El gran arquitecto Louis Sullivan dijo que "la forma sigue siempre a la función". Otros han podido decir que "la forma es la función", o como Marshall McLuhan que "el medio es el mensaje". En todo caso, la forma de los partidos, conformada por sus necesidades más urgentes en el medio en que se desarrollan, condiciona demasiado su función y su mensaje.
El peligro que acecha a los partidos que no se consideran un fin en sí mismos (y esta es la piedra de toque para considerar que un partido pertenece a la izquierda transformadora) es mimetizarse tanto con el medio, tomar una forma tan parecida a la de lo que pretenden transformar, que pierdan la posibilidad de cambiar nada.
Me consta, por experiencia propia, que lo que dice este autor, y lo desmenuza con detalle, es un debate vivo en las fuerzas políticas que se sienten medio y no fin para la transformación (y pienso que para la supervivenvia) social.
El peligro que acecha a los partidos que no se consideran un fin en sí mismos (y esta es la piedra de toque para considerar que un partido pertenece a la izquierda transformadora) es mimetizarse tanto con el medio, tomar una forma tan parecida a la de lo que pretenden transformar, que pierdan la posibilidad de cambiar nada.
Me consta, por experiencia propia, que lo que dice este autor, y lo desmenuza con detalle, es un debate vivo en las fuerzas políticas que se sienten medio y no fin para la transformación (y pienso que para la supervivenvia) social.
Gonzalo Fernández Ortiz de Zárate
Rebelión
La política siempre ha sido un concepto en disputa. Una disputa que se ha recrudecido en la actualidad debido a la grave crisis de legitimidad que están sufriendo las fórmulas clásicas y ortodoxas de entender lo político. De esta manera, cada día es más notable la desafección popular a una definición de la política que limita la participación democrática al ejercicio periódico del voto en medio de campañas de mercadotecnia, fundamentalmente siempre dentro del ámbito competencial de los estados; que reduce lo político a la dialéctica entre viejas estructuras partidarias, preocupadas fundamentalmente de ocupar el mayor espacio institucional posible; que asume con naturalidad la hegemonía de los grandes grupos empresariales de la comunicación para generar discurso y limitar los debates y agendas; que privatiza las decisiones -en manos de lobbies y de grandes transnacionales- y las aleja de la ciudadanía a partir de estructuras de nula práctica democrática (como el conjunto de la estructura europea, el FMI, el Banco Mundial, el Consejo de Seguridad de la ONU, etc.). Esta es, en definitiva, la democracia de baja intensidad en la que vivimos, y que no es sino la actualización del viejo formato de democracia liberal-representativa, adaptado a una sociedad global en crisis civilizatoria, cada vez más vulnerable, desigual, corporativa, autoritaria y represiva.
1.- Urgencia por acelerar el debate sobre lo político en la izquierda
Ante este panorama, el sentido común nos conduce a pensar que las izquierdas (aquí me refiero a las que explícitamente plantean la superación del sistema múltiple de dominación articulado en torno al capitalismo) deberían estar especialmente empeñadas en revisar radicalmente el terreno de juego en el que se desarrolla la política. Por un lado, porque éste no es coherente con los horizontes emancipadores de democracia participativa que se dice defender; por el otro, porque la política así entendida parece un juego amañado lleno de múltiples, variadas y crecientes trabas para la emancipación.
Efectivamente, este debate sobre lo político ha sido abordado en la izquierda, aunque seguramente con mucha más timidez de la que sería deseable –sobre todo en Europa- a partir de un análisis profundo y serio de la grave situación actual. Así, cuando echamos una mirada global de la larga noche neoliberal que comienza en los 70 -y cuyos devastadores efectos aún estamos sufriendo-, podemos encontrar también señales de una nueva etapa de ampliación del marco de lo político –que algunos y algunas sitúan en la fase de protesta iniciada en el 68-, que se materializa en una multitud de iniciativas que tratan de trascender las formas ortodoxas de entender la participación y la relación entre organizaciones políticas y la ciudadanía. En esa lógica se inscriben la emergencia de muchos movimientos sociales y del movimiento alterglobalizador, los procesos de cambio en América Latina desde finales del siglo XX, así como algunas otras realidades políticas vividas más recientemente en países del Sur de Europa, como Italia o el Estado español. Pero se trata todavía, como decimos, de un fenómeno balbuceante, tímido, que apunta en la dirección de una necesaria revisión del concepto de lo político, pero que todavía no es asumida como prioridad en la agenda de parte importante de la izquierda.
Precisamente este artículo pretende sumarse a las y los que alertan sobre la urgencia por acelerar y profundizar este debate, fundamentalmente por dos motivos. En primer lugar, porque si no somos conscientes de la necesidad de democracia real, aquí y ahora, que intrínsecamente va vinculada a los horizontes emancipadores que perseguimos, estamos condenados y condenadas al fracaso y al alejamiento progresivo respecto a las mayorías populares; en segundo lugar, porque ese hipotético fracaso de la izquierda puede venir acompañado del ascenso de formas de entender la política desde otros parámetros, para nada transformadores, que pueden dar salida a la indignación popular desde posturas de extrema derecha. No hay más que mirar a nuestro alrededor para ser conscientes de que éste es un escenario posible.
Por tanto, no deja de ser llamativo el apego de parte de la izquierda -fundamentalmente de muchos partidos- a las fórmulas clásicas de entender la contienda política en clave de democracia liberal-representativa sobre la cual, empujados por la creciente deslegitimación política, están dispuestos a realizar cambios superficiales o incluso cosméticos, pero no a realizar una revisión integral y radical. En este sentido, la estrategia política pareciera pretender avanzar en la superación del sistema, pero fundamentalmente desde dentro del terreno de juego que el propio sistema propone y adultera. Para ello, se espera que la deslegitimación antes señalada afecte única y principalmente a los defensores del statu quo, mientras que la izquierda acumularía fuerzas desde el reconocimiento social de su honradez y de sus propuestas más humanas.
Por el contrario, no se toma en consideración la idea de que la crisis de identidad de la política bien pudiera llevarse por delante todas las dinámicas y a todos los agentes que participan de este denostado enfoque político, incluidos también los de izquierda, incapaces de ofrecer alternativas a estas fórmulas decadentes de entender el poder y la participación. O bien que sin barrerlos completamente, la deslegitimación les afectara suficientemente como para mantenerlos en un lugar de cierto espacio político, pero siempre menor y controlado.
Ambos escenarios son perfectamente viables, a la luz de los últimos acontecimientos en países de Oriente Medio, Ucrania o Europa, por poner sólo algunos ejemplos recientes. En este sentido, un ejercicio crítico y autocrítico del desafío que supone hoy en día lo político se convierte en estratégico, si queremos responder con nitidez a la crisis civilizatoria actual, y hacerlo desde claves emancipadoras.
2.- Análisis de la política entendida por parte de la izquierda clásica
En definitiva, es necesario revisarlo todo para plantear un terreno de juego político alternativo para la izquierda, alejado de purismos pero también de la miopía del esto es lo que hay en el que algunas y algunos están asentados. Desde esta premisa, pasamos a continuación a bosquejar un diagnóstico crítico y autocrítico de las tendencias que la izquierda más clásica ha priorizado a la hora de entender lo político.
2.1. Primera tendencia: primacía de lo electoral e institucional
La primera de ellas es la primacía que se otorga a lo electoral y a lo institucional como objetivos políticos fundamentales. Por supuesto, se realizan llamados a tomar la calle, a la movilización y a la participación popular, e incluso se desarrollan actividades en este sentido. No obstante, la vocación principal y lo que marca el tempus político son precisamente las elecciones y lo que se centra en los espacios políticos oficiales, las instituciones.
