martes, 17 de diciembre de 2013

Por qué revistas como ‘Nature’, ‘Science’ y ‘Cell’ hacen daño a la ciencia


El biólogo estadounidense Randy Schekman, premio Nobel de Medicina en 2013, protesta en este artículo, publicado en El País el pasado día 12,  contra el sistema de publicaciones en el mundo de la investigación. 

Hace pocos días publiqué unas reflexiones del historiador británico Edward Palmer Thompson. Quise destacar su definición como charcutería intelectual de la búsqueda a cualquier precio del éxito profesional, particularmente entre los profesores e investigadores universitarios.

Esto se observa muy bien en la meritología que las revistas científicas, y particularmente las indexadas, otorgan a través de lo que publican, y el procedimiento cuantitativo que lleva a muchos a valorar sobre todo el número de las publicaciones, en un mercado del conocimiento en que es difícil separar el grano de la paja.

Hoy mismo publica Rebelión un artículo de Salvador López Arnal sobre este mismo texto de Schekman. Aún no lo he leído. Comprobaré a posteriori nuestras más que probables coincidencias...




Soy científico. El mío es un mundo profesional en el que se logran grandes cosas para la humanidad. Pero está desfigurado por unos incentivos inadecuados. Los sistemas imperantes de la reputación personal y el ascenso profesional significan que las mayores recompensas a menudo son para los trabajos más llamativos, no para los mejores. Aquellos de nosotros que respondemos a estos incentivos estamos actuando de un modo perfectamente lógico —yo mismo he actuado movido por ellos—, pero no siempre poniendo los intereses de nuestra profesión por encima de todo, por no hablar de los de la humanidad y la sociedad.

Todos sabemos lo que los incentivos distorsionadores han hecho a las finanzas y la banca. Los incentivos que se ofrecen a mis compañeros no son unas primas descomunales, sino las recompensas profesionales que conlleva el hecho de publicar en revistas de prestigio, principalmente Nature, Cell y Science. Se supone que estas publicaciones de lujo son el paradigma de la calidad, que publican solo los mejores trabajos de investigación. Dado que los comités encargados de la financiación y los nombramientos suelen usar el lugar de publicación como indicador de la calidad de la labor científica, el aparecer en estas publicaciones suele traer consigo subvenciones y cátedras. Pero la reputación de las grandes revistas solo está garantizada hasta cierto punto. Aunque publican artículos extraordinarios, eso no es lo único que publican. Ni tampoco son las únicas que publican investigaciones sobresalientes.

Estas revistas promocionan de forma agresiva sus marcas, de una manera que conduce más a la venta de suscripciones que a fomentar las investigaciones más importantes. Al igual que los diseñadores de moda que crean bolsos o trajes de edición limitada, saben que la escasez hace que aumente la demanda, de modo que restringen artificialmente el número de artículos que aceptan. Luego, estas marcas exclusivas se comercializan empleando un ardid llamado “factor de impacto”, una puntuación otorgada a cada revista que mide el número de veces que los trabajos de investigación posteriores citan sus artículos. La teoría es que los mejores artículos se citan con más frecuencia, de modo que las mejores publicaciones obtienen las puntuaciones más altas. Pero se trata de una medida tremendamente viciada, que persigue algo que se ha convertido en un fin en sí mismo, y es tan perjudicial para la ciencia como la cultura de las primas lo es para la banca.

Es habitual, y muchas revistas lo fomentan, que una investigación sea juzgada atendiendo al factor de impacto de la revista que la publica. Pero como la puntuación de la publicación es una media, dice poco de la calidad de cualquier investigación concreta. Además, las citas están relacionadas con la calidad a veces, pero no siempre. Un artículo puede ser muy citado porque es un buen trabajo científico, o bien porque es llamativo, provocador o erróneo. Los directores de las revistas de lujo lo saben, así que aceptan artículos que tendrán mucha repercusión porque estudian temas atractivos o hacen afirmaciones que cuestionan ideas establecidas. Esto influye en los trabajos que realizan los científicos. Crea burbujas en temas de moda en los que los investigadores pueden hacer las afirmaciones atrevidas que estas revistas buscan, pero no anima a llevar a cabo otras investigaciones importantes, como los estudios sobre la replicación. En casos extremos, el atractivo de las revistas de lujo puede propiciar las chapuzas y contribuir al aumento del número de artículos que se retiran por contener errores básicos o ser fraudulentos. Science ha retirado últimamente artículos muy impactantes que trataban sobre la clonación de embriones humanos, la relación entre el tirar basura y la violencia y los perfiles genéticos de los centenarios. Y lo que quizá es peor, no ha retirado las afirmaciones de que un microorganismo es capaz de usar arsénico en su ADN en lugar de fósforo, a pesar de la avalancha de críticas científicas.

Hay una vía mejor, gracias a la nueva remesa de revistas de libre acceso que son gratuitas para cualquiera que quiera leerlas y no tienen caras suscripciones que promover. Nacidas en Internet, pueden aceptar todos los artículos que cumplan unas normas de calidad, sin topes artificiales. Muchas están dirigidas por científicos en activo, capaces de calibrar el valor de los artículos sin tener en cuenta las citas. Como he comprobado dirigiendo eLife, una revista de acceso libre financiada por la Fundación Wellcome, el Instituto Médico Howard Hughes y la Sociedad Max Planck, publican trabajos científicos de talla mundial cada semana.

Los patrocinadores y las universidades también tienen un papel en todo esto. Deben decirles a los comités que toman decisiones sobre las subvenciones y los cargos que no juzguen los artículos por el lugar donde se han publicado. Lo que importa es la calidad de la labor científica, no el nombre de la revista. Y, lo más importante de todo, los científicos tenemos que tomar medidas. Como muchos investigadores de éxito, he publicado en las revistas de renombre, entre otras cosas, los artículos por los que me han concedido el Premio Nobel de Medicina, que tendré el honor de recoger mañana. Pero ya no. Ahora me he comprometido con mi laboratorio a evitar las revistas de lujo, y animo a otros a hacer lo mismo.

Al igual que Wall Street tiene que acabar con el dominio de la cultura de las primas, que fomenta unos riesgos que son racionales para los individuos, pero perjudiciales para el sistema financiero, la ciencia debe liberarse de la tiranía de las revistas de lujo. La consecuencia será una investigación mejor que sirva mejor a la ciencia y a la sociedad.

Randy Schekman es biólogo estadounidense. Ha ganado el Premio Nobel

© Guardian News & Media, 2013.

martes, 10 de diciembre de 2013

¿Democracia o capitalismo?

