos anteriores) no tiene en cuenta las últimas 
  consecuencias de nuestra propia exuberancia. Podemos comenzar por echar una 
  nueva mirada a la gran depresión de los años treinta. Un suceso 
  que, mientras lo estaban viviendo, las personas percibieron superficialmente, 
  sólo desde el punto de vista económico y político. 
  Ahora, desde una perspectiva ecológica, ¿qué más 
  podemos advertir en ese acontecimiento? 
La “Gran Depresión”, analizada ecológicamente, 
  fue una muestra previa del destino hacia el cual la humanidad está siendo 
  arrastrada por un paradigma de progreso dependiente del consumo de los recursos 
  no renovables. Necesitamos analizar por qué no fue reconocido como lo 
  que era, una advertencia. Esto nos ayudará a comprender por fin el significado 
  que entonces pasó desapercibido. 
No comprendimos que se trataba de una advertencia, porque 
  el derrumbe de la economía mundial de 1929-32 no se debió al agotamiento 
  de combustibles o bienes esenciales. En la misma definición de capacidad 
  de carga [“carrying capacity”, en adelante ”capacidad de carga” 
  o c.c.]: “la mayor carga ecológica soportable 
  indefinidamente”, podemos advertir que los recursos no-renovables prestan 
  una c.c. aparente, proporcionando sólo una falsa sustentabilidad. Si 
  comenzar a depender de un supuesto mantenimiento sustentable es un pacto fáustico, 
  que hipoteca el futuro del ”homo colossus” a cambio de un presente 
  exuberante, esa hipoteca todavía no había sido ejecutada durante 
  la gran depresión. Aun así, gran parte de las penurias sufridas 
  por la humanidad en los años treinta debe ser vistas como el resultado 
  de un déficit de la “capacidad de carga”. El hecho de que 
  el déficit no proviniera directamente del agotamiento de los recursos, 
  no lo hace menos indicativo del tipo de problemas provocados por el vaciamiento 
  de esos recursos. Por lo tanto, necesitamos comprender qué fue lo que 
  ocasionó el déficit de la “capacidad de carga” en 
  ese momento.
La “capacidad de carga” y la “Ley de Liebig”Para comprender las causas de dicho déficit, necesitamos alejarnos de los esquemas habituales del pensamiento político y económico, remontarnos a dos tercios de siglo antes de la depresión de 1929 y reexaminar, por su profunda relevancia humana, el principio de química agrícola que formuló en 1863 el científico alemán Justus von Liebig. Este principio estableció con claridad el concepto de "factor limitante” brevemente mencionado en el Cáp. 8. La c.c., como vimos allí, no está restringida solamente por el suministro de alimentos, sino potencialmente por cualquier sustancia o recurso cuyo suministro sea indispensable, pero inadecuado. El principio fundamental es este: la necesidad de cualquier bien que esté menos abundantemente disponible (en relación con los requisitos per cápita), limita la “capacidad de carga” del ambiente.
Aunque es imposible derogar este principio, conocido como "la ley del mínimo” o “ley de Liebig”, hay una manera 
  de hacer que su aplicación sea menos restrictiva. Las personas que viven 
  en un ambiente dónde la capacidad sustentable está limitada por 
  la escasez de un recurso esencial pueden desarrollar relaciones de intercambio 
  con los residentes de otra zona que posea un sobrante del mismo, pero a la que 
  le falta algún otro recurso que es abundante donde el primero era escaso. 
  
El comercio no deroga la ley de Liebig. Sólo conociendo 
  la ley de Liebig, sin embargo, podemos ver claramente qué hace el comercio, 
  en términos ecológicos. El comercio amplía el espectro 
  de aplicación de la “ley del mínimo”. La capacidad 
  de carga de dos o más áreas con configuraciones de recursos diferentes, 
  puede ser mayor que la suma de sus capacidades separadas. Llámese a este 
  el principio de extensión del espectro; puede expresarse en la siguiente 
  fórmula matemática: 
CC (a+b) > CCa + CCb
La combinación de los ambientes (a + b) todavía 
  tiene la capacidad de carga limitada, y esa capacidad (compuesta) de carga todavía 
  está fijada por los recursos que estén menos disponibles que lo 
  necesario. Pero si los dos ambientes están realmente unidos por el comercio, 
  entonces las carencias, que son locales para a o b ya no tienen que ser limitantes. 
  
Una buena parte de los acontecimientos de la historia humana 
  deben ser visualizados como los esfuerzos para implementar el principio de ampliación 
  del enfoque. La mayoría de esos eventos ocurrieron como resultado de 
  decisiones y actividades llevadas a cabo por hombres que nunca oyeron hablar 
  de Liebig o su ley del mínimo. Ahora, sin embargo, conociendo la ley, 
  y entendiendo el principio del la extensión del espectro, nosotros podemos 
  ver procesos importantes de la historia a una nueva luz. Los progresos en la 
  tecnología del transporte, junto con los avances en la organización 
  comercial, a menudo lograda sólo después de la conquista o la 
  consolidación política, han tenido el efecto de agrandar la “capacidad 
  de carga” humana mundial, posibilitando que más y más poblaciones 
  locales (o sus estilos de vida) no sufran las limitaciones geográficas 
  locales sino una abundancia a distancia. 
La vulnerabilidad producida por la reducción del espectro
Cuando la población humana (y sus apetitos) crecieron 
  en respuesta a este incremento del intercambio basado en las capacidades de 
  carga combinadas, el acceso a los recursos no-locales se hizo cada vez más 
  vital para el bienestar y la supervivencia humanos. Cuando la carga ecológica 
  aumentó más allá de lo que podía soportar la suma 
  de las capacidades de carga de los ambientes locales, la vulnerabilidad de la 
  humanidad a cualquier ruptura del comercio se hizo más crítica. 
  Las consecuencias de la depresión de 1929 evidenciaron esa vulnerabilidad.
Desgraciadamente, los sistemas de transporte, y otros aspectos 
  de la organización moderna, estaban fuertemente basados en la explotación 
  de los recursos no-renovables. En la medida en que esto era así, esos 
  sistemas debían tropezar en el futuro con el obstáculo del agotamiento 
  de los recursos. Pero incluso antes de que cayeran por tal desastre físico 
  los acuerdos comerciales, de los que la capacidad de carga extendida del mundo 
  para el homo colosos se había hecho dependiente, podían ser interrumpidos 
  por una catástrofe social. Es importante reconocer 
  por fin que eso es lo que pasó en 1929-32. De hecho, algunos prolegómenos 
  empezaron durante, o como una repercusión de la Gran Guerra de 1914-18. 
  
