viernes, 30 de diciembre de 2022

El dispositivo Karl Marx (II)

Sigue la segunda parte de la entrevista que Salvador López Arnal realizó a Juan Manuel Aragüés a propósito de su libro El dispositivo Karl Marx. Denuncia ahora las toscas simplificaciones de muchos marxistas, instaladas también, por razones de coyuntura histórica, en las organizaciones. Lo desconocido se rellena siempre con interpretaciones imaginarias, hasta que el rigor científico va lentamente desplazando el pensamiento religioso.

Los primeros en iniciar este desplazamiento de la teología hacia la ciencia fueron los filósofos jonios presocráticos, aquellos materialistas de la antigüedad que buscaron explicaciones a lo ignorado, al margen de los mitos y fantasías con que lo remendaba la religión. Rescatar a esos viejos pensadores, sepultados por la potencia del idealismo platónico y su influjo posterior, fue el propósito de la tesis doctoral de Marx, en un momento en que el hegelianismo, ese potente idealismo renovado, se había convertido en la base filosófica de su tiempo. Hegel, con su lógica dialéctica, puso de relieve el carácter dinámico de la Historia, pero a la vez llevaba al límite el idealismo, heredado de toda la tradición teologizante que la hibridación del platonismo con las religiones del libro había impuesto durante siglos.

Cuando Marx se propuso "dar la vuelta" a un Hegel apoyado en la cabeza y "ponerlo sobre sus pies", en realidad estaba destruyendo el hegelianismo, a pesar de que su lenguaje (y su propio punto de apoyo) no podía ser otro que el del idealismo alemán de la época.

La constante vuelta, más o menos consciente, al idealismo de muchos que se pretenden materialistas se debe a la tendencia innata a rellenar con fantasía lo que no se conoce, que obviamente es mucho más que lo que se conoce. 

Podría decirse que el idealismo es más "materialista" que el materialismo filosófico, porque al convertir el espíritu en una sustancia contrapuesta a la materia, en cierto modo lo "materializa". Las religiones, incluso cuando han querido desmaterializar a sus dioses, no han podido evitar imaginarlos, dotarlos de imágenes, siquiera mentales. Al final, lo quieran o no, acaban adorando fetiches.

Lo espiritual no existe más allá de su soporte material. Incluso pensado como sustancia no podemos separarlo de relaciones existentes en el mundo material. Marx lo tiene claro cuando, planteando la realidad de que hay identidades múltiples, afirma que “la esencia humana es el conjunto de sus relaciones sociales”. Por eso mismo, entendiendo que “es la vida la que determina la conciencia”, no reduce estas relaciones a la clase social, porque entre todas construyen la vida entera con toda su riqueza.

El esquematismo que lo remite todo a la clase social lleva a análisis incompletos y errores estratégicos. Es idealismo, porque cultiva una realidad imaginaria que dificulta la comprensión de otras determinaciones sociales que también condicionan el devenir. El sujeto es un producto social y, como no hay dos sujetos con iguales determinaciones sociales, no hay dos sujetos iguales. La realidad está atravesada por la diferencia. Además de que el paso del tiempo, el gran olvidado también de la tradición filosófica idealista, provoca procesos de diferenciación. 

Marx lo tiene claro cuando describe las relaciones que definirían una sociedad comunista: “de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad”. Somos diferentes en nuestras capacidades, nadie es totalmente capaz para todo, y en nuestras necesidades, aunque sí en las básicas, y habrá que erradicar (cada vez es más evidente "la necesidad de limitar las necesidades") tantas falsas necesidades creadas artificialmente. Visto así, el comunismo es una sociedad de la diferencia.

Esto parece contradecir la constante lucha de los comunistas por la igualdad, pero hay dos formas de concebir la diferencia. En palabras de Aragüés:

"Hay una concepción que parte de la identidad, por lo tanto es de cuño idealista, y pretende promover la diferencia. Su resultado son estas desgraciadas políticas de identidad cuyo objetivo es construir microidentidades que nos separan de los otros. En realidad es lo que ha hecho la izquierda toda su vida y ahora, desgraciadamente, hace cierto feminismo: buscar lo que separa, no lo que une, acentuar el matiz, no las enormes coincidencias. Es una concepción idiota de la diferencia, en la que se busca lo idion, lo particular." 
"La segunda vía, de vocación materialista, parte de la constatación de la diferencia, del carácter originario de la misma y que, por ello, desde una perspectiva política, puede cambiarlo todo, porque si somos diferentes, si partimos de eso, lo único que nos queda es la construcción de lo común, el trenzado de lazos que nos permitan un proyecto compartido. Esta concepción de la diferencia es a la que llamo una diferencia koinota, de koinon, común, sobre la que es posible desarrollar una política de la construcción y de la alianza que permite promover un amplio sujeto político, al que podemos llamar clase, multitud o pueblo, según se nos antoje."
"Cuidado, una precisión. Esta concepción de la diferencia no deberá desembocar en un discurso universalista que reconcilie todas las diferencias. Hay diferencias que son irreductibles y que están en la base del conflicto social. Por lo que abogo es por una política de mayorías sociales en favor de esas mayorías sociales. Hacer de la multitud el programa político básico, es decir, la permanencia en el ser, la supervivencia, de la mayoría social, algo que el capitalismo, es muy evidente, no garantiza." 

“El ateísmo es un discriminador ontológico fundamental”

(...)

Apuntas y criticas que el paradigma de la simplicidad también se ha instalado en el marxismo y en la exégesis de Marx. ¿Por qué? ¿Cómo es posible que la simplicidad rija o haya regido en una tradición que tiene entre sus grandes clásicos pensadores que en absoluto son simples?