Boaventura de Sousa Santos, sociólogo y catedrático de la Facultad de Economía de la Universidad de Coímbra, viene escribiendo una serie de "cartas a las izquierdas", destinadas a orientarlas en estos tiempos de desconcierto y derrota, que habremos de superar.

Esta décima carta plantea la equívoca relación entre democracia y capitalismo, que los ideólogos liberales pretenden lazo indisoluble, cuando en realidad se trata de un matrimonio mal avenido.

La democracia, de la que toman como único modelo posible la democracia liberal, es utilizada por el capitalismo, en el seno de la lucha de clases, como una de sus posibles fórmulas para mantener la hegemonía, fórmula a la cual renuncia cada vez que lo considera conveniente.

Solamente en condiciones muy especiales de equilibrio indeciso realiza concesiones, como ocurrió en el período inmediatamente posterior a la segunda guerra mundial, concesiones  que ha ido socavando, en un proceso progresivamente acelerado, cuando ha encontrado dificultades para la acumulación y necesita pasar nuevamente del relativo reparto a la acumulación por desposesión (David Harvey dixit).

Cuanto más capitalismo, menos democracia. Y al revés.



Décima carta a las izquierdas

¿Democracia o capitalismo?

Boaventura de Sousa Santos
Público

Al inicio del tercer milenio, las izquierdas se debaten entre dos desafíos principales: la relación entre democracia y capitalismo; y el crecimiento económico infinito (capitalista o socialista) como indicador básico de desarrollo y progreso. En este texto voy a centrarme en el primer desafío.

Contra lo que el sentido común de los últimos cincuenta años puede hacernos pensar, la relación entre democracia y capitalismo siempre fue una relación tensa, incluso de contradicción. Lo fue, ciertamente, en los países periféricos del sistema mundial, en lo que durante mucho tiempo se denominó Tercer Mundo y hoy se designa como Sur global. Pero también en los países centrales o desarrollados la misma tensión y contradicción estuvieron siempre presentes. Basta recordar los largos años de nazismo y fascismo.

Un análisis más detallado de las relaciones entre capitalismo y democracia obligaría a distinguir entre diferentes tipos de capitalismo y su dominio en distintos períodos y regiones del mundo, y entre diferentes tipos y grados de intensidad de la democracia. En estas líneas concibo al capitalismo bajo su forma general de modo de producción y hago referencia al tipo que ha dominado en las últimas décadas: el capitalismo financiero. En lo que respecta a la democracia, me centro en la democracia representativa tal como fue teorizada por el liberalismo.

El capitalismo sólo se siente seguro si es gobernado por quien tiene capital o se identifica con sus "necesidades", mientras que la democracia es idealmente el gobierno de las mayorías que no tienen capital ni razones para identificarse con las "necesidades" del capitalismo, sino todo lo contrario. El conflicto es, en el fondo, un conflicto de clases, pues las clases que se identifican con las necesidades del capitalismo (básicamente, la burguesía) son minoritarias en relación con las clases que tienen otros intereses, cuya satisfacción colisiona con las necesidades del capitalismo (clases medias, trabajadores y clases populares en general). Al ser un conflicto de clases, se presenta social y políticamente como un conflicto distributivo: por un lado, la pulsión por la acumulación y la concentración de riqueza por parte de los capitalistas, y, por otro, la reivindicación de la redistribución de la riqueza generada en gran parte por los trabajadores y sus familias. La burguesía siempre ha tenido pavor a que las mayorías pobres tomen el poder y ha usado el poder político que le concedieron las revoluciones del siglo XIX para impedir que eso ocurra. Ha concebido la democracia liberal como el modo de garantizar eso mismo a través de medidas que cambiaron en el tiempo, pero mantuvieron su objetivo: restricciones al sufragio, primacía absoluta del derecho de propiedad individual, sistema político y electoral con múltiples válvulas de seguridad, represión violenta de la actividad política fuera de las instituciones, corrupción de los políticos, legalización del lobby… Y siempre que la democracia se mostró disfuncional, se mantuvo abierta la posibilidad del recurso a la dictadura, algo que sucedió muchas veces.

Después de la Segunda Guerra Mundial, muy pocos países tenían democracia, vastas regiones del mundo estaban sometidas al colonialismo europeo, que servía para consolidar el capitalismo euro-norteamericano, Europa estaba devastada por una guerra que había sido provocada por la supremacía alemana, y en el Este se consolidaba el régimen comunista, que aparecía como alternativa al capitalismo y a la democracia liberal. En este contexto surgió en la Europa más desarrollada el llamado capitalismo democrático, un sistema de economía política basado en la idea de que, para ser compatible con la democracia, el capitalismo debería ser fuertemente regulado, lo que implicaba la nacionalización de sectores clave de la economía, un sistema tributario progresivo, la imposición de las negociaciones colectivas e incluso, como sucedió en la Alemania Occidental de la época, la participación de los trabajadores en la gestión de empresas. En el plano científico, Keynes representaba entonces la ortodoxia económica y Hayek, la disidencia. En el plano político, los derechos económicos y sociales (derechos al trabajo, la educación, la salud y la seguridad social, garantizados por el Estado) habían sido el instrumento privilegiado para estabilizar las expectativas de los ciudadanos y para enfrentar las fluctuaciones constantes e imprevisibles de las “señales de los mercados”. Este cambio alteraba los términos del conflicto distributivo, pero no lo eliminaba. Por el contrario, tenía todas las condiciones para instigarlo después de que el crecimiento económico de las tres décadas siguientes se atenuara. Y así sucedió.

Desde 1970, los Estados centrales han estado manejando el conflicto entre las exigencias de los ciudadanos y las exigencias del capital mediante el recurso a un conjunto de soluciones que gradualmente fueron dando más poder al capital. Primero fue la inflación (1970-1980); después, la lucha contra la inflación, acompañada del aumento del desempleo y del ataque al poder de los sindicatos (desde 1980), una medida complementada con el endeudamiento del Estado como resultado de la lucha del capital contra los impuestos, del estancamiento económico y del aumento de los gastos sociales originados en el aumento del desempleo (desde mediados de 1980), y luego con el endeudamiento de las familias, seducidas por las facilidades de crédito concedidas por un sector financiero finalmente libre de regulaciones estatales, para eludir el colapso de las expectativas respecto del consumo, la educación y la vivienda (desde mediados de 1990).