La Primera Guerra Mundial quebrantó las relaciones entre 
  los pueblos de Europa y entre Europa, el Nuevo Mundo y el Oriente. También 
  produjo la reasignación de las porciones del mundo que todavía 
  eran colonias, entre los poderes imperiales que buscaban aprovecharse de ellas 
  como extensiones aparentes. No todos los aspectos de estos cambios producidos 
  por la guerra podían haber reducido el alcance de la aplicación 
  de la ley de Liebig, pero algunos ciertamente lo hicieron, para ciertos pueblos 
  y en alguna magnitud. 
En el caso de la Alemania derrotada, el acceso a los recursos 
  de sus territorios estaba suspendido. Al mismo tiempo, la amortización 
  de los pagos por indemnizaciones a los aliados victoriosos, agravó la 
  carga que debía soportar la ya limitada c.c. de carga de Alemania. En 
  su territorio, provocada por la inflación, Alemania sufrió la 
  destrucción de las vitales relaciones de intercambio entre sus diversas 
  localidades y entre las categorías ocupacionales en las que se había 
  diferenciado su población culturalmente avanzada. 
  La destrucción del valor del dinero implicó la destrucción 
  de los medios de intercambio y al desintegrarse la trama social las privaciones 
  se generalizaron. 
La astronómica inflación alemana no fue un episodio 
  aislado de la historia. Más bien, era un adelanto de mayores problemas 
  por venir, cuando otras formas de ruptura financiera rasgarían la trama 
  comercial mundial. Forzando a que el alcance de la aplicación de la ley 
  de Liebig fuera reducido nuevamente a las bases de recursos locales, la dislocación 
  del comercio convertiría las cargas existentes de recursos y consumidores, 
  previamente soportables para la “capacidad de carga combinada”, 
  en imposiciones excesivas que no podían tolerar por más tiempo 
  las capacidades de carga fragmentadas.
En América, durante los años veinte, después 
  de la breve depresión de post guerra, comenzó un periodo de neo-exuberancia, 
  que llevó en los últimos años de la década a una 
  expectativa de progreso perpetuo y prosperidad tal, que algunas personas advirtieron 
  que podían prosperar gracias a una ilimitada confianza en si mismas. 
  La especulación en la bolsa de valores se convirtió en la manera 
  de hacerse rico. Las restricciones a la especulación 
  estaban relajadas; las personas supusieron que la tradicional democracia americana, 
  habiendo permitido que los aliados triunfaran finalmente sobre el Kaiser alemán, 
  había convertido al mundo en un lugar seguro para hacerse rico, estableciendo 
  el derecho de que todos lo intentaran.
La diferencia esencial entre la especulación y la inversión 
  genuina es que los especuladores compran acciones, no con el propósito 
  de recibir los futuros dividendos del negocio en que adquirían una participación, 
  sino con el propósito de ganar con el aumento del valor de reventa de 
  sus acciones. Cuando casi todos compradores son especuladores, el único 
  valor de sus participaciones es virtualmente, el valor de reventa. En esa circunstancia, 
  los precios de las acciones continúan trepando sólo mientras todos 
  esperan que los valores de reventa hagan lo mismo, y por lo tanto están 
  deseosos de comprar. El hecho que los precios exageren groseramente, el valor 
  intrínseco de cada acción (basado en los dividendos pagados) no 
  le interesa al especulador mientras confía en que la escalada de precios 
  continuará. La perdida de esa fe, sin embargo, revierte el proceso. La 
  expectativa de un inexorable enriquecimiento se convierte en temor de la ruina 
  y la escalada inducida se vuelve un declive auto-inducido de los precios. El 
  pánico, tal cual se da en la bolsa de valores, significa la competencia 
  por vender antes de que los precios declinantes caigan aún mas, lo que 
  genera el derrumbe de los valores. 
Lo que relaciona la caída de Wall Street en 1929 con 
  la ley de Liebig, es el hecho de que la compra especulativa de acciones se había 
  hecho con dinero prestado. El derrumbe del valor de las acciones condujo a una 
  epidemia de quiebras bancarias, porque los bancos eran incapaces de recuperar 
  los fondos que habían prestado a los especuladores. Los certificados 
  de acciones depositados en los bancos para dar seguridad a los prestadores valían 
  mucho menos después de la caída de la bolsa que el dinero que 
  ellos habían prestado. Cuando los bancos quebraron, los depositantes 
  se encontraron de repente sin el poder adquisitivo que figuraba en sus libretas 
  de depósitos. Cuando los depositantes quedaron sin dinero, ya no pudieron 
  comprar bienes o contratar empleados. Los vendedores de los bienes que ellos 
  habrían comprado, o los obreros que habrían empleado, quedaron 
  consiguientemente privados de sus ingresos. En una sociedad con una sofisticada 
  división del trabajo y una economía de dinero, una "fuente" 
  de entradas es la llave mágica que proporciona el acceso a la “capacidad 
  de carga”. El derrumbamiento de las cadenas de pago fiscales enfrentó 
  a millones de personas con la pérdida de ese acceso, como si realmente 
  los recursos adquiribles hubieran dejado de existir. Naciones cuyos ciudadanos 
  se habían hecho amos del comercio encontraron repentinamente que eran 
  incapaces de confiar en la “capacidad de carga compuesta”, dependiente 
  de un ambiente exógeno. Lo que yo he llamado el "medio de intercambio" 
  ya no estaba funcionando, por lo que el alcance de aplicación de la “ley 
  del mínimo” de Liebig estaba volviendo a quedar limitado a los 
  recursos locales (o personales).
No había por esos días ninguna “Federal 
  Deposit Insurance Cosporation”, para sostener la 
  solvencia de cada banco cuando sufría una "corrida" de extracción 
  de depósitos. El fracaso de banco tras banco, cuando los bancos no tenían 
  ninguna manera institucionalizada de concentrar sus recursos para protegerse 
  mutuamente, puede ser visto como un caso fiscal del riesgo por la reducción 
  del enfoque. Si los banqueros hubieran entendido que un principio ecológico 
  formulado por un químico agrícola podía ser aplicado al 
  mundo de las finanzas, quizás algo como el “FDIC” hubiera 
  sido inventado antes. 
El colapso fiscal tendría un efecto aún más 
  importante que éste, para nuestra comprensión ecológica 
  de las circunstancias humanas. Entre las consecuencias que surgieron de la depresión 
  generalizada que siguió, las familias granjeras fueron constreñidas, 
  como casi todos las demás, a reducir sus gastos de consumo, por la repercusión 
  de las quiebras de los bancos y el contagio general del pánico. Además, 
  los granjeros tuvieron a menudo que permitir que su tierra, sus edificios, y 
  su equipo se deterioraran por falta de dinero para pagar el mantenimiento y 
  las reparaciones. Muchas granjas fueron cargadas con hipotecas, que terminaron 
  siendo ejecutadas por los bancos que necesitaban desesperadamente los pagos 
  que los granjeros no estaban posibilitados de hacer. (Las bancarrotas bancarias 
  fueron más comunes en las zonas rurales que en las grandes ciudades.) 
  Sin embargo, a pesar de todas estas dificultades, la población rural 
  de los Estados Unidos dejó de disminuir (como lo venía haciendo) 
  y aumentó entre 1929 y 1933 en más de un millón de habitantes. 
  La tendencia a largo plazo de éxodo rural en pos de los puestos de trabajo 
  urbanos, se revirtió durante la gran depresión. 
Los puestos de trabajo disminuían 
  en todas partes debido a la depresión. Sin embargo, la tendencia hacia 
  la urbanización que había estado ascendiendo como resultado del 
  crecimiento industrial en las ciudades y de la eliminación de puestos 
  de trabajo en las granjas provocada por la mecanización agrícola, 
  fue interrumpida por la caída económica. La reversión de 
  esa tendencia se originaba en un hecho simple: la vida en las granjas durante 
  los años 30 aún era tal que, cualquier fueran los inconvenientes, todavía 
  resultaba verdadero el dicho popular que reza: "la familia granjera siempre 
  puede comer". Otros grupos profesionales que tenían que acomodarse 
  a las “capacidad de carga reducida”, podrían sufrir apuros 
  más terribles. 
Haciendo una correcta lectura de las diferencias que el impacto 
  de la depresión tuvo en la población rural, comparado con el que 
  tuvo en las ciudades, podríamos verlo como un fuerte indicador de la 
  dependencia de la población total de los aumentos previamente logrados 
  en cuanto al alcance de la aplicación de la ley de Liebig. Con la caída 
  de los mecanismos de intercambio, los distintos fragmentos de una nación 
  moderna tenían que volver a vivir, como mejor pudieran, con la capacidad 
  de carga nuevamente limitadas a los recursos localmente abundantes, en lugar 
  de contar con la “capacidad de carga extendida” gracias al acceso 
  a los recursos de otros lugares. Aunque esa reducción lesionó 
  a todos, la población rural contaba con los recursos locales a mano, 
  mientras los habitantes urbanos, en cambio, se habían separado al punto 
  de dejar de reconocer que esos recursos eran imprescindibles. Por las razones 
  que luego examinaremos, los duros tiempos económicos golpearon más 
  rápidamente a las granjas que a las ciudades, pero los resultados finales 
  de la reducción del alcance, dieron a los granjeros la suficiente ventaja 
  como para interrumpir la clara tendencia hacia la urbanización. 
La Naturaleza no es un Hada Madrina
La Depresión también interrumpió el avance 
  de la industrialización y la consiguiente diversificación profesional 
  de la población. Mirada retrospectivamente, esa interrupción aparece 
  como una oportunidad de acomodar la diversificación al enfoque ecológico. 
  