Pues esto ha sucedido, y de manera escandalosa. Sartre, en sus Cuestiones de método, un texto de 1958 que luego colocó como introducción de la Crítica de la razón dialéctica, señala la pobreza de un marxismo, el oficial del PCF, que toda la explicación que es capaz de dar a propósito de Flaubert es que fue un pequeño-burgués del XIX y que eso explica su Madame Bovary. ¿Cuántos pequeños-burgueses hubo en el XIX que no escribieron Madame Bovary?, se pregunta Sartre. Por desgracia, ese simplismo sociologicista, que como he dicho poco tiene que ver con Marx, ha estado muy extendido dentro del marxismo y lo ha acabado convirtiendo en una mala caricatura. Todo se explica por la clase social. Precisamente, esa pobreza, esa pereza teórica que ha atravesado a buena parte del marxismo oficial ha sido denunciada por esos grandes pensadores que tú mencionas. A pesar de las distancias que los separan, los Benjamin, Gramsci, Lukács, Korsch, Sartre, Marcuse, Althusser, Sacristán, se rebelan contra esa simplicidad y exigen del marxismo algo más, mucho más, que un economicismo mecanicista y determinista que acaba por no explicar nada, más que vaguedades. Para algunos de ellos, desarrollar una antropología materialista se convierte en un empeño imprescindible, para otros, analizar la complejidad de las sociedades contemporáneas, no solo la dimensión económica de las mismas, se presenta como tarea primordial. Y todo ello asentado en textos de Marx, algunos de ellos publicados tardíamente, que nos colocan sobre la pista de estas reflexiones. Mucho habría aquí que decir de un <marxismo> soviético que, si bien en sus primeras luces, desarrolló, de la mano de Ryazanov, una encomiable labor de edición de textos de Marx en el marco del Instituto Marx-Engels, luego, y tras la ejecución de Ryazanov en 1937, bloquea todo proceso de edición y acaba por convertir su teoría en un enorme monumento idealista, como subrayó Lukács, cuya lectura en muchas ocasiones produce sonrojo. Pondré un ejemplo, extraído de la historia de la música soviética.
Adelante con él, se te agradece.
En 1936 se representa en Moscú la ópera de Shostakovich Lady Macbeth de Mtsenk, ópera que llevaba dos años recibiendo encendidas alabanzas entre los críticos soviéticos e internacionales. En enero del 36, Stalin acude a escucharla en Moscú. Al cabo de unos días, aparece en Pravda un artículo, “Caos en lugar de música”, en el que se destroza la ópera, que será retirada inmediatamente de cartel por veinte años. Leer el texto no puede sino producir enorme desasosiego en un lector no ya marxista, sino simplemente materialista. La base del mismo es la reivindicación de lo que llama la música <natural>, <humana>, que, por cierto, es la que se hacía en el XIX para las elites sociales. ¿Cómo es posible que veinte años después de la Revolución nos encontremos con textos en los que se recupera todo el arsenal del idealismo más ramplón? Y, desgraciadamente, no es un texto aislado, sino la expresión de un giro teórico idealista que nada tiene que ver con Marx o el materialismo. Y, sin embargo, durante mucho tiempo, ese modelo teórico, profundamente adulterado y dogmático, es el que se enseñoreó del discurso oficial. Por eso, la denuncia del estalinismo como una forma de idealismo, y de la peor especie, es fundamental para el desarrollo del marxismo. Eso ya la dijeron Sartre, Lukács, Marcuse, Althusser, entre otros.
Pero entonces, ¿por qué el estalinismo caló tan hondo en tradiciones marxistas, algunas de ellas deudoras o alimentadas por dirigentes que estaban lejos de ser personas incultas?
Responder a eso es clave para entender nuestras derrotas como proyecto emancipador. Y para hacerlo serían precisos muchos libros y perspectivas diversas. Yo solo voy a apuntar una causa, entre las muchas que hay, y es el verticalismo que suele acompañar, por desgracia, a la tradición comunista. Yo lo he vivido como dirigente político, como secretario general del PCA. Cuando el máximo dirigente, en el que se deposita una enorme confianza, plantea algo, difícilmente se le cuestiona. Y eso es un enorme error, pues lo mejor que puede hacer un comunista es decir claramente lo que piensa, debatirlo y construir un discurso compartido. La parresía de la que habla el último Foucault, el decir-verdad, el atreverse a exponer lo que uno piensa. No para imponerlo, sino para contaminarlo con otras perspectivas y construir un discurso colectivo. En nuestra tradición, hay una voz arriba que desciende sobre el colectivo y se impone. Anguita decía que hay que escuchar qué se dice, no fijarse en quién lo dice, yo comparto plenamente esa posición. Esta es una de las cuestiones por las que creo que una política materialista debe repensar las formas de organización y superar la forma-partido.
Sostienes que el ateísmo de Marx tiene como consecuencia la aparición de un Marx mucho más cercano a Nietzsche que a Hegel. ¿En qué sentido Marx es cercano a un pensador nada socialista como Nietzsche?
Bueno, no me parece que Hegel, defensor del Estado prusiano, sea tampoco modelo de pensador socialista.
No, no lo es desde luego.
Pero, nuevamente, el problema no es Hegel o Nietzsche, sino ciertos gestos filosóficos que podemos detectar en ellos. Claro que Nietzsche y Marx se hallan muy distantes en muchos aspectos, pero también hay otros en los que se les puede poner a resonar. Y el ateísmo es uno de ellos. Desde mi punto de vista, el ateísmo es un discriminador ontológico fundamental. Nuestra filosofía dominante, de cuño idealista, se ha construido históricamente como una teología vergonzante; dios, de una u otra manera, se convertía en la última instancia sobre la que esta se apoyaba. Desde que Platón le torciera el pulso, político y filosófico, a Demócrito y los sofistas, la filosofía occidental no ha cesado de <contarse cuentos>, por decirlo con Althusser, de inventar mundos, modelos que pretendían explicar la realidad. Desde el mundo de las ideas platónico, hasta los estados de naturaleza y pactos sociales de la tradición liberal, surcados por sus teorías de la naturaleza humana, el idealismo se ha caracterizado por inventarse la realidad. Y, desde esa invención, pretender explicarnos el mundo. Hegel no se halla muy alejado de este modelo, con su Idea, o el Espíritu Absoluto, cuyo aroma teológico resulta muy evidente. La Filosofía nace con una serie de autores, los milesios, que son los primeros en decir, “oiga, no nos cuenten historietas, el origen del cosmos está en el propio cosmos, no busquen dioses que expliquen esa realidad”. La Filosofía nace con un gesto radicalmente materialista, hasta que se produce el rapto platónico y se retranscendentaliza el discurso. Rousseau se asombraba de que hubiera habido alguien tan simple que hubiera aceptado que otro dijera que la tierra era suya; pero, ¿no resulta más asombroso que alguien construya un discurso desprestigiando el mundo material e inventando un mundo suprasensible, como hizo Platón y repitamos, como una cantinela, que ahí está el origen de la Filosofía? Y no solo eso, sino que ese planteamiento se convierte en la seña de identidad filosófica hasta que en el XIX Marx y Nietzsche dicen, “bueno, hasta aquí hemos llegado, dejen de tomarnos por gilipollas”. Spinoza ya había hablado de los cuentos de vieja de Sócrates y Platón. Por ello creo que la cuestión del ateísmo es fundamental desde un punto de vista ontológico. Y subrayo esto último. No se trata de menospreciar a todo aquel que no se reivindique ateo, en absoluto, la alianza política con cierto cristianismo, con ciertos discursos religiosos, es inexcusable. Pero para construir una filosofía que no nos cuente cuentos es condición indispensable la inmanencia, el ateísmo, que se sustancia en una ontología, una antropología, una epistemología que nada tienen que ver con las que nos ofrece el idealismo.