Hasta que la ingeniería de las soluciones ficticias llegó a su fin con la crisis de 2008 y se volvió claro quién había ganado en el conflicto distributivo: el capital. La prueba fue la conversión de la deuda privada en deuda pública, el incremento de las desigualdades sociales y el asalto final a las expectativas de una vida digna de las mayorías (los trabajadores, los jubilados, los desempleados, los inmigrantes, los jóvenes en busca de empleo) para garantizar las expectativas de rentabilidad de la minoría (el capital financiero y sus agentes). La democracia perdió la batalla y sólo evitará ser derrotada en la guerra si las mayorías pierden el miedo, se rebelan dentro y fuera de las instituciones y fuerzan al capital a volver a tener miedo, como sucedió hace sesenta años.

En los países del Sur global que disponen de recursos naturales, la situación es, por ahora, diferente. En algunos casos, por ejemplo en varios países de América Latina, hasta puede decirse que la democracia se está imponiendo en el duelo con el capitalismo, y no es por casualidad que en países como Venezuela y Ecuador se comenzó a discutir el tema del socialismo del siglo XXI, aunque la realidad esté lejos de los discursos. Hay muchas razones detrás, pero tal vez la principal haya sido la conversión de China al neoliberalismo, lo que provocó, sobre todo a partir de la primera década del siglo XXI, una nueva carrera por los recursos naturales. El capital financiero encontró ahí y en la especulación con productos alimentarios una fuente extraordinaria de rentabilidad. Esto permitió que los gobiernos progresistas -llegados al poder como consecuencia de las luchas y los movimientos sociales de las décadas anteriores- pudieran desarrollar una redistribución de la riqueza muy significativa y, en algunos países, sin precedentes. Por esta vía, la democracia ganó nueva legitimidad en el imaginario popular. Sin embargo, por su propia naturaleza, la redistribución de la riqueza no puso en cuestión el modelo de acumulación basado en la explotación intensiva de los recursos naturales y, en cambio, la intensificó. Esto estuvo en el origen de conflictos -que se han ido agravando- con los grupos sociales ligados a la tierra y a los territorios donde se encuentran los recursos naturales, los pueblos indígenas y los campesinos.

En los países del Sur global con recursos naturales pero sin una democracia digna de ese nombre, el boom de los recursos no trajo ningún impulso a la democracia, pese a que, en teoría, condiciones más propicias para una resolución del conflicto distributivo deberían facilitar la solución democrática y viceversa. La verdad es que el capitalismo extractivista obtiene mejores condiciones de rentabilidad en sistemas políticos dictatoriales o con democracias de bajísima intensidad (sistemas casi de partido único), donde es más fácil corromper a las élites, a través de su involucramiento en la privatización de concesiones y las rentas del extractivismo. No es de esperar ninguna profesión de fe en la democracia por parte del capitalismo extractivista, incluso porque, siendo global, no reconoce problemas de legitimidad política. Por su parte, la reivindicación de la redistribución de la riqueza por parte de las mayorías no llega a ser oída por falta de canales democráticos y por no contar con la solidaridad de las reducidas clases medias urbanas que reciben las migajas del rendimiento extractivista. Las poblaciones más directamente afectadas por el extractivismo son los indígenas y campesinos, en cuyas tierras están los yacimientos mineros o donde se pretende instalar la nueva economía agroindustrial. Son expulsados de sus tierras y sometidos al exilio interno. Siempre que se resisten son violentamente reprimidos y su resistencia es tratada como un caso policial. En estos países, el conflicto distributivo no llega siquiera a existir como problema político.

De este análisis se concluye que la actual puesta en cuestión del futuro de la democracia en Europa del sur es la manifestación de un problema mucho más vasto que está aflorando en diferentes formas en varias regiones del mundo. Pero, así formulado, el problema puede ocultar una incertidumbre mucho mayor que la que expresa. No se trata sólo de cuestionar el futuro de la democracia. Se trata, también, de cuestionar la democracia del futuro. La democracia liberal fue históricamente derrotada por el capitalismo y no parece que la derrota sea reversible. Por eso, no hay que tener esperanzas de que el capitalismo vuelva a tenerle miedo a la democracia liberal, si alguna vez lo tuvo. La democracia liberal sobrevivirá en la medida en que el capitalismo global se pueda servir de ella. La lucha de quienes ven en la derrota de la democracia liberal la emergencia de un mundo repugnantemente injusto y descontroladamente violento debe centrarse en buscar una concepción de la democracia más robusta, cuya marca genética sea el anticapitalismo. Tras un siglo de luchas populares que hicieron entrar el ideal democrático en el imaginario de la emancipación social, sería un grave error político desperdiciar esa experiencia y asumir que la lucha anticapitalista debe ser también una lucha antidemocrática. Por el contrario, es preciso convertir el ideal democrático en una realidad radical que no se rinda ante el capitalismo. Y como el capitalismo no ejerce su dominio sino sirviéndose de otras formas de opresión, principalmente del colonialismo y el patriarcado, esta democracia radical, además de anticapitalista, debe ser también anticolonialista y antipatriarcal. Puede llamarse revolución democrática o democracia revolucionaria -el nombre poco importa-, pero debe ser necesariamente una democracia posliberal, que no puede perder sus atributos para acomodarse a las exigencias del capitalismo. Al contrario, debe basarse en dos principios: la profundización de la democracia sólo es posible a costa del capitalismo; y en caso de conflicto entre capitalismo y democracia, debe prevalecer la democracia real.

Los metales que dan vida a nuestros smartphones son imposibles de reemplazar

Dentro del programa de Cursos de Verano de la Universidad Autónoma de Madrid, se celebró en julio de este año el titulado "Transiciones a la sustentabilidad: alternativas socioecológicas", dirigido por Jorge Riechmann y coorganizado por FUHEM Ecosocial, Ecodes, Fundación de Investigaciones Marxistas (FIM) y FYL.

Asistí al curso. Muchas cuestiones de interés se suscitaron, pero hubo dos ponencias que me impresionaron más que las otras, porque al carácter de aviso sobre lo insostenible de nuestras sociedades añadían la nota de urgencia para cambiar de rumbo. Estas ponencias fueron la de Pedro Prieto y la de Alica Valero.

Pedro Prieto tituló la suya "La espinosa cuestión de la energía neta en las transiciones hacia la sostenibilidad". La ilustró con datos y gráficos bien conocidos por los interesados en estas cuestiones. Que somos ya muchos.

La otra ponencia la presentó Alicia Valero, investigadora en CIRCE, el Centro de Investigación de Recursos y Consumos Energéticos de la Universidad de Zaragoza. Titulada "El agotamiento de los recursos naturales no energéticos", la acompañó de una concluyente presentación.

