miércoles, 8 de febrero de 2023

Necesitaríamos un cambio de rumbo radical

En la parroquia de Pendueles, perteneciente al municipio asturiano de Llanes, está la Casa de Verines. Lugar retirado y tranquilo, hoy es propiedad de la Universidad de Salamanca, que la utiliza como sede de encuentro y cursos.

En septiembre del año pasado se celebró allí el XXXVIII Encuentro de Escritores y Críticos de las Letras Españolas. El lema del encuentro era “Plantar un libro, escribir un árbol: literatura, naturaleza, ecología, sostenibilidad, ruralidad”. La intervención de Jorge Riechmann fue publicada en diciembre en la web del Ministerio de Cultura y Deporte.

De discursos tan inquietantes como este (pero que no dejan de ser rigurosos) me preocupa el efecto práctico que pueden provocar. Su lectura, como la de tantos otros que traigo a este blog, ¿moviliza o desmoviliza? Si no es lo suficientemente contundente tenderemos a aplazar sine die las medidas imprescindibles, porque "aún hay tiempo". Si la perorata nos convence de que "ya no hay solución", esperaremos cómodamente sentados la llegada del anunciado Apocalipsis.

Falso dilema. Siempre hay algo que se puede hacer para evitar lo peor ante cualquier expectativa problemática. Lo primero, convencerse de que el tiempo corre en nuestra contra. Lo segundo, alertar a la población, como se ha hecho siempre ante un incendio, un tsunami o la proximidad de un ejército enemigo. Las campanas tocaban a rebato y los habitantes del lugar se aprestaban a la defensa o se ponían a salvo.

No hay en esta ocasión huida posible; habrá que protegerse sin abandonar este planeta. La Luna y Marte no son refugios confortables para la huida del Planeta de los Simios. Pero recordemos que ante una enfermedad grave no dejamos de buscar remedios, siquiera paliativos. Enfrentado a la propia muerte, ¿alguien preferiría morir desollado y luego asado a la parrilla?

Sigamos alertando sin cesar, porque el mayor obstáculo para remediar los peores daños está en la mente: creer que no hay soluciones, que no dependen para nada de mí, que algún milagro tecnológico superará las leyes termodinámicas. Finalmente, esperar que en el "sálvese el que pueda" individualista o de grupo tendremos ocasión de ocupar algún bote salvavidas. De eso se nutren las posturas nacionalistas, racistas o xenófobas y los planes de las clases dominantes. Pero ni los miembros de la Élite Suprema podrán escapar de la Tierra, aunque alguno mantenga ese delirio. Y si pudieran hacerlo, no les arriendo la ganancia si han de sobrevivir encerrados en cápsulas sin un ecosistema mínimamente viable, con fecha de caducidad mucho más cercana que la del gran ecosistema terrestre.

Delirio que se parece al de los que construyen refugios nucleares a doscientos metros de profundidad, como si pudieran permanecer en ellos por tiempo indefinido.

Solo queda una lucha constante para que la idea del fin de la civilización que hemos conocido se abra paso lo más rápido posible y se puedan coordinar esfuerzos a escala global. Ni el individualismo ni la solidaridad de grupo evitarán lo peor. Ni siquiera "la conciencia de especie" aunque debe ser el primer paso. Es una conciencia ecosistémica planetaria, de conservación del medio, del único medio disponible, en un equilibrio estacionario que tenga en cuenta que todas las especies vivientes merecen y necesitan ser conservadas. Es requisito indispensable para conservar la nuestra.

¿Es esto posible con la dinámica capitalista de la huida perpetua hacia adelante?

Contra lo lo que se suele decir, prefiero pensar que "es más fácil creer en el fin del capitalismo que en el fin del mundo".

https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/2/2e/Calle_sin_salida%2C_se%C3%B1al.jpg
Wikimedia


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Necesitaríamos un cambio de rumbo radical: transformar no sólo nuestras relaciones de producción, nuestra forma de organizar la economía, sino también nuestras mentes y nuestros corazones. Pero, por la inercia de los sistemas naturales y los sistemas sociales, ya no tenemos tiempo para ello: estamos viviendo un tiempo de descuento.