Esto tiene una serie de consecuencias para la acepción ortodoxa de política. En primer lugar, el voto se convierte en el principal indicador de éxito o fracaso de la izquierda, en la medida de su músculo político y en el término fundamental de comparación respecto a otras fuerzas políticas. Esto reduce la relevancia –e incluso entra en contradicción- de otros posibles indicadores y objetivos, como por ejemplo la acumulación de fuerzas, la activación sólida de una base social fuerte y concienciada, el desarrollo de estrategias de participación activa y de calidad, o la construcción colectiva de agendas alternativas. Por lo tanto, el conjunto de la estrategia política -que incluye las metas y los procesos y acciones contempladas para alcanzarlas- está supeditada al ritmo electoral-institucional. Así, puede haber otros objetivos más allá del voto, pero casi siempre subordinados a éste y definidos en función de éste, de sus lógicas y ritmos, lo que genera una política más bien concebida desde el corto plazo, desde lo inmediato, desde la eficiencia y eficacia en los comicios, en desmedro de un enfoque más amplio de la política y de una estrategia para el largo plazo.
En segundo lugar, la primacía de lo institucional y los ritmos electorales generan que la política se circunscriba fundamentalmente a los actores que participan en las instituciones, que por definición son los partidos políticos, siendo la ciudadanía más un mercado de votos que el sujeto político fundamental. Nadie en la izquierda reconocería públicamente esta afirmación, pero la observación de la práctica política se asemeja más a esta idea que al reconocimiento del pueblo como sujeto político, lo cual conllevaría otro tipo de enfoques de relación de organizaciones políticas-mayorías populares. De esta manera, la política sería sobre todo un coto privado de unos actores determinados que pugnan por captar en el corto plazo y con inmediatez el voto de dichas mayorías populares. En este sentido, no hay un diálogo preferencial con éstas, ni una concepción de la política como construcción de ciudadanía, de trabajo en ella, con ella, desde ella y para ella. Al contrario, la política más bien consiste en la difusión de mensajes y discursos para atraer y conseguir el apoyo electoral de dicha ciudadanía, a la que no se busca de manera preferencial en el día a día y de la que en cierta medida se desconfía de sus capacidades.
Esta prioridad por la pugna por el voto con otras fuerzas políticas, frente al diálogo y a la construcción de política junto a las mayorías populares, tiene también dos consecuencias en la concepción de la política de la izquierda clásica: una, para los partidos de izquierda es más importante la posición que ocupan en términos relativos frente a otros partidos que la cantidad de apoyo popular alcanzado y la calidad de éste, ya que su objetivo fundamental es copar el mayor espacio institucional posible. En este sentido, la lógica de contrapoder social y de ampliación de los espacios alternativos y confrontados con el sistema tiene una importancia menor -y subordinada- a la realmente importante, que es la de poder institucional como palanca para generar cambios. De ahí, por ejemplo, la relativamente escasa importancia que se da a la abstención (absoluta ganadora de la mayoría de los comicios) dado que interesa más situarse por encima de otros que mantener un diálogo permanente y progresivo con la sociedad, no directamente vinculado al voto en el corto plazo; y dos, la concepción de lo político como coto privado de pugna entre fuerzas diferentes provoca que el mensaje trasladado por la izquierda clásica se formule principalmente en relación al de los adversarios, más que en función de una agenda propia bien definida y construida colectivamente. Esto es, los mensajes buscan más diferenciarse y aprovechar oportunidades respecto a otros, ser un poco más (rojo, verde, violeta, arcoíris, etc.) pero no lo suficiente como para ser considerado radical y perder votos, que plantear una agenda propia y colectivamente formulada y pensada como un programa de transición hacia los horizontes emancipadores que se persiguen.
Estas son por tanto algunas de las consecuencias destacadas de la tendencia de asumir con ámbito fundamental y como meta estratégica lo electoral y lo institucional: la política como disputa de partidos por ocupar espacios institucionales, para lo cual se prima la captura del voto como medida de progreso y avance. Lo electoral por tanto es hegemónico y toda la estrategia política está subordinada al voto, para lo cual se prima el corto plazo, lo inmediato y el mensaje político en relación al de los demás, más que el horizonte propio y construido junto a las mayorías populares. De esta manera, y más allá de retóricas varias, lo electoral-institucional pasa de ser el medio a ser, en la práctica, el fin político, única forma de avanzar en transformaciones futuras.
2.2. Segunda tendencia: medios de comunicación masivos como escenario
Una vez que ya hemos analizado las implicaciones derivadas de las prioridades estratégicas electoral-institucionales, la pregunta a la que ahora debemos responder es: ¿Cuál es el escenario en el que se entiende la disputa por alcanzar los objetivos políticos? Ahí reside precisamente la segunda tendencia de la concepción de la política por parte de la izquierda clásica, y es que al igual que el resto de fuerzas políticas, entiende que los medios de comunicación masivos son el escenario prioritario de pugna y de debate.
Por supuesto, y al igual de lo que decíamos antes respecto a la combinación de la primacía de lo institucional con llamados a la movilización popular y a la calle, aquí también se comparte una crítica a los grupos empresariales de la comunicación –incluso un apoyo a los medios alternativos- con una asunción de que la política es fundamentalmente una cuestión de comunicación, y que ésta se desarrolla en dichos grupos hegemónicos.
Esta segunda tendencia ahonda algunas de las características ya apuntadas en el análisis de la primacía de lo electoral-institucional, generando a su vez nuevas implicaciones para lo que se entiende como política. En primer lugar, la política se convierte en una dramatización en los grandes medios donde el coto privado de la política -los partidos- emite mensajes con el objetivo de conseguir el mayor número de votos posibles. La izquierda clásica también se suma, con mayor o menor recelo, a este tipo de política-escenificación, siendo así que la estrategia política se ve constreñida fundamentalmente a la lógica institucional, desde la hegemonía de lo comunicacional.
En segundo lugar, la política se reduce a los temas que los propios medios de comunicación priorizan, limitando notablemente la diversidad y amplitud de una agenda política emancipadora. De esta manera, por la propia dinámica comunicativa actual, y en función de los intereses de los medios –recordemos que son grandes grupos empresariales- el debate político escenificado queda reducido a lo que éstos consideren prioritario, que suelen ser un número pequeño de asuntos, quedando el resto subordinados, marginados u olvidados. De esta manera, la izquierda clásica centra sus mensajes en aspectos específicos, muy relevantes pero limitados, (crisis, paro, autodeterminación), ahondando en la costumbre natural de arrinconar asuntos feministas, internacionalistas, ecologistas, sobre democracia radical o sobre una economía alternativa en sentido más amplio, etc., para los días de guardar (días internacionales de los más variados asuntos) y a oportunidades específicas que atraen la atención mediática. Esto supone, como decimos, dar una vuelta de tuerca más a una de las principales críticas realizadas habitualmente a la izquierda, que no es sino la ausencia de una agenda amplia, radical e inclusiva, así como la consideración de un sujeto múltiple y diverso de transformación.