Por otro lado, Marx y Nietzsche se alían para posibilitar una lectura crítica de nuestra sociedad mediática. En Marx encontramos reflexiones muy críticas sobre la capacidad de los medios de comunicación de producir realidades inexistentes que son tomadas como verdades, lo que actualmente se conoce como simulacros. Nietzsche, por su parte, establece un vínculo entre verdad y fuerza, poniendo de manifiesto cómo lo que llamamos verdad no es sino un efecto de poder que es, efectivamente, lo que sucede en nuestras sociedades mediáticas. Por ello pienso que la alianza de Marx y Nietzsche, en algunos aspectos, puede ser muy eficaz en el análisis político del presente.
Pero Hegel, para algunos estudiosos, es imprescindible para entrar y comprender a Marx. ¿Una etapa superada de su formación en tu opinión?
Siempre he desconfiado de esas concepciones que dicen que para entender a un filósofo es imprescindible comprender a otro, nos introducen en una lógica genealógica que quizá nos lleve a no leer nunca al autor que nos interesa porque dediquemos nuestra vida a los previos. Entiéndelo, en parte, como una broma. Evidentemente hay que reconocer el vínculo entre Marx y Hegel. Pero es preciso matizarlo de tres modos. Primero, señalando el empeño de Marx, en los años 40, de ajustar cuentas con esa herencia hegeliana, debatiendo con Hegel y los jóvenes hegelianos, también con Feuerbach. Hacia quien, por cierto, encuentro más cariño y deferencia en Marx. No cabe duda de las enormes inercias que el hegelianismo ambiente provoca en la Alemania de 1830-1840, hasta el punto de que no era posible no hablar hegeliano. Y Marx lo habla, pero de una manera tremendamente crítica, hasta el punto de que sus dos obras de la época en cuyo título se menciona a Hegel utilizan, precisamente, el concepto crítica. Incluso las obras que no se dirigen directamente contra Hegel, La sagrada familia, La ideología alemana, Las tesis sobre Feuerbach, suponen un combate con el universo hegeliano. Segundo, Marx se impone una tarea, invertir a Hegel, su metodología, colocarla sobre los pies. Pero, y aquí coincido con Ripalda, al dar la vuelta a Hegel, lo rompe, hace otra cosa que ya nada tiene que ver con Hegel. Hegel es un pensador curioso porque es el primero de los grandes que recupera con decisión el devenir, la historia. Pero, en realidad, no pasa de mera apariencia, Hegel no sale del bíblico ego sum qui sum, pues la Idea, el Espíritu, aunque deriven, están al principio y al final del proceso, no hay más que despliegue de lo Mismo, no salimos del ámbito del Ser, que es un efecto de la Idea. Todo lo que está explícito al final estaba implícito en el origen. Nada nuevo bajo el sol. Por el contrario, al colocar el Ser, la realidad material, la sociedad, como base del proceso, no hay posible cierre del mismo, la sociedad no va a dejar de devenir y, con ella, las formas del pensamiento. En Hegel, el Fin de la Historia y de la Filosofía tienen lógica, en Marx, en absoluto. Marx destruye a Hegel al darle la vuelta, aunque, como vengo diciendo, en ocasiones reaparezcan inercias hegelianas. Como decía de forma muy hermosa Sartre, “las ideologías derrumbadas dejan paños de muralla en los espíritus”. Tercero, y muy importante, se trata de colocar a Marx en su tradición, que es la materialista, y vincularlo con sus sucesores materialistas, aunque no se reivindiquen como seguidores de Marx. Me parece enormemente sorprendente que haya quien se empeñe en hacer de Marx un seguidor de la tradición idealista, en vincularlo no ya con Hegel, que es muy legítimo, siempre que se establezcan las cautelas apuntadas, sino con Kant o, incluso, Sócrates y Platón. Es lo que hace Badiou y el resultado es, políticamente, desastroso. Pero aquí puede verse la lógica de los discursos: quien se apoya en una fuente idealista, Platón en este caso, acaba reivindicando un planteamiento idealista, el estalinismo.
¿Y por qué políticamente desastroso, como señalas al hablar de Badiou?
Porque el resultado final es una especie de reedición del filósofo-rey. Todos los que beben de la tradición platónica acaban, de uno u otro modo, bajo una u otra denominación (puede ser la de Voluntad General, puede ser la de Legislador, puede ser la de Secretario General) reivindicando la figura del Sabio. Y esa no es nuestra apuesta. Badiou pertenece a esa estirpe. No solo eso, sino que realiza una reivindicación de la dictadura del proletariado, lo que me parece absolutamente improcedente en estos tiempos por muchas razones (entre otras, tácticas, ¿vamos a salir a la calle a proponer la dictadura del proletariado?, venga, hombre). Además desvirtúa por completo lo que Marx y Engels entendían por tal. Recordemos que Engels entendía como un ejemplo de dictadura del proletariado un proceso tan democrático como fue la Comuna de París de 1871. Sin embargo, para Badiou la democracia es un elemento simbólico del capitalismo. Nuevamente le regalamos una palabra con prestigio, democracia, al enemigo.