Una perspectiva ecológica nos permite ver la presión 
  hacia la diversificación de las funciones como el resultado natural de 
  la sobre-ocupación de los nichos existentes. Entre los organismos no-humanos, 
  esta presión conduce eventualmente al surgimiento de nuevas especies. 
  Entre los seres humanos lleva, a través de los procesos socio-culturales, 
  al surgimiento de nuevas ocupaciones, lo cual, como hicimos notar en el Capítulo 
  6, ya había sido puesto en claro por Emile Durkheim en 1893. Para relacionar 
  el análisis de Durkheim y la perspectiva ecológica de la gran 
  depresión, sin embargo, debemos tener en cuenta el hecho de que la naturaleza 
  no es ninguna Hada Madrina y no proporciona ninguna garantía de que los 
  nuevos puestos estarán automáticamente disponibles en el momento 
  y la cantidad adecuados, como para absorber la población sobrante cuando 
  los puestos anteriores fueron sobreocupados. Tampoco garantiza la adaptación 
  de los individuos sobrantes a los nuevos nichos que están disponibles. 
  
En la naturaleza, la sobrepoblación de los nichos existentes 
  puede producir una mortandad masiva. Muchos organismos son dejados al borde 
  del camino en la marcha hacia la especialización. Entre los organismos 
  humanos los principios se mantienen, pero el proceso se modera, porque los seres 
  humanos se diferencian profesionalmente por medio de procesos sociales y no 
  por procesos biológicos. Evidentemente, cuando los nichos existentes 
  se tornan obsoletos, nosotros podemos volver a entrenarnos para los nuevos roles. 
  Así que, para el homo sapiens, la superpoblación y la muerte son 
  resultados evitables de la saturación de los nichos. Sin embargo evitarlos 
  no es fácil, y el reentrenamiento para los nuevos nichos puede resultar 
  traumático. 
Una perspectiva ecológica realza la importancia de 
  un estudio sociológico clásico que mostró claramente, cuan 
  improbable es, incluso entre los miembros de la relativamente flexible y plástica 
  especie humana, que la re-adaptación a los nuevos nichos (a medida que 
  los viejos colapsan) vaya a ocurrir fácil o automáticamente. Entre 
  1908 y 1918, W. I. Thomas, de la Universidad de Chicago, analizó montañas 
  de datos documentales sobre la experiencia de los inmigrantes polacos en América. Las personas que él estudió habían 
  venido al nuevo mundo después de adquirir las costumbres de su Polonia 
  nativa. En América ellos se enfrentaron con la necesidad de adaptarse 
  a circunstancias poco familiares. Thomas advirtió que las anteriores 
  formas de pensar y comportarse no fueron fácilmente abandonadas o cambiadas. 
  Las nuevas costumbres sólo eran aprendidas dificultosamente cuando contradecían 
  la educación del país del que provenían los inmigrantes. 
  Thomas extrajo de la situación de esos inmigrantes, conclusiones generales 
  acerca del cambio social en contextos más amplios. Sacó la conclusión 
  de que una forma de comportarse a la que los individuos están acostumbrados, 
  tiende a persistir mientras las circunstancias lo permitan. Cuando las circunstancias 
  cambian, haciendo que las costumbres familiares y confortables se vuelvan imprácticas 
  (o inaceptables), un grado de crisis es inevitable. La re-adaptación 
  lastima y es resistida. 
Ahora sabemos que no sólo la reubicación hace 
  necesaria la re-adaptación. Cualquier evento que hace que las viejas 
  costumbres sean inviables y las nuevas obligatorias puede provocar un trauma 
  de reorientación. El conflicto y la tensión son acompañamientos 
  naturales del cambio; ellos tienden a continuar hasta que nuevos “modus 
  vivendi” funcionen. La nueva forma de adaptación combinará 
  algunos elementos de lo anterior con algunos rasgos impuestos por las nuevas 
  circunstancias. 
“Shock cultural” se convirtió en un término 
  familiar para denotar la desorientación y el desconcierto asociados con 
  el movimiento en contextos sociales no familiares. Incluso un turista casual 
  puede sentirlo cuando viaja al extranjero. Medio siglo después de que 
  el fenómeno fuera estudiado por W. I. Thomas entre los campesinos polacos 
  reubicados en América, Alvin Toffler acuñó y popularizó 
  otra frase que extendió el concepto. “Shock del futuro” era 
  su nuevo término que describía el acomodamiento forzado a las 
  nuevas formas y que puede ser tan traumático como el ajuste forzado a 
  las costumbres extrañas. 
En el mundo post-exuberante las personas se encontraron en 
  condiciones absolutamente extrañas y enfrentaron un “Shock del 
  futuro”, muchos años antes de que tuviera un nombre. Debido a la 
  mecanización de la agricultura durante el siglo 19 y las primeras décadas 
  del 20, el mundo Occidental redujo mucho el número de obreros de las 
  explotaciones agrarias, necesitados de obtener su propio sustento y el de los 
  habitantes urbanos. Desplazados de sus ocupaciones agrícolas, los ex-trabajadores 
  rurales emigraron hacia las ciudades en busca de un empleo alternativo, empleo 
  para el cual su experiencia de agricultores o su educación no los había 
  preparado. La expansión industrial relacionada con la Primera Guerra 
  Mundial hizo crecer el empleo temporalmente, haciendo candidatos a ser empleados 
  en la emergencia a muchas personas que de otro modo hubieran sido consideradas 
  como no preparadas para un oficio determinado. La guerra también ayudó 
  a acelerar la mecanización de la agricultura que estaba generando el 
  desplazamiento del sobrante de obreros agrarios. Después de la guerra, 
  la urbanización y la proliferación de ocupaciones industriales 
  no alcanzaron a mantener el ritmo del continuo desplazamiento de obreros desde 
  el sector rural. Continuaba habiendo más granjeros de los que se necesitaban, 
  por lo que la porción agrícola de la economía se atosigó 
  de sobre-producción Esto deprimió los precios de los productos 
  agrarios durante varios años antes de que la caída de la bolsa 
  de Wall Street generara el golpe que deprimió los precios generales. 
  La pérdida resultante de la capacidad de compra de la población 
  rural ayudó a deprimir, a su vez, a los sectores urbano-industriales 
  de la economía mundial. 
 