En tercer lugar, y además de limitar el alcance y la diversidad de la propuesta política hegemónica en la izquierda, esta política-escenificación adecua el mensaje a las lógicas de inmediatez y simplicidad de los grandes medios de comunicación. La política se convierte entonces en una dinámica de repetir machaconamente mensajes simples para una ciudadanía de la que se desconfía -como ya hemos dicho antes-, y a la que se infantiliza en lo referente a sus capacidades políticas –infantilismo en el que la izquierda redunda con el tipo de mensaje que se emite- (algunas canciones de King África tienen más matices que los discursos de muchos políticos profesionales de izquierda). Estos mensajes, además de simples, deben ser elaborados con inmediatez, para tratar de ser los primeros en dar respuesta a cualquier tema que surja en los medios y llevar por tanto la delantera al resto.
Por último, y en cuarto lugar, la política-escenificación centra -más bien derechiza- el mensaje político alternativo de izquierdas, dentro de esa lógica antes apuntada de diferenciarse del resto, ma non troppo. Así, si aceptamos la búsqueda de votos y la meta de ganar espacios institucionales como prioridades; si aceptamos la confrontación con otros partidos como marco fundamental de la política; si aceptamos los medios de comunicación como el escenario de dicha confrontación, en una agenda definida por los principales grupos mediáticos; y si asumimos como natural la infantilización de la ciudadanía y la necesidad de trasladar mensajes fáciles, simples, de consumo inmediato, la lógica nos conduce naturalmente a centrar el mensaje en la búsqueda del voto. Así, la izquierda, en su confusión sobre quién es el actor fundamental (el pueblo o los partidos), y en su búsqueda de votos más allá de su referencia natural -los y las convencidas-, prefiere buscar un supuesto centro político que por ejemplo atraer a la abstención activa de izquierdas o la de trabajar porque el centro de la ciudadanía se sitúe en la izquierda, lo cual le exigiría una estrategia diferente y de largo plazo. Así, se centra el mensaje para atraer a más ciudadanos y ciudadanas, en vez de tratar de radicalizar a la sociedad.
En definitiva, y como hemos visto, esta segunda tendencia apuntala algunas de las implicaciones ya señaladas en la apuesta prioritaria por lo electoral-institucional, pergeñando así un enfoque de política que todos y todas conocemos muy bien: un coto privado de los partidos, que compiten por la búsqueda del voto y por copar espacios institucionales, que desarrollan su estrategia principalmente en los medios de comunicación, y que para ello reducen, simplifican y derechizan su mensaje.
2.3. Tercera tendencia: estructuras y liderazgos eficaces para el voto
Finalmente, y cerrando el análisis de las principales tendencias de la concepción de política de la izquierda clásica, centrémonos ahora específicamente en los actores prioritarios de este enfoque de la política -los partidos- y en aquéllos que los lideran. De esta manera, destacaríamos como tercera tendencia la preferencia por estructuras y liderazgos basados en una mezcla de eficacia comunicativa, conocimiento intensivo del coto privado de la política, y capacidad de gestión táctica del mercado electoral.
De alguna manera, y como es lógico, se busca una coherencia entre la agenda política priorizada y el tipo de organización que la sostiene y defiende. Así, la estructura partidaria se pone al servicio de la dinámica electoral-institucional-comunicacional, y se prima por encima de todo la capacidad para responder a la coyuntura definida por los mass media. Los equipos de comunicación toman un poder fundamental en el conjunto de las organizaciones y se recrudece la tensión entre democracia (decisiones colectivas, formación y debate, trabajo de base y de articulación) y eficacia (agenda reactiva, respuesta rápida, mensajes simples y de impacto inmediato, política a corto plazo y desde lo visible y tangible), siendo la eficacia la vencedora en la mayoría de las ocasiones. En ese sentido, no es la democracia lo que suele primar en este tipo de organizaciones políticas, ya que están concebidas más como herramientas para alcanzar cuotas de poder institucional y así llegar a cambiar las cosas en un futuro, que como actores que participan en la construcción de poder social, aquí y ahora, que dispute espacios al sistema en todos los terrenos.
En este sentido, los liderazgos que se buscan son aquéllos capaces de aportar un valor añadido en este tipo de estructuras. Así, en primer lugar, se prima a aquéllos (aquí no utilizamos el aquéllas, ya que los liderazgos son mayoritariamente masculinos) con capacidad de respuesta en los medios de comunicación, y de vencer en el debate dialéctico a otras fuerzas políticas. En segundo lugar, se prima a quienes manejan, conocen en profundidad y se mueven con facilidad en el coto privado de la política, esto es, los partidos y las instituciones, de manera que se valora especialmente al político profesional, al político de carrera, capaz de buscar consensos y disensos cuando sea necesario, a partir de las fraternidades y relaciones generadas dentro de dicho coto privado. Por último, se valora también la capacidad táctica para plantear ideas y propuestas que lleven a la organización al objetivo máximo -que no es sino el voto-, y que permitan aprovechar las oportunidades tendidas en el marco electoral-institucional-comunicacional.
Con esto terminamos el bosquejo de las principales tendencias en la concepción clásica de la política por parte de una parte de la izquierda. Vemos que la agenda y propuesta política básica (primera y segunda tendencia) es coherente con una estructura y un tipo de liderazgo establecido en función del voto (tercera tendencia), y que por tanto ven como algo natural el desequilibrio entre lo dicho y lo hecho, el hoy y el mañana, lo que hago en la organización y lo que propongo para la sociedad. Esa notable asimetría entre discurso y práctica es también una de las características de estas organizaciones políticas, algo que ya denunció hace mucho Gramsci al señalar que "los grandes proyectistas charlatanes son charlatanes precisamente porque son incapaces de ver los vínculos de la gran idea lanzada con la realidad concreta, no saben establecer el proceso real de actuación".
3. Reflexiones finales: la política como pedagogía y como participación
Acabamos el artículo exponiendo cuatro reflexiones finales, que confiamos que puedan servir como insumo al debate en torno a otra política necesaria. Un debate estratégico y urgente, en el que deberíamos trascender el estrecho margen de lo político y, como dice Boaventura de Santos, “ampliar la democracia”.
En primer lugar, queremos destacar que la profunda crítica realizada en el apartado anterior no es un ejercicio de maniqueísmo entre lo bueno y lo malo. Al contrario, se trata de un asunto de intensidad. Esto es, no se pone en duda que lo electoral tiene su relevancia; ni que las instituciones también pueden ser un territorio en disputa y un actor en la construcción de procesos emancipadores; ni que la comunicación es un elemento estratégico de cualquier estrategia política; ni que el corto plazo también pesa en el desarrollo de la misma. Lo que se cuestiona es la prioridad que se da al conjunto de estos elementos, a la intensidad y al enfoque con la que se asumen, que impiden en la práctica –aunque no de manera retórica- impulsar una concepción de la política en otros términos más coherentes con lo que se dice defender. Se ha realizado, a nuestro entender, una inversión de medios y fines. No se ha sabido así poner en práctica otra política para otra agenda alternativa, y se ha terminado asumiendo, más o menos conscientemente, el terreno de juego adulterado como el único en el que jugar, con cartas trucadas y en un escenario que ahonda la separación entre la izquierda y las clases populares.
En segundo lugar, como acabamos de decir, las formas clásicas de la política no sólo ahondan en la lejanía entre ciudadanía y partidos políticos, sino también la que hay entre éstos y el movimiento popular en su diversidad. De esta manera, la ciudadanía ve a los y las políticas –a los y las de izquierda también- como personajes que habitan un mundo cerrado –el coto privado de la política-, siendo el único papel de la sociedad elegir y confiar en los mensajes y en las prácticas de unos frente a las de otros, sin apenas tener la oportunidad de participar en la construcción de propuestas, sin capacidad de elegir candidaturas, sin capacidad de decidir sobre temas estratégicos que afectan a la vida de todos y todas, sin tener una relación y alianza estable con las organizaciones políticas de izquierda. Ante ello, se suele aducir que existe una realidad de despolitización de parte importante de la sociedad, o se arguye sobre la victoria cultural de principios capitalistas como el individualismo –cuestiones que en parte son ciertas-, pero no se ahonda mucho en la responsabilidad de la izquierda en ese sentido, si realmente ha hecho todo lo posible por evitarlo y contrarrestarlo –creemos que no-.