Tan previsible como la carestía energética es la de los materiales. Ya pasó el tiempo en que parecía tener algún significado la expresión "criadero de mineral" como sinónima de yacimiento. Si el petróleo y el carbón existen en cantidades limitadas, lo mismo ocurre con el níquel o el wolframio. Y especialmente escasos con los lantánidos, metales que por algo son llamados "tierras raras". 

En realidad, ambos agotamientos van parejos, y cuando más escaso es un material, más difícil y costoso (en términos energéticos) es extraerlo, máxime cuando precisamente escasea esa energía.

Ahora encuentro este otro artículo sobre el mismo asunto. Que aumenta la preocupación, porque esos metales raros se usan en microelectrónica, y son por eso mucho más difíciles de separar, para reutilizarlos, de los desechos tecnológicos:

Los metales que dan vida a nuestros smartphones son imposibles de reemplazar




La Universidad de Yale tiene ya algo de experiencia con estudios en metales raros, y recientemente han publicado los resultados de uno que demuestra que es imposible encontrar materiales que cumplan la función de los metales raros en nuestros gadgets.

No le estamos dando la debida atención al reciclaje. Y no, no me refiero al reciclaje tradicional de productos como cristal, plástico, papel y metales comunes. Me refiero a un reciclaje mucho más importante, el de los metales que forman las entrañas de la mayoría de los aparatos modernos, como smartphones, tablets, televisores y ordenadores.

La mayor parte de los mentados metales son irreemplazables. Al menos así lo demuestra un estudio recientemente realizado por la Universidad de Yale, donde han estudiado los 62 metales que son más utilizados para la fabricación de los componentes que dan vida a todos los gadgets modernos, dentro de los que se incluyen procesadores, memoria RAM, placas de circuitos, pantallas y demás órganos vitales para el funcionamiento de nuestros terminales.

El objetivo del estudio en cuestión era evaluar si sería fácil reemplazar el uso de un metal determinado por otro material, en caso de que por algún motivo dejara de estar disponible. Los resultados son muy poco alentadores.

Con una posible clasificación que iba desde el "excelente" hasta "pobre" evaluaron la viabilidad de reemplazar un metal en determinado por otro material. El resultado fue que ni siquiera uno solo de los metales bajo evaluación puede ser sustituido por otro tipo de material que pueda cumplir con su función igual de bien. Lo que es peor, solamente doce de los sesenta y dos metales estudiados encontraron sustitutos que harían su trabajo, mal, pero lo harían en caso de ser necesario.

Esto pinta realmente mal para el futuro, puesto que la gran mayoría de tales materiales también están en la clasificación de metales raros, lo que quiere decir que en algunos años, para cuando se nos agoten las fuentes de donde son obtenidos, podríamos ver que las cosas se ponen realmente difíciles en la industria de consumo. Lo que es peor, las estimaciones apuntan al año 2020 como fecha tope.

La solución, claro, es comenzar a reciclar desde ya, y tratar de recuperar estos materiales de los gadgets que ya no utilizamos, de modo de poder estirar un poco más el tiempo con el que contaremos con estos elementos. Quizás es momento de ponerse a guardar todos los aparatos tecnológicos que se nos van averiando, un día podríamos hacer algo de dinero con ellos como material de reciclaje.

viernes, 6 de diciembre de 2013

“Reflexiones inéditas de Thompson sobre política, historia y el papel de los intelectuales”

Encuentro estas reflexiones en la página Marxismo Crítico.

Y reflexiono y derivo a partir de esa reflexiones.

Edward P. Thompson, en el marco del Programa Historia y Sociedad de la Universidad de Minessota, escribió, en el año académico 1987-88 un working paper que circuló fotocopiado entre los estudiantes, con el título informal de “Reflexiones sobre Jacoby y todo eso”. Parece que fue solicitado como comentario al entonces reciente bestseller de Russell Jacoby The Last Intellectuals: American Culture in the Age of Academe [Los últimos intelectuales: la cultura norteamericana en la edad de la academia].

Lo que copio a continuación, parte de ese escrito, me ha llamado la atención, al recordar mi experiencia docente.

El éxito profesional, o mejor, su búsqueda a cualquier precio, acaba deformando toda una carrera, y el "charcutero intelectual" acaba despachando "cuarto y mitad" de programas, listas y temas, y, en la procura de beneficios profesionales, se amolda a los procedimientos cuantitativos que le exige cada coyuntura del sistema universitario, como parte adherente del sistema de gobierno y, en definitiva, del sistema capitalista.

Hace algunas noches, en un programa de televisión de esos con tertulianos (era Vía V), alguno de ellos observó agudamente cómo el "sistema de cupos" en los nombramientos de vocales para el Consejo General del Poder Judicial propiciaba jueces sumisos que, sí tenían ambiciones de ocupar cargos en su carrera, tenderían a ser menos rigurosos con miembros de los partidos mayoritarios, que a fin de cuentas son los que nombran el gobierno de los jueces.

El acomodo a los deseos del que me juzga se manifiesta en muchos otros campos. Es uno de los mecanismos que acaban haciendo dominante la ideología de la clase dominante, cuyos miembros son los primeros que la sustentan, incluso sin ser conscientes de ello, porque se acomoda a su conveniencia.

Los moriscos y judíos, conversos a la fuerza, acabaron por ser sinceros católicos, si no en la primera, tal vez en la segunda generación. Y algunos llegaron a ser grandes místicos.

Un universitario sabe que para publicar en las revistas científicas tiene que amoldarse a los criterios de los editores, a través de la aceptación por comités de revisión y selección que, en algunos casos, comprenden peor que el autor los contenidos que juzgan.

El vicio sistémico, en verdad muy difícil de evitar, acaba pervirtiendo los mecanismos más razonables. La desigualdad inherente al capitalismo se transmuta fácilmente en algo merecido, y merecidos parecen los privilegios que conlleva y el poder que confiere. Merecidas, también las desgracias y el sometimiento de los otros. Incluso el de los que no se sienten sometidos.

Esta acomodación viciada al poder es patente en muchos otros campos. Los exámenes de selectividad, tan razonables como idea, malbaratan a veces un curso entero, convertido en pura preparación para ellos. Los contenidos importan solamente para pasar la prueba, y el colegio más valorado seguramente no ha enseñado otra cosa que contenidos "de los que caen".