Las dificultades ecológicas, fueron agravadas, por supuesto, por errores 
  humanos, la indulgencia irresponsable hacia la especulación en 1928, 
  por ejemplo. Pero la importancia causal de algunos errores humanos fue fácilmente 
  sobrestimada. En medio de los eventos económicos y políticos de 
  1929-32 era verosímil para los americanos, inadvertidos de la base ecológica 
  de cuanto estaba pasando, ver todas las dificultades de ese tiempo difícil 
  como una mera consecuencia de los fracasos de la administración Hoover. 
  Esta atractiva simplificación no tenía en cuenta un hecho que 
  debía haber sido obvio: muchas otras naciones de las que Hoover no era 
  presidente, estaba sufriendo la misma calamidad. 
A los que tenían inclinaciones radicales, les parecía 
  lógico (en ausencia de un paradigma ecológico) atribuir la horrible 
  situación a un fracaso del "sistema capitalista”. Pero los 
  socialistas creían tan ardientemente como los capitalistas en el mito 
  de la falta de límites. A pesar de su compromiso en pos de una producción 
  para ser usada y no para generar ganancias, ellos no eran por entonces (y no 
  lo ha sido después) más cautos que los capitalistas en cuanto 
  a la sobre-utilización del medio ambiente. Creían que las versiones 
  del deterioro ambiental por ellos patrocinadas podían eliminar de alguna 
  manera las "contradicciones" capitalistas, como la sobreproducción 
  y la pobreza más cruda. Pero permanecían así tan indiferentes 
  como los capitalistas al rebasamiento de la capacidad de carga.
Los conservadores, por otro lado, que no eran precisamente 
  misántropos, encontraban loable “silbar en la oscuridad”, 
  insistiendo en que la prosperidad volvería automáticamente con 
  sólo esperar que el sistema se ajustase. Eran las Avestruces de su tiempo, 
  poseedores del tipo de actitud que denominamos como tipo V ( Capítulo 
  4) . Ellos creían que nada esencial de la edad de la exuberancia había 
  cambiado. 
Roosevelt fue elegido para reemplazar a Hoover, se pusieron 
  en práctica rápidamente los nuevos proyectos, y la nación 
  descorazonada volvió a cobrar fuerzas. Pero la completa recuperación 
  económica soslayó el “New Deal”, hasta que los preparativos 
  de la Segunda Guerra Mundial empezaron a estimular la actividad industrial intensiva, 
  con un descuido aún mayor que el usual por los costos a largo plazo del 
  deterioro ambiental. 
La recuperación económica que generó 
  el “New Deal” no era la única que ocurría por entonces. 
  La Alemania Nazi también superó su depresión, reduciendo 
  el desempleo desde seis millones a un millón durante los primeros cuatro 
  años de Hitler (los extranjeros no interpretaron automáticamente 
  que este logro convalidaba las tácticas de los Nazis). Bajo el método 
  Nazi, millones de desempleados podrían emplearse como soldados, millones 
  más podrían volver a entrenarse obligatoriamente y el aprovisionamiento 
  bélico generaría nuevos puestos de trabajo. La economía 
  de guerra sustentó la demanda de bienes de consumo para los soldados 
  y para los nuevos obreros de las fabricas de armamentos; además, proporcionó 
  "la atmósfera psicológica” apropiada para lograr que 
  el sector civil aceptara la dolorosa re-adaptación. 
La psicología de guerra superó la natural resistencia 
  humana a cambiar de costumbres. La guerra también 
  usó la tecnología especializada y redujo las reservas mundiales 
  de recursos naturales. 
En los Estados Unidos, la recuperación económica 
  del tiempo de guerra, supuestamente demostraba que los déficit fiscales, 
  utilizados por el New Deal a manera de cebador de arranque, habían sido 
  la respuesta correcta para una economía estancada, pese a que no hubieran 
  podido utilizarse en el volumen adecuado, hasta que la necesidad de re-armarse 
  rápidamente para la guerra total hiciera que los presupuestos en rojo 
  fueran políticamente aceptables. Pero la recuperación americana 
  de la depresión de los años treinta no convalidó inequívocamente 
  la teoría económica Keynesiana implícita en el programa 
  de Roosevelt. 
 