En algún momento de finales del siglo XX perdimos esta suerte de carrera contra el tiempo. Cabe formular así nuestro dilema trágico: dejando de usar combustibles fósiles, nuestras sociedades se empobrecen (en lo material); si los seguimos usando, nuestras sociedades se autodestruyen (y devastan de paso la biosfera terrestre).

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Los procesos destructivos globales (el “cambio global”, decimos de manera eufemística) son de tal magnitud, y tienen tanta inercia, que lo que hagamos a partir de ahora probablemente ya no podrá evitar un planeta Tierra convertido en infierno (para los seres humanos y para muchos seres no humanos: la perspectiva cambia mucho no sólo cuando salimos del cortoplacismo, sino sobre todo cuando cuestionamos el marco antropocéntrico). Estamos hablando del calentamiento global, la acidificación de los océanos, el desmoronamiento de los ecosistemas, la Sexta Gran Extinción… Ay.

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No se trata del fin del mundo –no es la muerte de Gaia, no es el final de la vida en el planeta Tierra– pero sí el fin de nuestro mundo: las condiciones del Holoceno que posibilitaron viviese y prosperase la humanidad que conocemos han sido ya fatalmente desequilibradas, y el planeta se dirige hacia otros regímenes climáticos (quizá incompatibles con la supervivencia humana). Para quien es consciente de esto, la idea de llamar Antropoceno al tiempo que viene le parece más un conjuro de simio asustado que una sabia decisión geológica. Antropoceno: ¿la era de la extinción humana?

La “hoja de ruta” de los poderes dominantes es algo así: iremos dejando morir de hambre a la gente, primero por millones y luego por cientos de millones; y la asesinaremos en guerras y represión militarizada (la digitalización será de gran ayuda en eso). Pero los (pocos) elegidos disfrutarán de SUV eléctricos “para un estilo de vida flexible y tecnológicamente avanzado con cero emisiones” (según reza la propaganda del sistema). Y como clave de bóveda ideológica seguiremos alimentando fantasías sobre la colonización de Marte.

Nos toca prepararnos para morir. La novedad es que no estamos ya hablando primariamente sobre la muerte individual –aunque ese asunto irremediablemente humano sigue ahí–, sino sobre la muerte de nuestra civilización europea-occidental (capitalista, colonial, fosilista, patriarcal, ecocida). No ha sido una buena civilización, y no va a tener una buena muerte. ¿Cómo elaborar esto con ayuda de la poesía?

¿Qué clase de palabra poética, en la singular situación histórica que es la nuestra? Se da una Gran Desproporción entre lo que somos capaces de hacer y lo que deberíamos hacer. Y ¿también entre lo que logramos decir y lo que necesitaríamos? José Ángel Valente hablaba de la “cortedad del decir”, pero se refería a otros fenómenos (a la experiencia humana, pensando sobre todo en la experiencia mística).

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En la cultura contemporánea bajo el capitalismo advertimos dos anchísimas autovías: en primer lugar, fomento de prácticas funcionales a la valorización del valor; y luego, en segundo lugar, tocar la lira mientras arde Roma. Fuera de esto hay muy poco. Apenas una trocha lateral, llena de abrojos, queda para quienes, sin abdicar de la lucidez, tratan de impulsar proyectos de supervivencia y emancipación.

Ceguera de segundo grado: no ves, y no te das cuenta de que no ves. Esta noción se ha aplicado, por ejemplo, a la exclusión de mujeres filósofas de la historia del pensamiento. Pero la ceguera peor (porque nos priva de futuro) es la que ha tenido lugar frente a la crisis ecológico-social

No sé si saldremos de ésta. Pero algo sí sé: no saldremos de ésta engañándonos.