Como ocurre con los tests de inteligencia, que, como observa el paleontólogo Stephen Jay Gould en su libro "La falsa medida del hombre", demuestran más que nada la destreza adquirida por el entrenamiento.

Las ideas de superioridad intelectual justificada por la raza, la clase social o el conocimiento especializado se apoyan en estos mecanismos, que son fácilmente aceptados por los que se sienten superiores y se aprovechan de eso sin pensarlo dos veces. En tiempos lejanos se dudó hasta de que las mujeres o los indígenas americanos tuviesen alma. Como Descartes dudó de que los animales fuesen sensibles al dolor.

Y no hace tanto tiempo de eso: cuando en el bachillerato de mi infancia estudié geografía humana, junto a las tradicionales razas blanca, amarilla y negra, se hablaba de "las razas inferiores". Entre ellas, los aborígenes australianos, los pigmeos y los bosquimanos y hotentotes.

Con estas dos últimas poblaciones sudafricanas están emparentados los xhosa. La etnia de Nelson Mandela, recién desaparecido. ¿Quién iba a pensar que Mandela pertenecía a alguna raza inferior?

Quiero dejar claro que mi alusión fotográfica a la charcutería entelectual se limita a estas consideraciones, y no tiene nada que ver con alusión irónica alguna a la existencia de chorizos en las instituciones. Aunque algunos habrá, como parece evidente...

Dejo el comentario de Thompson que suscitó mis reflexiones:

Charcutería intelectual


Volvamos a Russell Jacoby, aunque supongo que ya os habéis hecho una idea suficiente de su posición durante el seminario. A mí, en general, me gusta su libro. Con una prosa viva y abundancia de ejemplos, presenta a la cultura académica, no como una solución, sino como un problema. Tal vez me gusta el libro porque yo mismo he venido sosteniendo tesis parecidas durante años. En una discusión sobre el papel de la universidad en la educación de adultos, escribí (en 1968) lo que sigue:


“La cultura educada superior no está ya aislada de la cultura popular conforme a las viejas fronteras de clase: pero sigue estando aislada dentro de sus propios muros de autoestima intelectual y soberbia espiritual. Hay, huelga decirlo, más gentes que nunca que atraviesan los muros y entran. Pero es un gravísimo error –en el que sólo pueden caer quienes miran la universidad desde fuera— suponer que, dentro de los muros, se hallan ardientes protagonistas (…) de valores intelectuales y culturales. En la buena clase de adultos, la crítica de la vida se lleva al trabajo o al objeto de estudio. Es natural que esto resulte menos común entre los estudiantes universitarios corrientes; y buena parte del trabajo del profesor universitario es del tipo de un charcutero intelectual: pesar y medir programas de estudio, listas de lecturas o temas de ensayo en pos del entrenamiento profesional que se pretende. El peligro es que ese tipo de necesaria tecnología profesional se confunda con la autoridad intelectual: y que las universidades –presentándose a sí mismas como sindicato de todos los ‘expertos’ en todas las ramas del conocimientoexpropien al pueblo su identidad intelectual. Y en eso se ven secundadas por los grandes medios centralizados de comunicación –señaladamente, por la televisión—, que suelen presentar al académico (¿o tal vez debería hablar de ciertos académicos fotogénicos?), no como un profesional especializado, sino, precisamente en ese sentido, como un verdadero ‘experto” en la Vida.” (“Education and Experience,” págs. 21-22)


Esta no es exactamente la misma queja que la de Jacoby, porque lo que a él le preocupa es la incapacidad de los académicos para proyectarse como intelectuales públicos, mientras que lo que a mí me preocupaba era la expropiación de la vida intelectual de la nación por parte de las universidades. Pero ambos estamos radicalmente interesados en el intercambio, en el diálogo entre la academia y el público. Sin embargo, Jacoby presenta el problema de manera demasiado fácil. A pesar de las salvedades, su libro parece presentar un autoaislamiento voluntario en el que los intelectuales comprometidos han terminado optando por el progreso profesional en el cuadro de los mefíticos vocabularios de las carreras académicas. Es verdad que eso se da ahora, como se dio en el pasado. En momentos materialistas y horros de heroísmo eso se dio ya antes. Pero seguramente no es sino la mitad del proceso. Jacoby no se molesta en inquirir más allá, en indagar en las razones “estructurales” del autoaislamiento de una categoría de intelectuales: no se pregunta si ese aislamiento y ese autoencarcelamiento con jerga autopromocional es consecuencia no menos que causa. ¿No será que las relaciones políticas e intelectuales entre los intelectuales y el gran público se han visto interrumpidas por cambios en las tecnologías de la comunicación, o tal vez que, como consecuencia de ulteriores cambios políticos e ideológicos, los intelectuales se han quedado hablando consigo mismos o sin tener mucho que decir que sea de interés general?

jueves, 5 de diciembre de 2013

¿Hemos llegado al punto de no retorno?

El 18 de noviembre de este 2013 se publicó en La Marea esta entrevista que J. V. Barcia Magaz realizó a José Manuel Naredo. Más que la caracterización de España como neoliberal o neocaciquil, que es lo que se destaca en la cabecera de la entrevista, me interesan las dudas sobre el futuro que le genera la actual encrucijada, sin que (es mi opinión) podamos estar seguros de haber o no haber llegado al punto de no retorno al que el entrevistador siente que nos aproximamos.

En relación con lo primero, el neoliberalismo se promociona precisamente para mantener situaciones de privilegio que podemos caracterizar como caciquismo. Naredo afirma con razón que en España no hay ni ha habido antes libre mercado ni mano invisible. La economía en otros lugares ha tenido, al menos en teoría, una fase de libre competencia cuya evolución "natural" conduce a lo contrario. Aquí esa fase no ha existido nunca, porque, sin verdadera revolución burguesa, el antiguo régimen se ha ido fusionando con los nuevos advenedizos en un proceso continuado. Eso es el caciquismo.

En cuanto a lo segundo, no es nuevo lo que dice Naredo, al menos para las personas informadas. Pero siempre es bueno repetirlo.

La deontología médica se debate entre informar al paciente de su mal, lo que puede salvarlo al cambiar de hábitos, o bien ocultárselo si se considera irreversible, porque eso al menos le evitará el sufrimiento moral. El dilema es real en los casos inciertos.

El pánico paraliza, y a veces es bueno mantener esperanzas, incluso cuando no hay muchas. Es un problema de dosis. Mi postura personal es que debemos apostar por que aún estamos a tiempo de cambiar con cierto orden, pero que ese tiempo es limitado y no sabemos cuánto durará. Porque si imaginamos los auténticos graves problemas en un futuro lejano, seguiremos aplazando las soluciones hasta que no sean posibles, y si pensamos que el colapso es inmminente podemos caer en la inacción fatalista.