Una interpretación económica (hecha por mentes desacostumbradas 
  a una perspectiva ecológica), nos hizo perder lo fundamental, tanto de 
  la versión alemana como de la norteamericana de la gran depresión. 
  El paradigma ecológico nos permite, de manera sencilla, leer los eventos 
  así: la expansión del grupo de poder militar, a costa de un deterioro 
  ambiental adicional, generó súbitamente nuevos puestos de trabajo, 
  (en la industria y en las fuerzas armadas), capaces de absorber el sobrante 
  de las ocupaciones civiles saturadas. Y el clima social del tiempo de guerra 
  proporcionó el impulso patriótico que hizo soportable el trauma 
  de la re-adaptación a los nuevos roles profesionales. Las ocupaciones 
  creadas o desarrolladas por la industria militar no existían anteriormente 
  y hubieran sido seriamente cuestionadas en otra situación. Lo importante, 
  hablando ecológicamente, era el hecho de que los nichos previamente existentes 
  y aceptables se habían saturado; había gente desocupada, en América 
  debido al progreso tecnológico y el crecimiento de la población; 
  en Alemania debido al desastre de la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias, 
  que dejaron a la economía, la estructura profesional, y la moral nacional 
  en ruinas. Es más, la saturación de personas a lo largo del mundo 
  se había puesto de manifiesto cuando, de varias maneras y en varios lugares, 
  los medios de intercambio fueron dejados de lado, obligando a cubrir las necesidades 
  con las mínimas capacidad de carga locales. 
En el caso americano, los déficit fiscales surgidos 
  durante la Segunda Guerra Mundial eran tan sólo las columnas del libro 
  mayor del cambio que alivió el problema, no la causa de ese cambio. Las 
  columnas de números en rojo no dieron empleo a los desocupados. La deuda 
  nacional creciente (expresada en dinero) era una ficción contable, una 
  ficción que les permitió a los americanos creer que el deterioro 
  producido durante la guerra en los recursos naturales del alguna vez llamado 
  Nuevo Mundo era sólo un "préstamo que se debían a 
  si mismos" y no un robo a los seres humanos del futuro. Los recursos agotados 
  durante la Segunda Guerra Mundial quedaban de hecho indisponibles para ser usados 
  por la posteridad. 
Ecosistemas circulares versus ecosistemas lineales
Cualquiera fuera el origen de esa redundancia y cualquiera 
  sus secuelas, nosotros necesitábamos advertir ( pero no lo advertimos) 
  que aquello que había pasado en el tiempo de entre guerras, y sobre todo 
  lo que nos pasó desde la Segunda Guerra Mundial, no había sido 
  el mero resultado de la política o la economía en el sentido convencional. 
  Los eventos de este periodo habían acelerado simplemente, un destino 
  que había empezado a darnos alcance desde hacía siglos. La explosión 
  de la población después de 1945 y el incremento vertiginoso de 
  la tecnología durante y después de la guerra sólo eran 
  las formas más recientes de esa aceleración. 
Las comunidades humanas alguna vez dependieron casi enteramente 
  de las fuentes orgánicas de energía, la energía de las 
  plantas y la fuerza muscular de los animales, suplementados modestamente por 
  la energía igualmente renovable del movimiento del aire y el fluir del 
  agua. Todos éstas fuentes energéticas provenían del aporte 
  continuado del sol. Mientras las actividades de humanas estuvieron basadas en 
  ellas, los hombres de la iglesia pudieron hablar del "mundo sin final”. 
  Esa frase nunca debió entenderse como "el mundo sin límites 
  ", ya que los suministros puede ser perpetuos, pero no infinitos. 
Localmente, las pasturas todavía podían ser 
  sobre-pastoreadas, y el agua podía ser malgastada. Los cambios medioambientales 
  locales a través de los siglos podían compeler a las comunidades 
  humanas para que emigren. Con tal de que los recursos disponibles en alguna 
  parte fueran suficientes para sostener la población humana existente. 
  La consecuencia de la ley de Liebig era que la capacidad de carga todavía 
  no había sido rebasada (globalmente). Si el hombre estaba viviendo de 
  acuerdo con el ingreso que recibía de la tierra, no era por sabiduría, 
  sino por ignorancia del tesoro enterrado, todavía por descubrirse. 
 