Esta desafección general respecto a las mayoría populares también ha hecho mella en la relación entre partidos y la sociedad organizada y movilizada –los movimientos sociales-, dado que los ritmos y las exigencias de la política clásica, así como sus prioridades, ha conducido a que los partidos han considerado a los movimientos simplemente como correas de transmisión de sus mensajes, sin generar alianzas ni trabajos colectivos conjuntos y estables. A su vez, esta concepción errónea de primacía del partido frente al movimiento ha abonado el terreno para, en el sentido opuesto, generar un tipo de militancia social que rechaza de plano relación alguna con los partidos ni las instituciones.
Finalmente, y dentro de esta segunda reflexión sobre lejanías y desafecciones, esta forma de entender la política es incapaz de aglutinar al sujeto múltiple diverso. Mucho se podría hablar sobre esta cuestión respecto a varios actores y sujetos marginados del mainstream de la izquierda, pero quisiéramos detenernos en uno de los más lacerantes: el feminismo. Desde un análisis feminista, es bastante lógico que se sienta distancia, lejanía e incluso animadversión ante una política que utiliza al movimiento social como correa de transmisión y que no respeta su autonomía (prioridades y tiempos de la política clásica); que prima siempre otros puntos de la agenda, mientras que la feminista siempre está subordinada y devaluada (agenda reducida); que busca liderazgos de masculinidad hegemónica, capaces de responder a la gestión de la política clásica, plagada de fraternidades y expertise acumulada en los pasillos (patriarcado organizativo); y que fomenta estructuras políticas verticales, en lo que lo personal no es político, en el que lo organizacional no es político, sino que más bien se consideran purismos y puerilidades que rompen la unidad y atentan contra la eficacia. No es por tanto extraño que este tipo de política sea una máquina de expulsar feministas, y por tanto de conducir la política a los terrenos de la mediocridad de la agenda y el mensaje único. En todo caso, parece bastante complicado avanzar en términos emancipadores sin ni siquiera hacer el necesario esfuerzo de aglutinar al conjunto de fuerzas, actores y agendas radicales y alternativas, en los que el feminismo –pero también el ecologismo, el internacionalismo, etc.- juegan un papel fundamental.
En tercer lugar existen notables dudas de que la estrategia de primacía de lo electoral-institucional-comunicacional sea eficaz para la consecución de sus objetivos estratégicos -victoria institucional como medio para generar cambios-. Primero, porque el sistema establece múltiples trabas para obtener una victoria electoral; segundo, porque sólo el necio confunde el gobierno con el poder, al igual que decía Machado para quienes confunden “valor y precio”, con lo que una hipotética victoria parcial no significa ni mucho menos avanzar en términos de emancipación; tercero, porque una hipotética victoria institucional sostenida simplemente sobre el voto y no sobre un proceso colectivo popular amplio que lo sostenga, es una victoria vulnerable; cuarto, porque alcanzar un gobierno sin agenda política clara –dentro de esa política reactiva de no tener programa de transición formulado colectivamente- puede conducir, sin dicha base social activa y consciente, a una derrota y descomposición importante del proyecto alternativo –una victoria mal gestionada augura muchos años de derrota-; y quinto, la limitación de lo político a la dimensión estatal y local (donde están los votos), marginando la regional y global, genera una vulnerabilidad extra a la hora de enfrentar al sistema desde todos sus niveles de actuación. Por tanto, no se trata ya sólo de que existan dudas sobre la coherencia en este tipo de estrategia política y los objetivos de emancipación. También existen dudas de si es posible y eficaz centrar los esfuerzos en estas claves clásicas, cuando no hay garantía alguna de éxito en el largo plazo.
Por último, y en cuarto lugar, abogamos por una concepción de la política que abogue por otras prioridades y desde otros parámetros. Al igual que Magdalena León habla de que es necesario “descentrar los mercados” para avanzar en una economía para el Buen Vivir, necesitamos descentrar las tendencias clásicas de la política si queremos avanzar en términos emancipadores. En este sentido, y sin olvidar que se trata de un asunto de intensidad -y no de hacer tabla rasa con lo clásico-, debemos establecer otras prioridades estratégicas, debemos generar otros escenarios en los que prioritariamente desarrollar la política, y debemos ampliar el marco de lo que se considera actor político.
En este sentido, apostamos sobre todo por un enfoque de lo político que tome como meta la construcción de contrapoder social, de disputa integral de espacios aquí y ahora, en una lógica de transición emancipadora. Esto exige, en primer lugar, una concepción de lo político hacia el medio y largo plazo, pero desde lo concreto e inmediato. Es necesario así superar la charlatanería de la que hablaba Gramsci, y vincular el hoy con el futuro. Esto es, partir de que la emancipación -la superación de toda asimetría y subordinación- exige ganar espacios ahora, pero con la mirada puesta en el largo plazo. En segundo lugar, exige una mirada de proceso, en el que el indicador no puede ser el voto sino el avance precisamente en ese proceso de transición, en avanzar en la consecución de espacios, en la generación de ciudadanía crítica, activa, movilizada y organizada. En tercer lugar, exige una apuesta inclusiva, ya que todas las asimetrías -raza, género, clase, etc.- deben ser contempladas y tienen igual valor. Y en cuarto lugar, exige una mirada amplia de lo político, no circunscrita a lo institucional, sino que inclusiva con lo considerado habitualmente social.
Situar lo dicho en el párrafo anterior como objetivos –sin menoscabo de entender lo electoral e institucional como herramientas, al revés de lo que ocurre generalmente- supone también redirigir la estrategia política y el escenario en el que ésta se desarrolla. Así, la izquierda debe entender que la sociedad, las mayorías populares, son su prioridad, y que en su seno es necesario construir contrapoder. La referencia no son por tanto el resto de fuerzas políticas, ni el coto privado de la política, sino que dichas mayorías deben ser el terreno de juego fundamental de la izquierda para avanzar en el programa de transición post-capitalista y post-Sistema Múltiple de Dominación. A partir de ahí, la estrategia debería estar cimentada sobre el principio de pedagogía política. Esto es, la labor fundamental de las organizaciones políticas debe ser la de hacer pedagogía a favor de la puesta en práctica de un programa emancipador de transición, construido desde claves alternativas (no esperando a un futuro ideal) y con la mirada puesta en hacerlo junto, desde y para dichas mayorías. Así, la prioridad otorgada a la pedagogía política exige, en primer lugar, primar la práctica de la participación activa y de calidad, posibilitando la participación de la clase trabajadora en la construcción del programa de transición; exige, en segundo lugar, hacerla partícipe también de la vida interna de la organización, de candidaturas, procesos y decisiones; exige, en tercer lugar, fomentar la formación política, algo estratégico ante el posible conflicto entre decisiones amplias y programa de emancipación; exige, en cuarto lugar, descentrar las instituciones y generar poder social en todos los ámbitos (económico, cultural, social, etc.), ampliando el concepto restrictivo de lo político; exige, en definitiva, generar una identidad, una cultura alternativa, unida en la diversidad, que aglutine a las mayorías sociales en pos de objetivos comunes.
