Ahora está más claro que nunca que este sistema no se puede mantener. Es insostenible y hace agua por todas partes. Su fragilidad la hace patente esta epidemia. Pero la recesión, si acaso, la ha acelerado cuando ya era imparable. No regresaremos a la "normalidad".
Dos vías se abren: o el sistema se transforma radicalmente o conducirá a una sociedad distópica, con islas de prosperidad (menguante) en medio de un océano de barbarie. Eso si los isleños no guerrean y se destrozan entre sí.
Al "capitalismo del desastre" Slavoj Žižek le opone un "comunismo del desastre". No es una solución que nos lleve a todos a la pasada prosperidad, la que disfrutó solo una parte de la humanidad. Será una dura adaptación, la única que puede salvarnos. "Ecosocialismo descalzo", en palabras de Jorge Riechmann.
Ya no puede tratarse de "refundar el capitalismo" como en la crisis anterior. Ahora hasta una parte de los economistas del sistema admiten la renta básica como una necesidad. O la nacionalización de los sectores estratégicos. Puede que acepten esto como algo temporal, pero serán medidas destinadas a quedarse, porque esto no repuntará.
Hace más de un siglo que Rosa Luxemburgo planteó la disyuntiva "socialismo o barbarie. Ahora Žižek la renueva en esta otra frase:
COMUNISMO O BARBARIE, ¡ASÍ DE SIMPLE!
Slavoj Žižek
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Hegel escribió que lo único que podemos aprender de la historia es que no aprendemos nada de la historia, así que dudo que la epidemia nos haga más sabios. Lo único que está claro es que el virus destruirá los mismísimos cimientos de nuestras vidas, provocando no solo una enorme cantidad de sufrimiento sino también un desastre económico posiblemente peor que la Gran Recesión. No habrá ningún regreso a la normalidad, la nueva «normalidad» tendrá que construirse sobre las ruinas de nuestras antiguas vidas, o nos encontraremos en una nueva barbarie cuyos signos ya se pueden distinguir. No será suficiente considerar la epidemia un accidente desafortunado, librarnos de sus consecuencias y regresar al modo en que hacíamos las cosas antes, realizando quizá algunos ajustes a nuestros sistemas de salud pública. Tendremos que plantear la siguiente pregunta: ¿qué ha fallado en nuestro sistema para que la catástrofe nos haya cogido completamente desprevenidos a pesar de las advertencias de los científicos?
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Es posible que, en algunas partes del mundo, el poder estatal se medio desintegre, que los señores de la guerra locales controlen sus territorios en una lucha por la supervivencia estilo Mad Max, sobre todo si se aceleran amenazas como el hambre o la degradación medioambiental. Es posible que los grupos extremistas adopten la estrategia nazi de «dejar morir a los viejos y los débiles para reforzar y rejuvenecer nuestra nación» (algunos grupos ya están alentando a aquellos de sus miembros que han contraído el coronavirus a propagar el contagio a los policías y a los judíos, según informaciones recabadas por el FBI). Una versión capitalista más refinada de dicho regreso a la barbarie ya se está debatiendo abiertamente en los Estados Unidos. El domingo 22 de marzo, el presidente de ese país escribió un tuit en mayúsculas: «NO PODEMOS PERMITIR QUE EL REMEDIO SEA PEOR QUE EL PROBLEMA. AL FINAL DEL PERÍODO DE 15 DÍAS TOMAREMOS UNA DECISIÓN ACERCA DE EN QUÉ DIRECCIÓN QUEREMOS IR». El vicepresidente Mike Pence, que encabeza el grupo de trabajo de la Casa Blanca contra el coronavirus, había dicho ese mismo día que el lunes siguiente los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades federales publicarían unas directrices para permitir que la gente ya expuesta al coronavirus pudiera regresar al trabajo cuanto antes. Y el consejo de redacción del Wall Street Journal advirtió que «las autoridades federales y estatales tienen que comenzar a ajustar ya su estrategia antivirus para evitar una recesión económica que hará palidecer la que tuvo lugar en 2008-2009». Bret Stephens, columnista conservador del New York Times, al que Trump sigue atentamente, escribió que tratar el virus como una amenaza comparable a la Segunda Guerra Mundial «es algo que hay que poner en entredicho de manera agresiva antes de que se impongan soluciones posiblemente más destructivas que el propio virus». Dan Patrick, vicegobernador de Texas, apareció en la Fox News para argumentar que prefería morir antes que ver cómo las medidas de salud pública perjudicaban la economía estadounidense, y que creía que «muchos abuelos» de todo el país estarían de acuerdo con él. «Mi mensaje: volvamos al trabajo, sigamos viviendo, seamos inteligentes, y aquellos que tenemos más de 70 años sabremos cuidarnos».