Entonces empezaron a ser descubiertas las reservas de la tierra, y las nuevas 
  formas de utilizarlas. La humanidad cometió el error fatal de suponer 
  que la vida podría vivirse desde entonces en una escala y a un ritmo 
  cuya única medida era la celeridad con que se desenterraba el tesoro. 
  Disminuir las reservas de recursos no renovables no les habrían parecido 
  significativamente distinto que utilizar la capacidad de carga importada, en 
  una época en que nadie conocía todavía la ley de Liebig, 
  la ampliación del alcance, o la distinción entre capacidad de 
  carga real, capacidad de carga aparente o las distintas categorías de 
  falsa extensión. 
El homo sapiens confundió la frecuencia con que se extraen 
  los ahorros depositados con un incremento de los ingresos. No parecía 
  necesaria ninguna consideración para con el tamaño total del legado, 
  o para con las pautas con que la naturaleza todavía estaba almacenando 
  carbono. El homo sapiens se convirtió en “Homo colossus”, 
  sin preguntarse si esa transformación resultaría tan solo temporal. 
  (Después, la equivocación pre-ecológica de lo que estábamos 
  haciendo con nuestro futuro, quedó evidenciada por ese monumento a las 
  leyes corporativas de los Estados Unidos: la concesión para el vaciamiento 
  del petróleo. Esta medida les permitió a las compañías 
  “productoras" de crudo, compensar sus impuestos en un porcentaje 
  generoso, con el pretexto de que sus ganancias evidenciaban la disminución 
  de "sus" reservas de petróleo. Aunque la naturaleza, no las 
  compañías petroleras, había puesto el combustible en la 
  tierra, esta amortización del impuesto se racionalizó como un 
  incentivo a la "producción". Como "producción" 
  realmente significaba extracción, era como manejar un banco con reglas 
  que indiquen que se deben pagar intereses cada vez que se retiran ahorros, en 
  lugar de pagarlos por el capital que queda en el Banco. Era, para abreviar, 
  un subsidio gubernamental para incentivar el robo de futuro. 
La esencia del método de deterioro es ésta: 
  el hombre comenzó a gastar el legado natural como si fuera una ganancia. 
  Temporalmente esto hizo posible un drástico aumento de la cantidad de 
  energía per cápita anual, gracias a la cual el “homo colossus” 
  podría hacer lo que quisiera. Este aumento llevó, entre otras 
  cosas, a reducir los requerimientos de mano de obra agrícola. También 
  llevó al desarrollo de gran cantidad de nuevos nichos profesionales, 
  para seres humanos cada vez más diversificados. (La expansión 
  de esos nichos en Alemania, América, y en otros países, desde 
  1933 a 1945 era, ahora se hace patente, sólo un breve episodio en este 
  desarrollo a largo plazo.) Como los nuevos puestos dependían del gasto 
  de los ahorros, eran nichos que se sumaban a un "ecosistema de detritos”. 
  El detrito, o la acumulación de materia orgánica muerta, es la 
  versión natural de la extensión aparente. 
Los ecosistemas dependientes de los detritos no son raros. 
  Cuando los nutrientes de las hojas que caen en otoño son llevados por 
  el escurrimiento de la nieve derretida a un estanque, las algas pueden consumirlas 
  hasta la primavera, debido a las temperaturas invernales bajas que les impiden 
  crecer. Cuando llega el tiempo caluroso, la afluencia de nutrientes anual, ya 
  casi ha terminado. La población de algas, incapaz de planear el futuro, 
  estalla en los días de primavera en una irrupción o florecimiento 
  que agota rápidamente el limitado legado de alimentos. Este período 
  de exuberancia de las algas sólo dura unas semanas. Mucho antes de que 
  el ciclo estacional pueda brindarles más detritos, estos organismos inocentemente 
  incautos y exuberantes, colapsan por completo. Su período de superpoblación 
  es muy breve y las secuelas son repentinas e ineludibles. 
Cuando el legado de combustible fósil con que el “Homo 
  colossus” prospera durante un tiempo está seriamente agotado, los nichos 
  ocupacionales basados en la combustión de ese legado pueden colapsar, 
  así como los nichos de los detritívoros colapsan cuando los detritos 
  se agotan. Para los humanos, contemplar las derivaciones sociales de esta catástrofe 
  es desagradable. La Gran Depresión era, como hemos visto, una vista previa 
  moderada. Los ecosistemas de detritos florecen y decaen porque les falta la 
  circularidad biogeoquímica que sostiene la vida de otros tipos de ecosistemas. 
  Son la versión natural de las comunidades que prosperan brevemente por 
  el método del agotamiento. 
La frase “ecosistema de detritos" no era, claro 
  está, muy familiar. El hecho de que los ciclos de “florecimiento” 
  y “caída" fueran comunes entre los organismos que dependen 
  de las acumulaciones cíclicas de materia orgánica muerta para 
  su sustento, no era ampliamente conocido. Es por consiguiente comprensible que 
  las personas dieran la bienvenida a la tendencia hacia el “homo colossus”, 
  no reconociendo como un tipo de detrito los restos orgánicos transformados 
  llamados “combustibles fósiles”, y no advirtiendo que ese 
  “homo colossus” era de hecho un detritívoro, sujeto al riesgo 
  de colapsar como consecuencia de ese florecimiento. 
El súbito crecimiento y la posterior caída son 
  una forma especial de marchitamiento; ciertos tipos de poblaciones en ciertas 
  circunstancias experimentan dos pasos sucesivos: la irrupción seguida 
  de un proceso de muerte masiva. Esa caída estrepitosa puede considerarse 
  como una instancia abrupta de "sucesión sin sucesor aparente". 
  Como en una sucesión ordinaria, la comunidad biótica ha cambiado 
  su hábitat al utilizarlo, y su supervivencia se ha vuelto mucho menos 
  viable en ese ambiente alterado. Si después de la caída, el ambiente 
  puede recuperarse del vaciamiento de los recursos infligido por la especie invasora, 
  entonces puede sobrevenir un nuevo aumento en el número que puede hacer 
  de esa especie "su propio sucesor". Ya que hay ciclos de irrupción 
  y muerte masiva entre especies tan diferentes como los roedores, los insectos, 
  y las algas, las particularidades de nuestra propia especie no puede ser tenidas 
  en cuenta como algo que, llegado el caso, la proteja de la desaparición. 
Cuando se introducen células de levadura en una tina 
  de vino, como dijimos en el Capítulo 6, ellas encuentran su "Nuevo 
  Mundo" (la masa de fruta húmeda y azúcar) abundantemente 
  dotado de los recursos que necesitan para su crecimiento exuberante. Pero cuando 
  la población responde explosivamente a esta circunstancia magnífica, 
  la acumulación de sus propios productos de fermentación hace que 
  la vida sea cada vez más difícil y, permitiéndonos un pensamiento 
  algo antropomórfico sobre su condición, miserable. En el futuro, 
  los habitantes microscópicos de este ecosistema de detritos artificialmente 
  preparado mueren. Para ser de nuevo antropomórfico, los informes del 
  forense tendrían que decir que murieron por la polución que se 
  infligieron a si mismos: los productos de fermentación. 
La Naturaleza trata a los seres humanos como el fabricante 
  de vinos trata las células de levadura, dotando a nuestro mundo (sobre 
  todo el Nuevo Mundo ) con recursos abundantes pero agotables. Las personas rápidamente 
  responden a esta circunstancia como las células de levadura lo hacen 
  ante las condiciones que encuentran al ser colocadas en la tina de vino. 
Cuando los depósitos de combustibles fósiles 
  y recursos minerales de la tierra estaban abandonados, el “homo sapiens” 
  todavía no había sido preparado para abusar de ellos. En cuanto 
  la tecnología hizo que fuera posible para la humanidad hacerlo, las personas 
  ávidamente (y sin prever las últimas consecuencias) cambiaron 
  a un estilo de vida de elevado consumo de energía. El hombre se volvió, 
  en efecto, un detritívoro, el “homo colossus”. Nuestra especie 
  se desarrolló rápidamente, y ahora debemos esperar la caída 
  (de alguna clase) como una secuela natural. Qué forma puede adoptar nuestra 
  caída queda para ser considerado en la sección de las conclusiones. 
  
Lo que nos impidió ver todo esto, y permitió 
  que nos abalanzáramos impetuosamente en nichos que por fuerza serían 
  temporales, fue nuestra habilidad de darle una legitimación ideológica 
  a ocupaciones que no tenían ningún sentido ecológicamente 
  hablando. Cuando el general Eisenhower, como ex presidente, advirtió 
  al pueblo norteamericano que tuvieran cuidado con la arbitraria influencia manipulada 
  por el complejo industrial y militar, lo que tenía 
  en mente, era quizás la influencia política y económica. 
  Pero el complejo industrial y militar era una vasto conglomerado de nichos ocupacionales. 
  Como tal, manejó un tipo de influencia totalmente diferente (y más 
  insidioso). El complejo industrial-militar ayudó a perpetuar la ilusión 
  de que todavía teníamos un exceso de capacidad de carga; hizo 
  aprovechable para esa generación extraer y agotar recursos naturales 
  que de otro modo podrían haberse resguardado para la posteridad. Así 
  absorbió por un tiempo, la mayor parte del exceso de mano de obra desplazada 
  por el progreso tecnológico de nichos ocupacionales existentes, que habían 
  sido menos dependientes del agotamiento de las reservas de recursos no renovables. 
  Esto hizo que creyéramos que la Edad de la abundancia podía continuar. 
  
