¿Nos damos cuenta de que si sobran 8 de cada 10 personas para que el planeta sea sostenible y que el 20% que no sobra consume el 80% de los recursos, eliminando al 80% sobrante (los más pobres) sólo habremos resuelto el 20% del problema?
Cualquiera podrá entender que no se trata de eliminar al 20% que consume el 80% para que el 80% lo consuma todo. Ni siquiera para que consuma el 80%, y tampoco que se quede con su 20%, en la miseria y con mucha sostenibilidad. Hay, desde luego otras posibilidades.
Podríamos probar a repartir un poco mejor (o mucho mejor) los recursos, puesto que el mayor problema no es de producción sino de distribución. Una mejor distribución seguro que implicaría un cambio de estilo de vida, y una mejor sostenibilidad.
El coeficiente de Gini es uno de los mejores indicadores de la distribución de la renta (o de la riqueza, o de cualquier otra magnitud a distribuir). La curva de distribución tiene baja pendiente para la población más pobre, y muy alta para los más ricos. Con una línea verde más baja (menos ingresos totales) pero un área A más reducida, esto es, una línea roja más recta, tendríamos un nivel de renta aceptable para la mayoría. Pongamos que todos podrían vivir como la población media con la mitad de producto bruto.
Por países, este era el índice de Gini, antes de los grandes cambios originados por la crisis. ¿Cuál será hoy el índice en España?
Mateo Aguado, investigador del Laboratorio de Socio-Ecosistemas de la Universidad Autónoma de Madrid, escribe esto.
Iberoamérica Social
Recientemente, y aprovechando su paso por España, varios medios de comunicación nacionales han publicado diferentes entrevistas con el famoso periodista científico Alan Weisman, cuyo último libro, La cuenta atrás (Debate, 2014), trata de alertarnos sobre los peligros que podría tener para el ser humano y el planeta el desenfrenado crecimiento poblacional que nuestra especie está experimentando. Weisman nos avisa de que los seres humanos estamos viviendo hoy el más grande y acelerado crecimiento poblacional experimentado en toda la historia de la humanidad. Estamos próximos a alcanzar ya la cifra de 7.200 millones de personas y, según sus propias palabras, cada cuatro días y medio añadimos un millón de personas al planeta, con lo cual podríamos llegar a los 11.000 millones de personas para finales del presente siglo.
Sin embargo, antes de dejarnos impactar por esta clase de datos demográficos es conveniente hacerse la siguiente pregunta: ¿realmente somos demasiados? Para responder esta cuestión es necesario remitirse a dos conceptos clave (y profundamente conectados). El primero es la escala; es decir, considerar el espacio sobre el cual esa población en crecimiento se asienta. En nuestro caso, como resulta evidente, nuestro espacio es el planeta Tierra, el único lugar habitable que hasta la fecha conocemos. Y dado que el planeta no crece (es una esfera de unos 12.700 Km de diámetro y así seguirá siendo), resultará imposible que así lo haga –indefinida y exponencialmente– una sola especie como el Homo sapiens. Y es que nada puede crecer sin parar sobre algo que no crece (al menos no sin experimentar durante el proceso un tajante colapso).
El segundo aspecto clave para comprender si verdaderamente somos o no demasiados es la presión ejercida; es decir, la presión que sobre la naturaleza de nuestro planeta ejercen esos 7.200 millones de seres humanos. Este asunto tiene que ver, en última instancia, con nuestros comportamientos como especie, con nuestra manera de relacionarnos con el resto y con los ecosistemas. Así, la presión de estos 7.200 millones de bípedos no sería la misma si hablásemos, por ejemplo, de chimpancés en vez de humanos (el chimpancé es un homínido anotómicamente muy similar a nosotros pero cuyos comportamientos no ejercen presiones severas sobre los límites ecológicos del planeta). Es decir, más importante que el cuántos somos es el cómo somos (el cómo vivimos).
Por lo tanto, ante la frecuente pregunta de cuántos seres humanos caben en el planeta Tierra, la respuesta lógica es depende. Si todos viviésemos como el ciudadano medio de Haití, por ejemplo, la biocapacidad (1) del planeta podría albergar a más de dos veces y media la población mundial actual, es decir unos 18.000 millones de personas. Si por el contrario aspiramos a que todos los seres humanos vivamos como se vive actualmente en EEUU, la cifra límite que podría albergar la Tierra sin sobrepasar su biocapacidad sería aproximadamente de 1.600 millones de personas (casi 4,5 veces menos del total de personas que hoy pueblan nuestro mundo). Esta cifra, para hacernos una idea, es más o menos la cantidad de seres humanos que había en la Tierra a comienzos del siglo XX y un número algo superior a la población actual de China. Dicho de otro modo, si quisiésemos vivir todos los habitantes del mundo como vive hoy el estadounidense medio, o bien “nos sobrarían” casi ocho de cada diez personas vivas, o bien necesitaríamos 3,5 planetas Tierra más del que tenemos.
Esta reflexión –puramente aritmética– reposa, al fin y al cabo, sobre el concepto de estilo de vida; un concepto que desde las ciencias biofísicas se ha tratado de abordar a través de la huella ecológica: un indicador de impacto ambiental que trata de calcular la presión que el ser humano ejerce sobre el planeta a través de la demanda de recursos y de la emisión de residuos; es decir, a través del consumo en último término. Y, como el ejemplo anterior pone de manifiesto, la huella ecológica varía muchísimo en función del país y del tipo de sociedad en donde alcancemos a poner nuestro foco de atención.