Por último, y ya hablando de las estructuras necesarias para llevar a cabo estas estrategias, es importante tener claro que lo político no es coto privado de los partidos, siendo necesario el reconocimiento de múltiples experiencias sociales, de muy diverso tipo, como actores políticos de primer orden. Así, sólo desde la articulación de todos estos actores, sin jerarquías, y cada cual desde su identidad, podremos plantear otra política alternativa. Partiendo de ahí, las organizaciones políticas, sean del tipo que sean, deberían entenderse internamente como espacios de puesta en práctica de la sociedad que quieren, fomentando así una cultura organizativa radicalmente democrática y feminista. A su vez, deberían entender la política en sentido amplio, y desde su responsabilidad como agentes pedagógicos para la construcción de una cultura alternativa que genere contrapoder y que permita vencer, en el futuro, sí, pero desde ahora, desde aquí.
Estas son algunas de las reflexiones que confiamos sirvan de insumo a este debate estratégico sobre la política. El mismo se va a dar, se está dando, con la izquierda y sin la izquierda, pero creemos fundamental que ésta esté, sea autocrítica, y sea capaz de sentar las bases para otra política en este momento histórico de bifurcación, de crisis civilizatoria, donde el margen de lo posible se amplía. Ampliémoslo, es necesario y urgente.
1.- Urgencia por acelerar el debate sobre lo político en la izquierda
Ante este panorama, el sentido común nos conduce a pensar que las izquierdas (aquí me refiero a las que explícitamente plantean la superación del sistema múltiple de dominación articulado en torno al capitalismo) deberían estar especialmente empeñadas en revisar radicalmente el terreno de juego en el que se desarrolla la política. Por un lado, porque éste no es coherente con los horizontes emancipadores de democracia participativa que se dice defender; por el otro, porque la política así entendida parece un juego amañado lleno de múltiples, variadas y crecientes trabas para la emancipación.
Efectivamente, este debate sobre lo político ha sido abordado en la izquierda, aunque seguramente con mucha más timidez de la que sería deseable –sobre todo en Europa- a partir de un análisis profundo y serio de la grave situación actual. Así, cuando echamos una mirada global de la larga noche neoliberal que comienza en los 70 -y cuyos devastadores efectos aún estamos sufriendo-, podemos encontrar también señales de una nueva etapa de ampliación del marco de lo político –que algunos y algunas sitúan en la fase de protesta iniciada en el 68-, que se materializa en una multitud de iniciativas que tratan de trascender las formas ortodoxas de entender la participación y la relación entre organizaciones políticas y la ciudadanía. En esa lógica se inscriben la emergencia de muchos movimientos sociales y del movimiento alterglobalizador, los procesos de cambio en América Latina desde finales del siglo XX, así como algunas otras realidades políticas vividas más recientemente en países del Sur de Europa, como Italia o el Estado español. Pero se trata todavía, como decimos, de un fenómeno balbuceante, tímido, que apunta en la dirección de una necesaria revisión del concepto de lo político, pero que todavía no es asumida como prioridad en la agenda de parte importante de la izquierda.
Precisamente este artículo pretende sumarse a las y los que alertan sobre la urgencia por acelerar y profundizar este debate, fundamentalmente por dos motivos. En primer lugar, porque si no somos conscientes de la necesidad de democracia real, aquí y ahora, que intrínsecamente va vinculada a los horizontes emancipadores que perseguimos, estamos condenados y condenadas al fracaso y al alejamiento progresivo respecto a las mayorías populares; en segundo lugar, porque ese hipotético fracaso de la izquierda puede venir acompañado del ascenso de formas de entender la política desde otros parámetros, para nada transformadores, que pueden dar salida a la indignación popular desde posturas de extrema derecha. No hay más que mirar a nuestro alrededor para ser conscientes de que éste es un escenario posible.
Por tanto, no deja de ser llamativo el apego de parte de la izquierda -fundamentalmente de muchos partidos- a las fórmulas clásicas de entender la contienda política en clave de democracia liberal-representativa sobre la cual, empujados por la creciente deslegitimación política, están dispuestos a realizar cambios superficiales o incluso cosméticos, pero no a realizar una revisión integral y radical. En este sentido, la estrategia política pareciera pretender avanzar en la superación del sistema, pero fundamentalmente desde dentro del terreno de juego que el propio sistema propone y adultera. Para ello, se espera que la deslegitimación antes señalada afecte única y principalmente a los defensores del statu quo, mientras que la izquierda acumularía fuerzas desde el reconocimiento social de su honradez y de sus propuestas más humanas.
Por el contrario, no se toma en consideración la idea de que la crisis de identidad de la política bien pudiera llevarse por delante todas las dinámicas y a todos los agentes que participan de este denostado enfoque político, incluidos también los de izquierda, incapaces de ofrecer alternativas a estas fórmulas decadentes de entender el poder y la participación. O bien que sin barrerlos completamente, la deslegitimación les afectara suficientemente como para mantenerlos en un lugar de cierto espacio político, pero siempre menor y controlado.
Ambos escenarios son perfectamente viables, a la luz de los últimos acontecimientos en países de Oriente Medio, Ucrania o Europa, por poner sólo algunos ejemplos recientes. En este sentido, un ejercicio crítico y autocrítico del desafío que supone hoy en día lo político se convierte en estratégico, si queremos responder con nitidez a la crisis civilizatoria actual, y hacerlo desde claves emancipadoras.
2.- Análisis de la política entendida por parte de la izquierda clásica
En definitiva, es necesario revisarlo todo para plantear un terreno de juego político alternativo para la izquierda, alejado de purismos pero también de la miopía del esto es lo que hay en el que algunas y algunos están asentados. Desde esta premisa, pasamos a continuación a bosquejar un diagnóstico crítico y autocrítico de las tendencias que la izquierda más clásica ha priorizado a la hora de entender lo político.
2.1. Primera tendencia: primacía de lo electoral e institucional
La primera de ellas es la primacía que se otorga a lo electoral y a lo institucional como objetivos políticos fundamentales. Por supuesto, se realizan llamados a tomar la calle, a la movilización y a la participación popular, e incluso se desarrollan actividades en este sentido. No obstante, la vocación principal y lo que marca el tempus político son precisamente las elecciones y lo que se centra en los espacios políticos oficiales, las instituciones.
Esto tiene una serie de consecuencias para la acepción ortodoxa de política. En primer lugar, el voto se convierte en el principal indicador de éxito o fracaso de la izquierda, en la medida de su músculo político y en el término fundamental de comparación respecto a otras fuerzas políticas. Esto reduce la relevancia –e incluso entra en contradicción- de otros posibles indicadores y objetivos, como por ejemplo la acumulación de fuerzas, la activación sólida de una base social fuerte y concienciada, el desarrollo de estrategias de participación activa y de calidad, o la construcción colectiva de agendas alternativas. Por lo tanto, el conjunto de la estrategia política -que incluye las metas y los procesos y acciones contempladas para alcanzarlas- está supeditada al ritmo electoral-institucional. Así, puede haber otros objetivos más allá del voto, pero casi siempre subordinados a éste y definidos en función de éste, de sus lógicas y ritmos, lo que genera una política más bien concebida desde el corto plazo, desde lo inmediato, desde la eficiencia y eficacia en los comicios, en desmedro de un enfoque más amplio de la política y de una estrategia para el largo plazo.