 
El general Eisenhower no era el único en pasar inadvertida la significación 
  ecológica y en sobre valorar los elementos políticos en las tendencias 
  de su tiempo. Su joven y sofisticado sucesor bostoniano, lanzó su nueva 
  administración con un discurso inaugural cuya inspiración estaba 
  basada en parte en su resolución elocuente de una ambivalencia norteamericana. 
  Si nosotros queríamos mantener el empleo total, lo conseguiríamos 
  por medio de la carrera armamentista. Sutilmente, y con el brillo de un elevado 
  idealismo, John F. Kennedy tranquilizó al público de la cadena 
  nacional de televisión en ese fresco y brillante día de enero 
  de 1961, acerca de que los nichos ocupacionales temporales del complejo industrial-militar 
  podrían ser permanentes y podrían hacerse más honorables 
  que terribles. Tenía que haber una nueva "Alianza para el Progreso" 
  y teníamos que esperar para liberarnos del "incierto balance de 
  terror" que quedaba de la última guerra de la humanidad. Pero los nichos 
  generados por el conflicto durarían, hasta que "la trompeta nos 
  convoque nuevamente... para luchar contra los enemigos comunes del hombre: 
  la tiranía, la pobreza, la enfermedad y la guerra misma". 
  Bajo cualquiera de los dos partidos, el complejo industrial-militar nos ha permitido 
  estar preocupados por cuestiones que nos ayudaron a ignorar los límites 
  de los recursos. También ayudó a disimular el hecho de que la 
  población estaba aumentando para ocupar nichos que no podrían 
  ser permanentes porque estaban basados sobre el vaciamiento de depósitos 
  prehistóricos, las reservas de energía fósil no renovable. 
  
La familia humana, aún cuando estuviera pronta a detener 
  su crecimiento, se había comprometido a vivir más allá 
  de sus posibilidades. El “homo sapiens”, como vimos en el Capítulo 
  9, era capaz de transformarse en una nueva "cuasi-especie". Debido 
  a la revolución industrial los seres humanos se habían convertido 
  en "detritívoros" dependientes del consumo voraz de restos 
  orgánicos, creados hacía millones de años, sobre todo el 
  petróleo. 
Si queremos entender lo que nos estaba pasando a nosotros 
  y a nuestro mundo, tenemos que aprender a ver la reciente historia como un “crescendo” 
  de la prodigalidad humana. Cuando las tasas de natalidad norteamericanas declinaron 
  a medida que los sesenta daban lugar a los setenta, no significó que 
  estuviéramos escapando a las dificultades de las algas, sería 
  como decir que las altisonantes palabras del discurso inaugural del presidente 
  Kennedy significaban que podíamos comernos el pastel y tenerlo todavía. 
  Más bien, había ocurrido algo fundamental que no podía 
  ser deshecho por su inteligente retórica: una marcada aceleración 
  en nuestra mutación que había empezado mucho antes, que iba desde 
  un estilo de vida que se perpetuaba a si mismo, que estaba basado en la circularidad 
  del proceso biogeoquímico natural, hacia un estilo de vida que terminaba 
  en si mismo porque estaba basado en las transformaciones químicas lineales. 
  Eran lineales (y en una sola dirección) porque el hombre estaba usando 
  (con la ayuda del equipamiento protésico) cada vez más substancias 
  de no provenían de la recolección o cosechas. El hombre ya no 
  era parte de en un sistema equilibrado de relaciones simbióticas con 
  la otras especies. El hábitat degradado tendía a quedar degradado; 
  no estaba siendo rehabilitado por otros organismos con diferentes necesidades 
  bioquímicas. 
Los peligros de la prodigalidad: La Próxima Caída
El hombre no se mantiene exclusivamente de los detritos. Desencaminado 
  por el gasto dispendioso de nuestros ahorros, permitimos que la familia humana 
  se multiplicase tanto, que hacia 1970 la humanidad ya había tomado para 
  su uso exclusivo, aproximadamente un octavo de la producción total anual 
  neta de materia orgánica, debida a la fotosíntesis de toda la 
  vegetación de la tierra. Todo esto era consumido por el hombre y sus 
  animales domésticos. Proveer con fuentes orgánicas 
  las inmensas cantidades de energía que estamos obteniendo de los combustibles 
  fósiles para mantener en funcionamiento nuestra civilización mecanizada, 
  requeriría utilizar más que los siete octavos restantes, aún 
  cuando el crecimiento económico y poblacional fueran detenidos hacia 
  el año 2000. Como empezamos a ver en el Capítulo 3, ya nos hemos 
  desarrollado más allá del tamaño que nos permitiría 
  re-adaptarnos, (sin una severa despoblación), a un estilo de vida de 
  crecimiento sustentable cuando disminuyan las reservas. Por otro lado, con sólo 
  tres duplicaciones más de la población (escasamente más 
  de lo que Gran Bretaña había experimentó desde los tiempos 
  de Malthus) implicaría que el total de la producción fotosintética 
  de todos los continentes y todas las islas del globo tuvieran que ser utilizadas 
  para sostener la comunidad humana. En consecuencia, nuestros descendientes, 
  no contando con reservas de combustibles fósiles para sostener la industria 
  moderna, estarían condenados a vivir en un nivel de abyecto subdesarrollo. 
  
La explotación total de un ecosistema por parte de 
  una especie dominante, raramente ha sucedido, excepto entre las especies que 
  prosperan desmesuradamente para luego decaer. Los detritívoros nos proporcionan 
  claros ejemplos de esto, pero hay otros, algunos de los cuales estudiaremos 
  en el último capítulo. Es improbable que el “homo sapiens” 
  pudiera acaparar para su propio uso, aún más que esa fracción, 
  ya inaudita, de la fotosíntesis total. 
 