Por razones como esta, el profesor y poeta Jorge Riechmann sostiene que, en toda la biosfera, no existen bienes ni espacio ecológico suficiente como para poder satisfacer las necesidades que la cultura capitalista nos ha inculcado; excepto, claro está, si acotamos este opulento estilo de vida a una pequeña fracción de la humanidad (tal y como se está haciendo).
Se trata, al final, de una cuestión de reparto en donde las medias globales enmascaran profundas injusticias, y en donde –parafraseando a Eduardo Galeano– unos mueren de hambre mientras (y porque) otros lo hace de indigestión.
Así, centrar el foco de atención únicamente en el contexto demográfico para tratar de explicar un problema de escala como el que tenemos es algo perverso e irreal, pues ignora las verdaderas razones comportamentales que hacen insostenible tal situación: un estilo de vida basado en el nivel de consumo y alimentado por un modelo económico levantado bajo toneladas de injusticia social y desigualdades ecológico-distributivas.
Nota:
(1) La “biocapacidad”, o capacidad biológica, es la capacidad de los ecosistemas para producir materiales biológicos útiles para los seres humanos, así como para absorber los materiales de desecho generados por sus actividades. Generalmente se expresa en hectáreas globales.
Sin embargo, antes de dejarnos impactar por esta clase de datos demográficos es conveniente hacerse la siguiente pregunta: ¿realmente somos demasiados? Para responder esta cuestión es necesario remitirse a dos conceptos clave (y profundamente conectados). El primero es la escala; es decir, considerar el espacio sobre el cual esa población en crecimiento se asienta. En nuestro caso, como resulta evidente, nuestro espacio es el planeta Tierra, el único lugar habitable que hasta la fecha conocemos. Y dado que el planeta no crece (es una esfera de unos 12.700 Km de diámetro y así seguirá siendo), resultará imposible que así lo haga –indefinida y exponencialmente– una sola especie como el Homo sapiens. Y es que nada puede crecer sin parar sobre algo que no crece (al menos no sin experimentar durante el proceso un tajante colapso).
El segundo aspecto clave para comprender si verdaderamente somos o no demasiados es la presión ejercida; es decir, la presión que sobre la naturaleza de nuestro planeta ejercen esos 7.200 millones de seres humanos. Este asunto tiene que ver, en última instancia, con nuestros comportamientos como especie, con nuestra manera de relacionarnos con el resto y con los ecosistemas. Así, la presión de estos 7.200 millones de bípedos no sería la misma si hablásemos, por ejemplo, de chimpancés en vez de humanos (el chimpancé es un homínido anotómicamente muy similar a nosotros pero cuyos comportamientos no ejercen presiones severas sobre los límites ecológicos del planeta). Es decir, más importante que el cuántos somos es el cómo somos (el cómo vivimos).
Por lo tanto, ante la frecuente pregunta de cuántos seres humanos caben en el planeta Tierra, la respuesta lógica es depende. Si todos viviésemos como el ciudadano medio de Haití, por ejemplo, la biocapacidad (1) del planeta podría albergar a más de dos veces y media la población mundial actual, es decir unos 18.000 millones de personas. Si por el contrario aspiramos a que todos los seres humanos vivamos como se vive actualmente en EEUU, la cifra límite que podría albergar la Tierra sin sobrepasar su biocapacidad sería aproximadamente de 1.600 millones de personas (casi 4,5 veces menos del total de personas que hoy pueblan nuestro mundo). Esta cifra, para hacernos una idea, es más o menos la cantidad de seres humanos que había en la Tierra a comienzos del siglo XX y un número algo superior a la población actual de China. Dicho de otro modo, si quisiésemos vivir todos los habitantes del mundo como vive hoy el estadounidense medio, o bien “nos sobrarían” casi ocho de cada diez personas vivas, o bien necesitaríamos 3,5 planetas Tierra más del que tenemos.
Esta reflexión –puramente aritmética– reposa, al fin y al cabo, sobre el concepto de estilo de vida; un concepto que desde las ciencias biofísicas se ha tratado de abordar a través de la huella ecológica: un indicador de impacto ambiental que trata de calcular la presión que el ser humano ejerce sobre el planeta a través de la demanda de recursos y de la emisión de residuos; es decir, a través del consumo en último término. Y, como el ejemplo anterior pone de manifiesto, la huella ecológica varía muchísimo en función del país y del tipo de sociedad en donde alcancemos a poner nuestro foco de atención.
Por razones como esta, el profesor y poeta Jorge Riechmann sostiene que, en toda la biosfera, no existen bienes ni espacio ecológico suficiente como para poder satisfacer las necesidades que la cultura capitalista nos ha inculcado; excepto, claro está, si acotamos este opulento estilo de vida a una pequeña fracción de la humanidad (tal y como se está haciendo).
Se trata, al final, de una cuestión de reparto en donde las medias globales enmascaran profundas injusticias, y en donde –parafraseando a Eduardo Galeano– unos mueren de hambre mientras (y porque) otros lo hace de indigestión.
Así, centrar el foco de atención únicamente en el contexto demográfico para tratar de explicar un problema de escala como el que tenemos es algo perverso e irreal, pues ignora las verdaderas razones comportamentales que hacen insostenible tal situación: un estilo de vida basado en el nivel de consumo y alimentado por un modelo económico levantado bajo toneladas de injusticia social y desigualdades ecológico-distributivas.
Nota:
(1) La “biocapacidad”, o capacidad biológica, es la capacidad de los ecosistemas para producir materiales biológicos útiles para los seres humanos, así como para absorber los materiales de desecho generados por sus actividades. Generalmente se expresa en hectáreas globales.
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