En segundo lugar, la primacía de lo institucional y los ritmos electorales generan que la política se circunscriba fundamentalmente a los actores que participan en las instituciones, que por definición son los partidos políticos, siendo la ciudadanía más un mercado de votos que el sujeto político fundamental. Nadie en la izquierda reconocería públicamente esta afirmación, pero la observación de la práctica política se asemeja más a esta idea que al reconocimiento del pueblo como sujeto político, lo cual conllevaría otro tipo de enfoques de relación de organizaciones políticas-mayorías populares. De esta manera, la política sería sobre todo un coto privado de unos actores determinados que pugnan por captar en el corto plazo y con inmediatez el voto de dichas mayorías populares. En este sentido, no hay un diálogo preferencial con éstas, ni una concepción de la política como construcción de ciudadanía, de trabajo en ella, con ella, desde ella y para ella. Al contrario, la política más bien consiste en la difusión de mensajes y discursos para atraer y conseguir el apoyo electoral de dicha ciudadanía, a la que no se busca de manera preferencial en el día a día y de la que en cierta medida se desconfía de sus capacidades.
Esta prioridad por la pugna por el voto con otras fuerzas políticas, frente al diálogo y a la construcción de política junto a las mayorías populares, tiene también dos consecuencias en la concepción de la política de la izquierda clásica: una, para los partidos de izquierda es más importante la posición que ocupan en términos relativos frente a otros partidos que la cantidad de apoyo popular alcanzado y la calidad de éste, ya que su objetivo fundamental es copar el mayor espacio institucional posible. En este sentido, la lógica de contrapoder social y de ampliación de los espacios alternativos y confrontados con el sistema tiene una importancia menor -y subordinada- a la realmente importante, que es la de poder institucional como palanca para generar cambios. De ahí, por ejemplo, la relativamente escasa importancia que se da a la abstención (absoluta ganadora de la mayoría de los comicios) dado que interesa más situarse por encima de otros que mantener un diálogo permanente y progresivo con la sociedad, no directamente vinculado al voto en el corto plazo; y dos, la concepción de lo político como coto privado de pugna entre fuerzas diferentes provoca que el mensaje trasladado por la izquierda clásica se formule principalmente en relación al de los adversarios, más que en función de una agenda propia bien definida y construida colectivamente. Esto es, los mensajes buscan más diferenciarse y aprovechar oportunidades respecto a otros, ser un poco más (rojo, verde, violeta, arcoíris, etc.) pero no lo suficiente como para ser considerado radical y perder votos, que plantear una agenda propia y colectivamente formulada y pensada como un programa de transición hacia los horizontes emancipadores que se persiguen.
Estas son por tanto algunas de las consecuencias destacadas de la tendencia de asumir con ámbito fundamental y como meta estratégica lo electoral y lo institucional: la política como disputa de partidos por ocupar espacios institucionales, para lo cual se prima la captura del voto como medida de progreso y avance. Lo electoral por tanto es hegemónico y toda la estrategia política está subordinada al voto, para lo cual se prima el corto plazo, lo inmediato y el mensaje político en relación al de los demás, más que el horizonte propio y construido junto a las mayorías populares. De esta manera, y más allá de retóricas varias, lo electoral-institucional pasa de ser el medio a ser, en la práctica, el fin político, única forma de avanzar en transformaciones futuras.
2.2. Segunda tendencia: medios de comunicación masivos como escenario
Una vez que ya hemos analizado las implicaciones derivadas de las prioridades estratégicas electoral-institucionales, la pregunta a la que ahora debemos responder es: ¿Cuál es el escenario en el que se entiende la disputa por alcanzar los objetivos políticos? Ahí reside precisamente la segunda tendencia de la concepción de la política por parte de la izquierda clásica, y es que al igual que el resto de fuerzas políticas, entiende que los medios de comunicación masivos son el escenario prioritario de pugna y de debate.
Por supuesto, y al igual de lo que decíamos antes respecto a la combinación de la primacía de lo institucional con llamados a la movilización popular y a la calle, aquí también se comparte una crítica a los grupos empresariales de la comunicación –incluso un apoyo a los medios alternativos- con una asunción de que la política es fundamentalmente una cuestión de comunicación, y que ésta se desarrolla en dichos grupos hegemónicos.
Esta segunda tendencia ahonda algunas de las características ya apuntadas en el análisis de la primacía de lo electoral-institucional, generando a su vez nuevas implicaciones para lo que se entiende como política. En primer lugar, la política se convierte en una dramatización en los grandes medios donde el coto privado de la política -los partidos- emite mensajes con el objetivo de conseguir el mayor número de votos posibles. La izquierda clásica también se suma, con mayor o menor recelo, a este tipo de política-escenificación, siendo así que la estrategia política se ve constreñida fundamentalmente a la lógica institucional, desde la hegemonía de lo comunicacional.
En segundo lugar, la política se reduce a los temas que los propios medios de comunicación priorizan, limitando notablemente la diversidad y amplitud de una agenda política emancipadora. De esta manera, por la propia dinámica comunicativa actual, y en función de los intereses de los medios –recordemos que son grandes grupos empresariales- el debate político escenificado queda reducido a lo que éstos consideren prioritario, que suelen ser un número pequeño de asuntos, quedando el resto subordinados, marginados u olvidados. De esta manera, la izquierda clásica centra sus mensajes en aspectos específicos, muy relevantes pero limitados, (crisis, paro, autodeterminación), ahondando en la costumbre natural de arrinconar asuntos feministas, internacionalistas, ecologistas, sobre democracia radical o sobre una economía alternativa en sentido más amplio, etc., para los días de guardar (días internacionales de los más variados asuntos) y a oportunidades específicas que atraen la atención mediática. Esto supone, como decimos, dar una vuelta de tuerca más a una de las principales críticas realizadas habitualmente a la izquierda, que no es sino la ausencia de una agenda amplia, radical e inclusiva, así como la consideración de un sujeto múltiple y diverso de transformación.
En tercer lugar, y además de limitar el alcance y la diversidad de la propuesta política hegemónica en la izquierda, esta política-escenificación adecua el mensaje a las lógicas de inmediatez y simplicidad de los grandes medios de comunicación. La política se convierte entonces en una dinámica de repetir machaconamente mensajes simples para una ciudadanía de la que se desconfía -como ya hemos dicho antes-, y a la que se infantiliza en lo referente a sus capacidades políticas –infantilismo en el que la izquierda redunda con el tipo de mensaje que se emite- (algunas canciones de King África tienen más matices que los discursos de muchos políticos profesionales de izquierda). Estos mensajes, además de simples, deben ser elaborados con inmediatez, para tratar de ser los primeros en dar respuesta a cualquier tema que surja en los medios y llevar por tanto la delantera al resto.
Por último, y en cuarto lugar, la política-escenificación centra -más bien derechiza- el mensaje político alternativo de izquierdas, dentro de esa lógica antes apuntada de diferenciarse del resto, ma non troppo. Así, si aceptamos la búsqueda de votos y la meta de ganar espacios institucionales como prioridades; si aceptamos la confrontación con otros partidos como marco fundamental de la política; si aceptamos los medios de comunicación como el escenario de dicha confrontación, en una agenda definida por los principales grupos mediáticos; y si asumimos como natural la infantilización de la ciudadanía y la necesidad de trasladar mensajes fáciles, simples, de consumo inmediato, la lógica nos conduce naturalmente a centrar el mensaje en la búsqueda del voto. Así, la izquierda, en su confusión sobre quién es el actor fundamental (el pueblo o los partidos), y en su búsqueda de votos más allá de su referencia natural -los y las convencidas-, prefiere buscar un supuesto centro político que por ejemplo atraer a la abstención activa de izquierdas o la de trabajar porque el centro de la ciudadanía se sitúe en la izquierda, lo cual le exigiría una estrategia diferente y de largo plazo. Así, se centra el mensaje para atraer a más ciudadanos y ciudadanas, en vez de tratar de radicalizar a la sociedad.