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No se trata de “proteger el medio ambiente” (como dicen los poderes dominantes conteniendo a duras penas los pujos de risa; ya saben ustedes, nos mean encima y dicen que llueve), sino de aprender a vivir en esta Tierra (como uno más de los wanwu, los Diez Mil Seres de los que nos habla la tradición china).

El florecimiento de la vida humana depende de todas las demás formas de vida en el planeta Tierra. (¿Llegaremos a comprender y sentir esto de verdad?)

En el plano del ser: holobiontes en un planeta simbiótico.

En el plano del deber ser: animales con responsabilidades especiales que tratan de construir una simbioética en el seno de una cultura gaiana.

Ésa sería mi respuesta, hoy, a la clásica pregunta filosófica: ¿qué es el ser humano?

El problema ético básico de la humanidad ha sido, y sigue siendo, cómo ir moralmente más allá de la tribu (esto se puede pensar en términos de moral de proximidad frente a moral de larga distancia, como propuse hace años en Interdependientes y ecodependientes, con su segunda edición: Ética extramuros).

Y el problema político básico de hoy: cómo aceptar el inevitable decrecimiento material y energético (con su dimensión de empobrecimiento) sin perder nuestra humanidad. Pues seguimos siendo una sociedad terraplanista. Seguimos tratando de vivir como si no hubiese límites biofísicos (en un planeta finito cuyos límites hemos traspasado ya). Y eso sitúa la transición ecológica como una misión imposible…

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Qué fatiga, con franqueza, lo de tantos discursos anti-“colapsistas” y contra-apocalípticosNos da miedo lo que vemos venir y, como niños, preferimos meter la cabeza debajo de las sábanas. Sigo dudando de que de esa forma vaya a facilitarse la activación sociopolítica de la gente.

El tiempo, vale decir la segunda ley de la termodinámica, nos pone a todos en nuestro sitio. Llamar “catastrofismo” al realismo puede causarnos algún problema. Y llamar “realismo” a las fantasías tecnólatras, algún problema aún mayor.

Como sociedad, deberíamos estar preparándonos para el colapso (donde ya estamos). Pero nos resulta aún más difícil que al individuo prepararse para bien morir…

La condición humana ¿sería un callejón sin salida? Dejemos a los tataranietos que contesten en el siglo XXII –si es que hay seres humanos en el siglo XXII.

Tierra sin nosotros, se titulaba el primer poemario de José Hierro (1946). Ésa es la perspectiva que se nos plantea hoy: una Tierra sin nosotros, a resultas del exterminismo que practica el sistema económico vigente (y apuntala la cultura dominante).

Somos los mejores saboteadores de nosotros mismos… No puede uno evitar sentir piedad por la infinita capacidad de ser tontos y ridículos que nos gastamos los Homo sapiens. Aunque las consecuencias –ay– resulten trágicas.

Hay sobre todo algo esencial que, como sociedad, apenas percibimos: si no se salva el plancton de los océanos, no nos salvamos nosotros. Si no se salvan los escarabajos, no nos salvamos nosotros. Si no se salvan las ranas y las salamandras, no nos salvamos nosotros.

(...)

...¿Cómo hace frente la poesía a la muerte de nuestro mundo? Algunas palabras clave serían las siguientes:
  • Conexión intensa con Gaia, con nuestra Madre Tierra
  • Vínculos vivos con nuestros prójimos próximos –¡y con todos los vivientes de la Tierra!
  • Conciencia de la necesidad de transformación radical (reforma intelectual y moral y quizá, más allá, metanoia)
  • Presencia de ánimo para los duelos que nos toca sobrellevar
  • Fortaleza para no ceder en la denuncia de lo inaceptable, porque “la verdadera poesía lleva siempre en sí la justicia” (Juan Ramón Jiménez)
  • Trabajo constructivo hacia aquella “reforma moral e intelectual” (Ortega y Gasset; Gramsci)
  • Apoyos para estar ahí
  • Y no dejar de agradecer y entonar el “yo celebro” de Rilke, a pesar de los pesares.

(...)

Casona de Verines


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