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Deberíamos seguir aquí a Immanuel Kant, que escribió en relación con las leyes estatales: «¡Obedeced, pero pensad, mantened la libertad de pensamiento!». Hoy en día necesitamos más que nunca lo que Kant denominaba el «uso público de la razón». Está claro que las epidemias regresarán, combinadas con otras amenazas ecológicas, desde sequías hasta plagas de langostas, de manera que es ahora cuando hay que tomar decisiones difíciles. Esto es lo que no comprenden los que afirman que se trata simplemente de otra epidemia con un número relativamente pequeño de muertos: sí, no es más que una epidemia, pero ahora vemos que las advertencias anteriores acerca de estas epidemias estaban plenamente justificadas, y que no van a tener fin. Naturalmente, podemos adoptar una «prudente» actitud resignada actitud de «han ocurrido cosas peores, no hay más que pensar en las plagas medievales…». Pero la mismísima necesidad de esta comparación ya dice mucho. El pánico que estamos experimentando da fe de que está ocurriendo algún tipo de progreso ético, aun cuando a veces sea hipócrita: ya no estamos dispuestos a aceptar las plagas como nuestro destino.
Ahí es donde aparece mi «comunismo», no como un sueño inconcreto, sino simplemente como el nombre para lo que ya está sucediendo (o al menos lo que muchos perciben como una necesidad): medidas que ya se están contemplando, e incluso haciendo entrar en vigor parcialmente. No es la visión de un futuro luminoso sino más bien de un «comunismo del desastre» como antídoto del «capitalismo del desastre». El Estado no solo debería asumir un papel mucho más activo, reorganizando la fabricación de los productos más necesarios, como mascarillas, kits de pruebas y respiradores, requisando hoteles y otros complejos de vacaciones, garantizando el mínimo de supervivencia a todos los desempleados, etc., sino hacer todo esto abandonando los mecanismos del mercado. Solo hay que pensar en los millones de personas, como los que trabajan en la industria turística, cuyos trabajos, al menos en algunos casos, se perderán y ya no tendrán sentido. Su destino no se puede dejar en manos de los mecanismos del mercado o de estímulos puntuales. Y no nos olvidemos de los refugiados que todavía intentan entrar en Europa. ¿De verdad cuesta comprender su desesperación cuando un territorio bajo confinamiento por una epidemia sigue siendo un destino atractivo para ellos?
Hay dos cosas más que están claras. El sistema sanitario institucional tendrá que contar con la ayuda de comunidades locales para que cuiden a los débiles y a los ancianos. Y, en el lado opuesto de la escala, habrá que organizar algún tipo de cooperación internacional eficaz para producir y compartir recursos. Si los Estados simplemente se aíslan, comenzarán las guerras. A todo esto me refiero cuando hablo de «comunismo», y no veo ninguna alternativa que no sea una nueva barbarie. ¿Hasta dónde llegará? No sabría decirlo: lo único que sé es que es urgente se dé cuenta, y, como ya hemos visto, lo están llevando a la práctica políticos como Boris Johnson, que desde luego no es ningún comunista.
Las líneas que nos separan de la barbarie son cada vez más claras. Uno de los signos de la civilización actual es que cada vez más gente comprende que la prolongación de las diversas guerras que recorren el planeta es algo totalmente demencial y absurdo. Y también que la intolerancia hacia las demás razas y culturas, y hacia las minorías sexuales, resulta insignificante en comparación con la escala de la crisis a la que nos enfrentamos. Por eso, aunque hacen falta medidas de guerra, me parece problemático el uso de la palabra «guerra» para nuestra lucha contra el virus: el virus no es un enemigo con planes y estrategias para destruirnos, es sólo un estúpido mecanismo que se autorreplica.
Esto es lo que no comprenden aquellos que deploran nuestra obsesión con la supervivencia. Hace poco Alenka Zupančič releyó un texto de Maurice Blanchot de la época de la Guerra Fría acerca del miedo a la autodestrucción nuclear de la humanidad. Blanchot muestra que nuestro desesperado deseo de supervivencia no implica la postura de «olvidémonos de los cambios, procuremos mantener el estado actual de las cosas, salvemos nuestras vidas desnudas». De hecho, es más bien lo contrario: solo mediante nuestro esfuerzo para salvar a la humanidad de la autodestrucción crearemos una nueva humanidad. Sólo a través de esta amenaza mortal podemos vislumbrar una humanidad unificada.
Para que ese «comunismo del desastre» se haga realidad es fundamental que las instituciones y la población recuperen la confianza mutua, así como el cese del abismo existente entre la privilegiada clase dirigente y el resto de la sociedad. En la Revolución del 17 hubo que elegir entre sociedad de clases o dictadura del proletariado: eligieron lo correcto.
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