Esta claro que en un futuro no muy lejano, la naturaleza deberá generar 
  procedimientos de quiebra contra la civilización industrial, y quizás 
  contra los seres humanos, como ha hecho tantas veces con otras especies detritívoras, 
  luego de su expansión exuberante como consecuencia del consumo de las 
  reservas depositadas por sus ecosistemas.
No es ampliamente reconocido, por cierto, pero la inminencia de este desenlace, fue la razón por la cual las Naciones Unidas tuvieron que citar a la “Conferencia del Medioambiente” en 1972. La conferencia de Estocolmo fue convocada con la finalidad de comenzar el proceso de evitar que nuestro único planeta fuera convertido en un lugar cada vez menos utilizable por los humanos. Para abreviar, su propósito era detener la sucesión global. Las Personas que se habían esforzado valientemente para promover esta conferencia habían estado comprometidas (en un sentido importante) en algo que era como una contrapartida global de los esfuerzos del Dr. Goodwin en Williamsburg. Así como él lucho por deshacer la sucesión para conservar la historia, ellos trataron de conservar un ecosistema mundial en que los “homo sapiens” pudieran seguir siendo la especie dominante y a la vez, pudieran seguir siendo humanos.
No es ampliamente reconocido, por cierto, pero la inminencia de este desenlace, fue la razón por la cual las Naciones Unidas tuvieron que citar a la “Conferencia del Medioambiente” en 1972. La conferencia de Estocolmo fue convocada con la finalidad de comenzar el proceso de evitar que nuestro único planeta fuera convertido en un lugar cada vez menos utilizable por los humanos. Para abreviar, su propósito era detener la sucesión global. Las Personas que se habían esforzado valientemente para promover esta conferencia habían estado comprometidas (en un sentido importante) en algo que era como una contrapartida global de los esfuerzos del Dr. Goodwin en Williamsburg. Así como él lucho por deshacer la sucesión para conservar la historia, ellos trataron de conservar un ecosistema mundial en que los “homo sapiens” pudieran seguir siendo la especie dominante y a la vez, pudieran seguir siendo humanos.
Sin embargo, hasta que la magnitud de la transformación del “homo 
  sapiens” en “homo colossus” y sus consecuencias ecológicas 
  sean mejor comprendidas, difícilmente será reconocido que la clase 
  de ecosistema mundial que las Naciones Unidas estaban buscando perpetuar, ya 
  estaba siendo invalidado por un ecosistema que, por su misma naturaleza, obligaría 
  a la especie dominante a seguir cortando la rama del árbol sobre la que 
  estaba suspendida. La humanidad, habiéndose convertido en una especie 
  de súper detritívoro, no estaba destinada meramente para la sucesión, 
  sino para el colapso. 
Desgraciada pero inevitablemente, las deliberaciones de Estocolmo 
  estaban dislocadas por el hecho de las naciones más afortunadas que habían 
  tenido éxito en lograr la prodigalidad industrial antes de que las reservas 
  del planeta fueran agotadas, ya habían infectado a las otras naciones 
  con el deseo insaciable de emular esa prodigalidad. La infección precedió 
  al reconocimiento del vaciamiento. El resultado de esta triste sucesión 
  histórica había concluido la patética discusión, 
  acerca de si el lujo que podíamos permitirnos era el crecimiento económico 
  o la preservación del medio-ambiente. Ni uno ni el otro eran un lujo; 
  peor, a escala global, ninguno de ellos era posible. 
Los números excesivos y la tecnología voraz 
  ya habían conducido al “homo colossus” a un callejón 
  ecológico sin salida. El loable esfuerzo de las misiones de 114 naciones 
  por lograr resoluciones de compromiso que favorecieran tanto la protección 
  del medio-ambiente como el desarrollo económico para todas ellas, no 
  solucionó nuestros problemas. La rápida anulación del bloqueo 
  político conservó, una vez más, la ilusión de que 
  el pastel pudiera ser a la vez comido y conservado. Pero una ilusión 
  mantenida sigue siendo una la ilusión. 
El hombre necesita comprender cuan frecuentemente las poblaciones 
  de otras especies han sufrido la experiencia del vaciamiento de sus recursos. 
  Pero los seres humanos han estado experimentando una doble irrupción, 
  que nos enfrentan a una versión aumentada de los condicionamientos de 
  tales especies. El “homo sapiens” se incorporó al medio ambiente 
  como espécimen biológico, hace 10,000 años, y sobre todo 
  durante los últimos 400. Además, nuestras herramientas consumidoras 
  de detritos se han agregado durante los últimos 200 años. El inevitable 
  “Die-off”, que los excesos hacen previsible, debiera ser imputado 
  más al ”homo colossus” que al “homo sapiens”. 
  Es decir, la demanda de recursos podría retrotraerse dentro de los límites 
  de “capacidad de carga” permanente reduciéndonos a una estatura 
  menos colosal. Abandonando mucho de nuestro aparato protésico y el elevado 
  nivel de vida que hizo posible. Esto podría parecer, en principio, una 
  alternativa a la forma más literal de “Die Off”, un crecimiento 
  abrupto de la mortalidad humana. En la práctica, está relacionado 
  con varias constantes enunciadas por W. I. Thomas acerca de la resistencia al 
  cambio. Las maneras conocidas de comportarse y pensar tienden a mantenerse; 
  esto probablemente sea tan verdadero respecto a los hábitos del detritívoro 
  “homo colossus”, como a las costumbres de los primeros hombres. 
  Las erupciones de violencia entre conductores americanos que esperaban en las 
  largas colas para comprar gasolina, echando saliva al hablar y negándose 
  obstinadamente a reconocer el crepúsculo de la era del petróleo, 
  sugiere que los individuos de las sociedades industriales que han aprendido 
  a vivir a la manera colosal, no abandonarán fácilmente las botas 
  de siete leguas, sus casas calefaccionadas, y su elevado nivel en la cadena 
  alimenticia. Como dijimos, la readaptación lastima. Será resistida. 
  
Es más, los hábitos de pensamiento persisten. 
  Como nosotros veremos en el Capítulo 11, las personas continúan 
  defendiendo los descubrimientos tecnológicos como una solución 
  supuestamente segura para el déficit de la capacidad de carga. La misma 
  idea de que la tecnología causó el rebasamiento, y que nos convirtió 
  en consumidores “colosales” y por ello insostenibles, es ajena a 
  muchas mentalidades, como para ser una alternativa factible al “Die-off”. 
  Hay una persistente inclinación a aplicar remedios que agravan el problema. 
  
Aún cuando parte substancial de los sectores más 
  “colosales” de la humanidad renunciara escrupulosamente a algunas 
  de sus devoradoras de recursos, no hay ninguna garantía de que esto evitaría 
  el “Die-off”, tan sólo podría posponerlo, permitiendo 
  que el número de habitantes siga aumentando o que pueblos menos “colosales” 
  puedan llegar a ser más “colosales”, antes de que todos colapsemos 
  definitivamente.
Todas estas tendencias son desechadas por los abogados del 
  "retorno a la vida simple", como una forma gentil de evadir las dificultades 
  humanas. Benditos sean los menos protésicos, porque ellos heredarán 
  la tierra arrasada. Probablemente sea así, a largo plazo. Pero ante las 
  nubes oscuras del agotamiento de los combustibles algunos pretenden hallar una 
  tabla de salvación: que la personas sean obligadas a abandonar la mayor 
  parte de la tecnología moderna consumiendo así una porción 
  menor per capita de la “capacidad de carga aparente”, de la cual 
  el hombre protésico ha terminado siento tan dependiente. Sin embargo, 
  visto que altos rendimientos agrícolas de los que dependen los habitantes 
  que año a año, sólo pueden lograrse gracias a los subsidios 
  energéticos, la aplicación pródiga de fertilizantes sintéticos, 
  y el uso de la enorme potencia mecánica impulsada con petróleo, 
  la reducción de la cantidad de combustibles puede bajar el rendimiento 
  por hectárea. Cómo nos preguntamos anteriormente: ¿qué 
  pasará cuando sea nuevamente necesario tirar el arado con un equipo de 
  caballos en lugar de con el tractor, y una parte sustancial de la superficie...
(Aquí se interrumpe el artículo, pero es fácil interpretar lo que sigue. No tanto responder la pregunta)

 
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