Afirmas, siguiendo a Deleuze, la existencia de una línea Spinoza-Marx-Nietzsche, que “puede cambiarlo todo”. ¿Qué todo es ese? ¿Qué puntos enlazan a esos pensadores, especialmente en el caso de Marx y Spinoza
Hay un momento en Diferencia y repetición en el que Deleuze, hablando de dos posibles enfoques de la diferencia dice que uno de ellos puede cambiarlo todo y, en efecto, creo que estos tres autores, aunque Deleuze no lo explicite, apuntan en esa dirección. Deleuze no traza esa línea Spinoza-Marx-Nietzsche, aunque sí que se siente muy cercano de ellos. Hubiera sido muy interesante que Deleuze hubiera acabado el libro que llevaba entre manos cuando se suicidó, La grandeza de Marx. ¿Qué une a estos tres autores? Pues una cuestión fundamental en el campo de la ontología materialista: la cuestión de la diferencia. Los tres son grandes teorizadores de la diferencia y los dos primeros extraen de ello enormes efectos políticos, que son los que enlazan con Deleuze. Voy a intentar explicarme porque esta es una cuestión fundamental y ciertamente algo compleja y extensa.
Estoy, estamos atentos.
Empiezo por la cuestión de la diferencia. La tradición filosófica occidental, en la que, insisto, el idealismo ha marcado sus huellas de modo profundo, se ha construido sobre la idea de identidad y ha subordinado la diferencia a esa identidad. Es el efecto necesario de una concepción teológica cuyo sustento es dios, de quien la realidad no es sino huella y las criaturas un producto <a imagen y semejanza>. La ontología platónica instauró este modelo avant la lettre, de ahí su éxito cuando los discursos religiosos medievales de todo signo se apropian de la filosofía. Ese ejercicio de identificación exige un proceso de máxima abstracción que se sustancia en conceptos como el de Ser, máxima identidad de lo existente, o el de, en el campo de la antropología, naturaleza humana. Estos conceptos expulsan de ellos toda concreción, toda realidad, toda diferencia. Y, sobre todo, han generado, tras más de 2.500 años de machacona repetición, un sentido común que hace asentir, con extrema ingenuidad, a la idea de que los seres humanos somos iguales. Concepciones que luego, permíteme que me venga al presente, provocan que tengamos que escuchar tonterías como el covid-19 no entiende de clases sociales, que todos somos iguales ante la pandemia. Afirmación evidentemente falsa. Pero perdona, vuelvo a la cuestión.
Nada que perdonar, lo que señalas es muy cierto. Las clases sociales se hacen notar en muchas partes, en casi todas.
Ese ejercicio de privilegio de la identidad solo puede hacerse de un modo, alejándose de la realidad, cobijándose en los ‘cuentos de vieja’ de Platón y compañía. La actitud del materialismo ha sido históricamente la contraria, mirar a la realidad a los ojos y construir su discurso desde esa realidad. Y si algo nos manifiesta la realidad es que está atravesada por la diferencia, que no hay dos objetos-seres iguales y que el paso del tiempo, el gran olvidado también de la tradición filosófica idealista, provoca procesos de diferenciación. El materialismo es una filosofía de la diferencia y esto lo supieron ver muy bien estos tres autores. Lo que pasa es que el marxismo dominante, muy hegelianizado, muy impregnado de idealismo, no ha sabido o querido ver esta dimensión de Marx. Marx es un gran teórico de la diferencia, tanto en lo ontológico, como en lo antropológico, como en lo político. Y no es que lo diga yo, es que lo dicen sus textos. Marx expone, cierto que muy brevemente y de manera no sistemática, toda una antropología de la diferencia cuya expresión más clara se encuentra en la tesis VI sobre Feuerbach, en la que dice que “la esencia humana es el conjunto de sus relaciones sociales”. ¡El conjunto de sus relaciones sociales! No solo la clase social, como han leído lectores muy perezosos. En esos años, 1844-46, Marx repite en numerosas ocasiones fórmulas semejantes y las enlaza con el concepto de <vida>, como cuando escribe, en La ideología alemana, que “es la vida la que determina la conciencia”. ¡La vida, no la clase social! La vida, con toda la riqueza constitutiva de este concepto. Claro que la clase, la posición social, es importante, pero Marx, un autor complejo, no cae en el simplismo de muchos de sus seguidores, no remite todo a la clase social. El sujeto es un producto social, de todas las determinaciones sociales que le afectan. Y como no hay dos sujetos con iguales determinaciones sociales, no hay dos sujetos iguales. Marx parte de esa idea en antropología y la traslada a la política cuando, en la Crítica del programa de Gotha, escribe aquello de que “de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad”, porque, explica, en una sociedad comunista, el derecho ha de ser diferente. El comunismo es una sociedad de la diferencia. E, insisto, lo dice Marx, no yo.