En cualquier caso, es honesto y muy sano hacer como Naredo, y moverse porque sí, por cuestiones vitales, sin esperar resultados.

José Manuel Naredo: “España se caracteriza más que por su neoliberalismo por su neocaciquismo”

José Manuel Naredo: “España se caracteriza más que por su neoliberalismo por su neocaciquismo”


Es la voz más prestigiosa y reconocible de la economía ecológica española, sintetizando en su pensamiento reflexiones globales sobre el papel de la economía, con análisis concretos de cómo el modelo capitalista, “empecinado en el consumismo y el extractivismo, nos conduce a un contexto de colapso biosférico”. Galardonado con el Premio Nacional de Medio Ambiente, con el GEOCRÍTICA y el Panda de Oro, José Manuel Naredo no se muerde la lengua cuando sostiene que “se ha venido abajo la idea lineal de progreso y otras muchas promesas de la sociedad industrial capitalista”.


Leyendo algunas de sus obras da la sensación de que nos aproximamos a un punto de no retorno.

El resultado final del actual sistema económico conduce a nuestro planeta a un contexto de depauperación física y degradación ecológica. Ese escenario, al que denominamos “Tanatia”, será incompatible con la vida, al menos tal y como la entendemos. Se ha venido abajo la idea lineal de progreso y otras muchas promesas de la sociedad industrial capitalista. Estamos viviendo el final de una etapa donde muchas opciones políticas, aparentemente diferentes, coincidían en su óptica productivista y económica.

Y, sin embargo, parece que los grandes poderes se obstinan en mantener esa dirección.

Proseguir por la senda diseñada desde el capitalismo no es ni posible ni deseable. No es posible porque nuestra forma de extraer recursos naturales y de consumirlos no tiene en cuenta los límites del planeta. El capitalismo ignora el fin del ciclo ecológico. Sus defensores cifran ese ciclo desde la cuna donde se origina un producto, hasta la tumba de ese producto, pero luego obvian lo que haría que el ciclo pudiera ser sostenible, que es la reposición ecológica de lo consumido. Por otro lado, decíamos que no era deseable, ya que son las grandes transnacionales las que mediatizan y condicionan las políticas en el mundo, negando la democracia a sus habitantes, acaparando y dirigiendo el flujo de recursos y capitales y utilizando el planeta como un sumidero cada vez más incapacitado para producir funciones de reequilibrio ecológico.

Es como si la economía no tuviera en cuenta la finitud del planeta.

El imperialismo del actual modelo económico ha colonizado nuestras mentes hasta separarnos de la Tierra. Se ha trabajado denodadamente en enmascarar la dependencia física del planeta, imbuyéndonos en una cultura consumista donde lo que manda es la capacidad de adquisición ocultando el verdadero coste ecológico de lo consumido. Debemos acabar con la falsa dualidad entre ser humano y naturaleza, porque somos parte de la naturaleza y, como parece evidente, no podremos vivir sin ella.

¿Qué lecciones podemos extraer de la crisis?

Lo primero que deberíamos responder es si cómo sociedad y especie estamos dispuestos a extraer alguna lección que nos haga cuestionar nuestra forma de organizarnos con el planeta. El futuro es innegable, pero de seguir por el camino actual ese futuro puede ir a peor. Si arriesgamos una mirada retrospectiva podremos concluir que en tiempo de dificultades se produce el surgimiento de ideologías autoritarias de corte fascista. Sin embargo, hay que señalar que ante otros momentos delicados de nuestra historia, ahora media un hecho diferencial innegable, que es aquél que guarda relación con la destrucción ambiental, lo que reduce extraordinariamente nuestro margen de maniobra y el tiempo para reaccionar sin entrar en una fase de entropía biosférica.

¿Qué opinión le merecen los augurios gubernamentales que sitúan a España en el comienzo de la recuperación económica?

Tras tantos años de crisis, tantos brotes verdes, volvemos a ver cómo se saluda con gran fanfarria cualquier dato que tomado aisladamente pueda arrojar alguna interpretación positiva. Y todo ello para volver a lo mismo. Pues bien, hay que ser honesto y dejarlo claro: no volveremos a los niveles económicos de antes de la crisis. Pero es que además, no se ha estudiado lo que le ha pasado a este país, ni se han asumido responsabilidades, ni se ha buscado a los responsables. Tomar conciencia de nuestros males es el primer paso para intentar salir de esta situación y, desde luego, esto no se está haciendo. El dinero “a espuertas” celebrado por Botín responde a la liquidez estadounidense que busca la inversión en un país que se ha convertido en una ganga para la especulación con pesadillas como la de Eurovegas. Las mejoras y los beneficios seguirán siendo acumulados por las grandes empresas mientras la sociedad en su conjunto seguirá siendo empobrecida.

¿Cuánto de coyuntural y cuanto de estructural tiene la crisis?

Yo ya he sido testigo de tres burbujas inmobiliarias, lo que quiere decir también burbujas financieras. Estamos viviendo el desastre de los ciclos lógicos del capitalismo, donde tras la euforia especulativa, nos encontramos con una depresión llena de deudas donde la receta que se quiere aplicar es más de lo mismo. El cambio debe venir por una transformación cultural y no se producirá a través de una muda de sombrero político a partir de opciones que de facto comparte, el mismo esquema productivista y especulativo.

¿Qué proyección de futuro hace del capitalismo en España?

De no lograr que se produzca un cambio sustancial, estamos abocados a un neocaciquismo plagado de operaciones especulativas y macroproyectos urbanísticos. Los políticos que nos han gobernado y gobiernan son tributarios de las grandes constructoras que se han inflado a hacer cosas sin sentido ni dimensión. España se caracteriza más que por su neoliberalismo por su neocaciquismo. Ni libre mercado ni mano invisible. Aquí las estaciones del AVE se ponen lejos de las poblaciones para favorecer crecimientos inmobiliarios que van a beneficiar a personas con nombres y apellidos. Todo ello hará que la crisis sea más larga y que tienda a encadenar burbujas especulativas.

¿Qué características debería tener un modelo de economía ecológica para nuestro país?