En definitiva, y como hemos visto, esta segunda tendencia apuntala algunas de las implicaciones ya señaladas en la apuesta prioritaria por lo electoral-institucional, pergeñando así un enfoque de política que todos y todas conocemos muy bien: un coto privado de los partidos, que compiten por la búsqueda del voto y por copar espacios institucionales, que desarrollan su estrategia principalmente en los medios de comunicación, y que para ello reducen, simplifican y derechizan su mensaje.
2.3. Tercera tendencia: estructuras y liderazgos eficaces para el voto
Finalmente, y cerrando el análisis de las principales tendencias de la concepción de política de la izquierda clásica, centrémonos ahora específicamente en los actores prioritarios de este enfoque de la política -los partidos- y en aquéllos que los lideran. De esta manera, destacaríamos como tercera tendencia la preferencia por estructuras y liderazgos basados en una mezcla de eficacia comunicativa, conocimiento intensivo del coto privado de la política, y capacidad de gestión táctica del mercado electoral.
De alguna manera, y como es lógico, se busca una coherencia entre la agenda política priorizada y el tipo de organización que la sostiene y defiende. Así, la estructura partidaria se pone al servicio de la dinámica electoral-institucional-comunicacional, y se prima por encima de todo la capacidad para responder a la coyuntura definida por los mass media. Los equipos de comunicación toman un poder fundamental en el conjunto de las organizaciones y se recrudece la tensión entre democracia (decisiones colectivas, formación y debate, trabajo de base y de articulación) y eficacia (agenda reactiva, respuesta rápida, mensajes simples y de impacto inmediato, política a corto plazo y desde lo visible y tangible), siendo la eficacia la vencedora en la mayoría de las ocasiones. En ese sentido, no es la democracia lo que suele primar en este tipo de organizaciones políticas, ya que están concebidas más como herramientas para alcanzar cuotas de poder institucional y así llegar a cambiar las cosas en un futuro, que como actores que participan en la construcción de poder social, aquí y ahora, que dispute espacios al sistema en todos los terrenos.
En este sentido, los liderazgos que se buscan son aquéllos capaces de aportar un valor añadido en este tipo de estructuras. Así, en primer lugar, se prima a aquéllos (aquí no utilizamos el aquéllas, ya que los liderazgos son mayoritariamente masculinos) con capacidad de respuesta en los medios de comunicación, y de vencer en el debate dialéctico a otras fuerzas políticas. En segundo lugar, se prima a quienes manejan, conocen en profundidad y se mueven con facilidad en el coto privado de la política, esto es, los partidos y las instituciones, de manera que se valora especialmente al político profesional, al político de carrera, capaz de buscar consensos y disensos cuando sea necesario, a partir de las fraternidades y relaciones generadas dentro de dicho coto privado. Por último, se valora también la capacidad táctica para plantear ideas y propuestas que lleven a la organización al objetivo máximo -que no es sino el voto-, y que permitan aprovechar las oportunidades tendidas en el marco electoral-institucional-comunicacional.
Con esto terminamos el bosquejo de las principales tendencias en la concepción clásica de la política por parte de una parte de la izquierda. Vemos que la agenda y propuesta política básica (primera y segunda tendencia) es coherente con una estructura y un tipo de liderazgo establecido en función del voto (tercera tendencia), y que por tanto ven como algo natural el desequilibrio entre lo dicho y lo hecho, el hoy y el mañana, lo que hago en la organización y lo que propongo para la sociedad. Esa notable asimetría entre discurso y práctica es también una de las características de estas organizaciones políticas, algo que ya denunció hace mucho Gramsci al señalar que "los grandes proyectistas charlatanes son charlatanes precisamente porque son incapaces de ver los vínculos de la gran idea lanzada con la realidad concreta, no saben establecer el proceso real de actuación".
3. Reflexiones finales: la política como pedagogía y como participación
Acabamos el artículo exponiendo cuatro reflexiones finales, que confiamos que puedan servir como insumo al debate en torno a otra política necesaria. Un debate estratégico y urgente, en el que deberíamos trascender el estrecho margen de lo político y, como dice Boaventura de Santos, “ampliar la democracia”.
En primer lugar, queremos destacar que la profunda crítica realizada en el apartado anterior no es un ejercicio de maniqueísmo entre lo bueno y lo malo. Al contrario, se trata de un asunto de intensidad. Esto es, no se pone en duda que lo electoral tiene su relevancia; ni que las instituciones también pueden ser un territorio en disputa y un actor en la construcción de procesos emancipadores; ni que la comunicación es un elemento estratégico de cualquier estrategia política; ni que el corto plazo también pesa en el desarrollo de la misma. Lo que se cuestiona es la prioridad que se da al conjunto de estos elementos, a la intensidad y al enfoque con la que se asumen, que impiden en la práctica –aunque no de manera retórica- impulsar una concepción de la política en otros términos más coherentes con lo que se dice defender. Se ha realizado, a nuestro entender, una inversión de medios y fines. No se ha sabido así poner en práctica otra política para otra agenda alternativa, y se ha terminado asumiendo, más o menos conscientemente, el terreno de juego adulterado como el único en el que jugar, con cartas trucadas y en un escenario que ahonda la separación entre la izquierda y las clases populares.
En segundo lugar, como acabamos de decir, las formas clásicas de la política no sólo ahondan en la lejanía entre ciudadanía y partidos políticos, sino también la que hay entre éstos y el movimiento popular en su diversidad. De esta manera, la ciudadanía ve a los y las políticas –a los y las de izquierda también- como personajes que habitan un mundo cerrado –el coto privado de la política-, siendo el único papel de la sociedad elegir y confiar en los mensajes y en las prácticas de unos frente a las de otros, sin apenas tener la oportunidad de participar en la construcción de propuestas, sin capacidad de elegir candidaturas, sin capacidad de decidir sobre temas estratégicos que afectan a la vida de todos y todas, sin tener una relación y alianza estable con las organizaciones políticas de izquierda. Ante ello, se suele aducir que existe una realidad de despolitización de parte importante de la sociedad, o se arguye sobre la victoria cultural de principios capitalistas como el individualismo –cuestiones que en parte son ciertas-, pero no se ahonda mucho en la responsabilidad de la izquierda en ese sentido, si realmente ha hecho todo lo posible por evitarlo y contrarrestarlo –creemos que no-.
Esta desafección general respecto a las mayoría populares también ha hecho mella en la relación entre partidos y la sociedad organizada y movilizada –los movimientos sociales-, dado que los ritmos y las exigencias de la política clásica, así como sus prioridades, ha conducido a que los partidos han considerado a los movimientos simplemente como correas de transmisión de sus mensajes, sin generar alianzas ni trabajos colectivos conjuntos y estables. A su vez, esta concepción errónea de primacía del partido frente al movimiento ha abonado el terreno para, en el sentido opuesto, generar un tipo de militancia social que rechaza de plano relación alguna con los partidos ni las instituciones.