Voy acabado. ¿Por qué dice Deleuze que esta concepción de la diferencia puede cambiarlo todo?
Excelente pregunta. Tu respuesta.
En primer lugar, Deleuze señala dos concepciones de la diferencia. Una que parte de la identidad, por lo tanto de cuño idealista, y que pretende promover la diferencia. Siempre he entendido que es la vía Lyotard. Su resultado son estas desgraciadas políticas de identidad cuyo objetivo es construir microidentidades que nos separan de los otros. En realidad es lo que ha hecho la izquierda toda su vida y ahora, desgraciadamente, hace cierto feminismo: buscar lo que separa, no lo que une, poner el acento en el matiz, no en las enormes coincidencias. Es una concepción idiota de la diferencia, en la que se busca lo idion, lo particular. La segunda vía, de vocación materialista, parte de la constatación de la diferencia, del carácter originario de la misma y que, por ello, desde una perspectiva política, puede cambiarlo todo, porque si somos diferentes, si partimos de eso, lo único que nos queda es la construcción de lo común, el trenzado de lazos que nos permitan un proyecto compartido. Esa es la base de la política en Spinoza, desde la diferencia subjetiva, la composición de los cuerpos para la construcción de la multitud. Esta concepción de la diferencia es a la que llamo una diferencia koinota, de koinon, común, sobre la que es posible desarrollar una política de la construcción y de la alianza que permite promover un amplio sujeto político, al que podemos llamar clase, multitud o pueblo, según se nos antoje. Cuidado, una precisión. Esta concepción de la diferencia no desemboca en un discurso universalista que reconcilie todas las diferencias. Hay diferencias que son irreductibles y que están en la base del conflicto social. Por lo que abogo es por una política de mayoría sociales en favor de esas mayorías sociales. Se trata de desarrollar el conatus de la multitud como programa político básico, es decir, la permanencia en el ser, la supervivencia, de la mayoría social, algo que el capitalismo, es muy evidente, no garantiza.
 
     Tomemos un último descanso si te parece

De acuerdo.

1 comentario:

  1. "...habrá que erradicar [...] tantas falsas necesidades creadas artificialmente".

    ¡Qué grandísimo alivio sería para el planeta y la vida en su conjunto!

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