Una gestión razonable del mundo físico exige ordenar con criterios económicos el reino difuso de los materiales. Dicho de otra manera, debemos desplazar nuestra atención económica hacia los condicionantes físicos como forma de habitar nuestro planeta a través de procesos de cooperación y simbiosis con la naturaleza. Es vital no volver a las andadas para que nuestra ruina no sea irremisible. No podemos volver a caer en un aquelarre inmobiliario y de obras públicas. El monocultivo del ladrillo nos ha empobrecido y ha absorbido todas nuestras energías.

¿Cómo estima los programas económicos de los partidos mayoritarios?

Viendo cuáles son sus prácticas tengo suficiente. Dedico mi tiempo a cosas que considero más útiles. Es imprescindible un saneamiento político de fondo.

¿Hay motivos para la esperanza?

Es necesario seguir teniendo afán por vivir para seguir construyendo de otra manera, con otros objetivos. Es importante seguir apostando por la reconversión mental. Ahora hay mucha gente haciendo muchas cosas para salvar el mundo. Yo personalmente me muevo por cuestiones vitales sin esperar resultados.



miércoles, 4 de diciembre de 2013

Cómo llegar a ser un político de rompe y rasga

publicó este artículo en El País.

Hemos oído a algún tertuliano hablar de "aplicar una inyección letal" como el medio idóneo para liquidar empresas o instituciones deficitarias, sean los astilleros de Ferrol o la radiotelevisión valenciana, o incluso la sanidad y la educación públicas, sin consderar los costes humanos. Claro que los servicios esenciales, en la medida en que se privaticen, pasarán a ser "productivos".

De beneficios.

Esto forma parte del "sentido común" dentro de este sistema, e incluso tales ideas son asumidas por algunas víctimas potenciales (mucho menos por las víctimas actuales). La cuenta de beneficios es lo único que salva a una empresa o a una institución. Claro que así se considera "productiva" la fabricación de armamento (Navantia fabrica buques de guerra, por mandato europeo), o lo es la improductiva publicidad, mientras que la salud de una población no produce nada más que salud (salvo que se trate de la salud de los productores de beneficios).

Porque la salud de los jubilados o de las personas dependientes es un lastre. El problema es que vivan demasiado. Son una rémora para la economía "productiva". No lo es la fabricación de tantos trastos perfectamente inútiles para los que hay demanda solvente.

Los inmigrantes eran un elemento altamente positivo para nuestra economía. Si eran "legales" rejuvenecían a una poblacion envejecida, cotizaban a la seguridad social, mientras no cobraban aún jubilaciones, participaban del crédito al consumo, y en muchos casos del inmobiliario. Si "ilegales", sostenían a muy bajo costo una economía sumergida no por ello menos floreciente, consumían poco, producían mucho y además presionaban a la baja sobre los salarios de los demás trabajadores. Hipocresías aparte, como ocurre en cualquier tráfico ilícito, eran una buena fuente de negocio.

Ahora que es el momento de descartar a los sobrantes, sean nacionales o extranjeros, los desesperados que todavía creen que estarán mejor en este país o en los otros europeos aparecen como una plaga que hay que combatir por cualquier medio.

Por inhumano que sea.

Aunque sea a cuchilladas. Fumigar no se lleva ahora (véase el caso de Siria).

Ayer mismo, en el parlamento de Galicia, alguien comparó los recortes, por ejemplo en la  sanidad, con los bombardeos de la Legión Cóndor. Mayúsculo escándalo.

Pero si sumamos los años que implica el descenso de la esperanza de vida motivado por las peores condiciones de trabajo, la angustia del desempleo, depresiones y suicidios incluídos, y hasta las muertes por hambre o frío, no desmerecerían mucho las cifras. Y, como dijo Madeleine Albright por las muertes de niños en Iraq por culpa del bloqueo, "valió la pena".

Volviendo al tema de la contención de los inmigrantes irregulares, dice la entradilla del artículo:

La autoridad tira de cuchillas para contener a los subsaharianos en la frontera de Melilla. Es escandaloso utilizar las armas de los cazadores de Atapuerca en pleno siglo XXI, el de la ciencia y la informática.

"¡En pleno siglo XX!", se decía antes, con el mismo énfasis estupefacto..

Claro que posiblemente antes la frase para escandalizarse fuera: " ¡En pleno siglo XIX!

La idea del progreso indefinido como axioma tranquilizador y paralizante choca con el hecho evidente del retroceso moral, y se dicen inocentemente esas cosas.

El piadoso ministro ora con su rosario de cuchillas.

    Eduardo Estrada


    A José K., pobre, le duelen todas las falangetas, falanginas y falanges de todos los dedos de las dos manos. Advierte, en este agitado despertar, que el tormento, además, se transmite a los cinco huesos del metacarpo e incluso a los ocho del carpo —o muñeca— de cada una de ellas. En total, 54 huesecillos, que no son pocos. Pero añadan, por favor, las láminas ungueales, las lúnulas y hasta los hiponiquios, que también le tienen en un ay. Quejido metafórico, afortunadamente, porque nuestro hombre vuelve a mirarse las sarmentosas y manchadas —cosas de la edad— extremidades superiores, y por mucho que se fija, no observa herida, tajo o brecha escandalosa, pero tampoco corte ni incisión ligera. No hay, por tanto, rastro de sangre o cualquier otro líquido orgánico. Será entonces un sufrimiento solo psicológico, se dice, producto de un mal sueño, unas punzadas de angustia de esa pesadilla que poco antes le había hecho despertarse cubierto de sudor frío.

    Porque José K. había leído al caer la tarde, en su periódico de siempre, la siguiente noticia: “El Ministerio del Interior español vuelve a colocar cuchillas en la verja de Melilla”. Necesitó una segunda lectura para aceptar lo que estaba ante sus ojos. Y sí, claro que era así: en lo alto de la doble verja que rodea Melilla, 12 kilómetros de sofisticada valla de entre tres y seis metros, la policía —española— ha vuelto a colocar miles de afiladas cuchillas, entremezcladas con los alambres, artilugios salvajes que ya se quitaron en 2007. José K. ha soñado que esas malhadadas concertinas, así las llaman, han vuelto a sajar manos y piernas, a destrozar cartílagos, seccionar venas o arterias, desgarrar músculos, romper huesos. Ha visto en el sueño, aterrorizado, cómo el senegalés Abdoulaye sangraba por ese tajo que se ha hecho en el antebrazo, una herida de más de cinco centímetros de largo y dos de ancho, una boca que no para de manar sangre. O la pierna de Kimbu, camerunés, seccionado el tendón de Aquiles: nunca más volverá a andar normalmente. Y, por último, ha visto la mano derecha destrozada, amputados tres dedos, del nigeriano Okwonkwo. Qué horror. Qué terrible atrocidad.