Finalmente, y dentro de esta segunda reflexión sobre lejanías y desafecciones, esta forma de entender la política es incapaz de aglutinar al sujeto múltiple diverso. Mucho se podría hablar sobre esta cuestión respecto a varios actores y sujetos marginados del mainstream de la izquierda, pero quisiéramos detenernos en uno de los más lacerantes: el feminismo. Desde un análisis feminista, es bastante lógico que se sienta distancia, lejanía e incluso animadversión ante una política que utiliza al movimiento social como correa de transmisión y que no respeta su autonomía (prioridades y tiempos de la política clásica); que prima siempre otros puntos de la agenda, mientras que la feminista siempre está subordinada y devaluada (agenda reducida); que busca liderazgos de masculinidad hegemónica, capaces de responder a la gestión de la política clásica, plagada de fraternidades y expertise acumulada en los pasillos (patriarcado organizativo); y que fomenta estructuras políticas verticales, en lo que lo personal no es político, en el que lo organizacional no es político, sino que más bien se consideran purismos y puerilidades que rompen la unidad y atentan contra la eficacia. No es por tanto extraño que este tipo de política sea una máquina de expulsar feministas, y por tanto de conducir la política a los terrenos de la mediocridad de la agenda y el mensaje único. En todo caso, parece bastante complicado avanzar en términos emancipadores sin ni siquiera hacer el necesario esfuerzo de aglutinar al conjunto de fuerzas, actores y agendas radicales y alternativas, en los que el feminismo –pero también el ecologismo, el internacionalismo, etc.- juegan un papel fundamental.
En tercer lugar existen notables dudas de que la estrategia de primacía de lo electoral-institucional-comunicacional sea eficaz para la consecución de sus objetivos estratégicos -victoria institucional como medio para generar cambios-. Primero, porque el sistema establece múltiples trabas para obtener una victoria electoral; segundo, porque sólo el necio confunde el gobierno con el poder, al igual que decía Machado para quienes confunden “valor y precio”, con lo que una hipotética victoria parcial no significa ni mucho menos avanzar en términos de emancipación; tercero, porque una hipotética victoria institucional sostenida simplemente sobre el voto y no sobre un proceso colectivo popular amplio que lo sostenga, es una victoria vulnerable; cuarto, porque alcanzar un gobierno sin agenda política clara –dentro de esa política reactiva de no tener programa de transición formulado colectivamente- puede conducir, sin dicha base social activa y consciente, a una derrota y descomposición importante del proyecto alternativo –una victoria mal gestionada augura muchos años de derrota-; y quinto, la limitación de lo político a la dimensión estatal y local (donde están los votos), marginando la regional y global, genera una vulnerabilidad extra a la hora de enfrentar al sistema desde todos sus niveles de actuación. Por tanto, no se trata ya sólo de que existan dudas sobre la coherencia en este tipo de estrategia política y los objetivos de emancipación. También existen dudas de si es posible y eficaz centrar los esfuerzos en estas claves clásicas, cuando no hay garantía alguna de éxito en el largo plazo.
Por último, y en cuarto lugar, abogamos por una concepción de la política que abogue por otras prioridades y desde otros parámetros. Al igual que Magdalena León habla de que es necesario “descentrar los mercados” para avanzar en una economía para el Buen Vivir, necesitamos descentrar las tendencias clásicas de la política si queremos avanzar en términos emancipadores. En este sentido, y sin olvidar que se trata de un asunto de intensidad -y no de hacer tabla rasa con lo clásico-, debemos establecer otras prioridades estratégicas, debemos generar otros escenarios en los que prioritariamente desarrollar la política, y debemos ampliar el marco de lo que se considera actor político.
En este sentido, apostamos sobre todo por un enfoque de lo político que tome como meta la construcción de contrapoder social, de disputa integral de espacios aquí y ahora, en una lógica de transición emancipadora. Esto exige, en primer lugar, una concepción de lo político hacia el medio y largo plazo, pero desde lo concreto e inmediato. Es necesario así superar la charlatanería de la que hablaba Gramsci, y vincular el hoy con el futuro. Esto es, partir de que la emancipación -la superación de toda asimetría y subordinación- exige ganar espacios ahora, pero con la mirada puesta en el largo plazo. En segundo lugar, exige una mirada de proceso, en el que el indicador no puede ser el voto sino el avance precisamente en ese proceso de transición, en avanzar en la consecución de espacios, en la generación de ciudadanía crítica, activa, movilizada y organizada. En tercer lugar, exige una apuesta inclusiva, ya que todas las asimetrías -raza, género, clase, etc.- deben ser contempladas y tienen igual valor. Y en cuarto lugar, exige una mirada amplia de lo político, no circunscrita a lo institucional, sino que inclusiva con lo considerado habitualmente social.
Situar lo dicho en el párrafo anterior como objetivos –sin menoscabo de entender lo electoral e institucional como herramientas, al revés de lo que ocurre generalmente- supone también redirigir la estrategia política y el escenario en el que ésta se desarrolla. Así, la izquierda debe entender que la sociedad, las mayorías populares, son su prioridad, y que en su seno es necesario construir contrapoder. La referencia no son por tanto el resto de fuerzas políticas, ni el coto privado de la política, sino que dichas mayorías deben ser el terreno de juego fundamental de la izquierda para avanzar en el programa de transición post-capitalista y post-Sistema Múltiple de Dominación. A partir de ahí, la estrategia debería estar cimentada sobre el principio de pedagogía política. Esto es, la labor fundamental de las organizaciones políticas debe ser la de hacer pedagogía a favor de la puesta en práctica de un programa emancipador de transición, construido desde claves alternativas (no esperando a un futuro ideal) y con la mirada puesta en hacerlo junto, desde y para dichas mayorías. Así, la prioridad otorgada a la pedagogía política exige, en primer lugar, primar la práctica de la participación activa y de calidad, posibilitando la participación de la clase trabajadora en la construcción del programa de transición; exige, en segundo lugar, hacerla partícipe también de la vida interna de la organización, de candidaturas, procesos y decisiones; exige, en tercer lugar, fomentar la formación política, algo estratégico ante el posible conflicto entre decisiones amplias y programa de emancipación; exige, en cuarto lugar, descentrar las instituciones y generar poder social en todos los ámbitos (económico, cultural, social, etc.), ampliando el concepto restrictivo de lo político; exige, en definitiva, generar una identidad, una cultura alternativa, unida en la diversidad, que aglutine a las mayorías sociales en pos de objetivos comunes.
Por último, y ya hablando de las estructuras necesarias para llevar a cabo estas estrategias, es importante tener claro que lo político no es coto privado de los partidos, siendo necesario el reconocimiento de múltiples experiencias sociales, de muy diverso tipo, como actores políticos de primer orden. Así, sólo desde la articulación de todos estos actores, sin jerarquías, y cada cual desde su identidad, podremos plantear otra política alternativa. Partiendo de ahí, las organizaciones políticas, sean del tipo que sean, deberían entenderse internamente como espacios de puesta en práctica de la sociedad que quieren, fomentando así una cultura organizativa radicalmente democrática y feminista. A su vez, deberían entender la política en sentido amplio, y desde su responsabilidad como agentes pedagógicos para la construcción de una cultura alternativa que genere contrapoder y que permita vencer, en el futuro, sí, pero desde ahora, desde aquí.
Estas son algunas de las reflexiones que confiamos sirvan de insumo a este debate estratégico sobre la política. El mismo se va a dar, se está dando, con la izquierda y sin la izquierda, pero creemos fundamental que ésta esté, sea autocrítica, y sea capaz de sentar las bases para otra política en este momento histórico de bifurcación, de crisis civilizatoria, donde el margen de lo posible se amplía. Ampliémoslo, es necesario y urgente.
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