    Esa cuchilla ha sido el punto de no retorno para José K., ya amargado desde aquel 3 de octubre en el que murieron ahogados más de 300 inmigrantes a las puertas de Lampedusa. Ignominia que sumar a la ignominia, salvajada —¿tiene otro nombre la sangrienta maniobra de la policía española?— tras salvajada. Ha dicho el delegado del Gobierno de Mariano Rajoy, de nombre Abdelmalik El Barkani, que “lo que está claro es que hay un mandato que hay que cumplir por parte de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, que es que los subsaharianos no consigan entrar”. Bien, bien… A José K. le ha gustado mucho saber que este melillense es neurocirujano: poco le asustan, pues, los instrumentos filosos entrando en la carne viva. Está muy bien que tan insigne profesional se acoja a la obediencia debida que en su descargo ofrecieron los torturadores argentinos o chilenos para arrojar a sus víctimas al mar después de haberles arrancado los testículos. Nuestra misión es impedir que los inmigrantes pasen, dice nuestro galeno político. Y así lo haremos, por supuesto, asegura. ¿Cuchillas, navajas, espadas, tajaderas, pericas, verduguillos? ¿O quizá, en honor de nuestro obediente El Barkani, bisturíes y escalpelos? Cualquier cosa. Las órdenes son las órdenes. Misión cumplida. Nuestra conciencia está a salvo, que no es cosa que nos afecte que Abdoulaye, Kimbu u Okwonkwo deambulen como zombis magullados por el monte Gurugú. A nuestra España no han pasado. La condecoración es mía. 

    El delegado del Gobierno recibe órdenes de parar el paso a España y lo hace con cualquier cosa.

    Piensa, repiensa y vuelve a repensar nuestro hombre en cómo es posible que semejante cosa esté pasando. Por qué tanta brutalidad. No encuentra respuesta alguna a las preguntas bastante sencillas —no sabe plantearse otras— que se hace a sí mismo. ¿Cómo es posible, se escandaliza, que en pleno siglo XXI, con millones y millones de ingenieros, de informáticos, de científicos de toda laya y condición, cuando se produce la trasmisión en menos de nanosegundos de todos los conocimientos humanos posibles de un lado a otro del universo, solo sepamos solucionar algo que consideramos un problema con la instalación de estas armas tan crueles que ya utilizaban los cazadores de Atapuerca? ¿Qué políticos ordenan a sus departamentos de compras, con la frialdad del gerente que adquiere rodamientos para sus maquinarias, que se adquieran millones de cuchillas? ¿Cómo se dota ese presupuesto? ¿Qué dice el papel que han firmado esos educados altos cargos? ¿Y cómo se da la orden a la Guardia Civil de que se coloquen esos jamoneros en la valla, con el fin de que unos seres humanos sufran atroces heridas si osan agarrar allá arriba, a seis metros de altura en mitad de cualquier noche de invierno, ese hipotético pase a una vida que se les niega? Porque, ahora, el mundo ha cambiado tras la devastadora crisis; ya no les necesitamos para levantar ladrillo a ladrillo nuestro confortable chalé adosado ni para recoger en invernaderos a temperaturas infernales esas fresitas que tanto lucen en los manteles de los mejores restaurantes.

    A raíz de la tragedia de Lampedusa, leyó José K. —vicioso de muchos desenfrenos— en esos medios de la caverna que fungen de derechas, cuando lo son de extrema derecha, que en realidad a quien debíamos culpar de esas terribles situaciones es a los sátrapas africanos, y dejar de exigir heroicidades a Europa. Bien, sea. Paguemos ese peaje. Hay dirigentes africanos corruptos y miserables. ¿Nos basta con citar a nuestro Teodoro Obiang? Además de mafiosos que engañan a los pobres inmigrantes ofreciéndoles unos sórdidos barcos con destino al infierno. Pues ya está dicho, sí. Pero sigamos el mismo camino que sufren tantos y tantos subsaharianos después de sufrir a unos y otros. ¿Cómo calificamos a Silvio Berlusconi, presidente que era del Gobierno italiano en aquel 2002, cuando se proclamó la famosa ley Bossi-Fini que impedía atender a los náufragos en alta mar? ¿Qué nos parece obligar a unos pescadores a permanecer de brazos cruzados y ver morir ante sus ojos a hombres, mujeres y niños, porque tirarles un salvavidas o darles una mano se considera un delito por parte de aquellos políticos tan ricamente alejados de esas pequeñas miserias? A José K. no le resulta excesivo, por qué iba a serlo, llamar canallas –después de hacerlo a tiranos y bandidos africanos si así gustan— a esos civilizadísimos integrantes de partidos que a sí mismos se llaman humanistas, perdonen la risa sardónica de nuestro hombre que oyen de fondo, que ya se le ha puesto la vena de lo que alguien consideraría ira santa.

    A un ministro católico hay que preguntarle qué mandamiento señala las  navajas cabriteras.

    Y como estamos de santos, permitan a nuestro muy encendido amigo que dedique una pequeña coda al señor ministro del Interior, don Jorge Fernández Díaz. Él es el máximo responsable, después del presidente del Gobierno, claro, del regreso de estos instrumentos de tortura a la verja melillense. Conocido José K. por su condición de ateo militante y furioso comecuras —aquí mismo lo ha reconocido en otras ocasiones— le hace mucha gracia preguntarle a quien tanto presume de su acendrado catolicismo —amar al prójimo, proclaman— qué mandamiento señala la conveniencia de utilizar como arma de persuasión las navajas cabriteras. A su papa Francisco le pareció una vergüenza el trágico naufragio de Lampedusa. Podían preguntarle ahora qué opina de ese brazo de Abdoulaye, de la pierna de Kimbu o la mano de Okwonkwo.

    Recuerda nuestro hombre que Joseph Conrad o Roger Casement —este último con voz propia o prestada a Mario Vargas Llosa— ya nos han contado que en tiempos de aquel infame y ruin Leopoldo III de Bélgica, se cortaban las manos a los congoleses —niños, hombres y mujeres— que hubieran cometido alguna falta, a juicio de sus negreros, para enseñárselas a sus amos como muestra del cumplimiento del castigo. Ya ven: hemos avanzado mucho en dos siglos.

    A José K. se le ocurren algunas cosas más para gritarles a nuestros gobernantes al hilo de tantas manos destrozadas, laceradas o arrancadas. Sobra, cree, enunciarlas.