Me sugiere mi buen amigo Domingos Antón (perdón por la redundancia, porque quien no es bueno no es amigo) que escriba unas palabras en recuerdo de Julio Anguita. Es tanto lo que se podría decir, es tanto lo que se ha dicho y tanto lo que se dirá, que no es cosa de repetir alabanzas ni de combatir las calumnias que (ahora no toca: lo prohíbe el culto a los muertos) pocos lanzarán como en otros tiempos.
Lo que mejor puede situar a Anguita en la Historia es analizar la evolución histórica de los juicios sobre su persona.
Cuando era un combatiente de primera línea de la política era para muchos un demonio rojo, un enemigo peligroso. Antes, en los primeros tiempos de su vida pública, era difícil atacarlo. Como alcalde de Córdoba, su papel en la transformación de la ciudad era más bien un modelo de gestión. Además el foco infeccioso estaba localizado, como lo estaba y lo está el cuantitativamente menor de la un tanto olvidada Marinaleda.
Pero su salto a la primera línea, empujado por la crisis interna del PCE, lo expuso al ametrallamiento de los medios de adoctrinamiento público. Aun así, les costó dar con la manera de caricaturizarlo. No era fácil presentarlo como un personaje ridículo en el guiñol de Canal +.
Pero no tardaron en dar con el personaje: sería Don Quijote, un iluso que confundía la realidad con sus sueños. Los ojos de loco del muñegote, movidos espasmódicamente, lo acompañarían todo el tiempo en que era un blanco a abatir. De este modo lo que dijera era absurdo, irrealizable. Y con ello las políticas que de haberse seguido ayer nos podían haber aliviado el hoy.
Porque decía muchas cosas, muchísimas, a las que el tiempo, que suele llegar tarde, ha dado la razón.
Cuando un primer infarto lo apartó de esa primera línea, una parte de los que lo combatían empezaron a reconocer su valía personal. La mayoría de los elogios de los conversos al anguitismo de boquilla nunca acompañaron su pensamiento político, pero elogiaron su ética. Como si la ética pudiera separarse de la política. Que venga Aristóteles y lo vea.
Ahora se alaba su discurso, difícil de rebatir, como han demostrado las entrevistas televisivas en las que avezados criticólogos trataron de tumbar su lógica. Porque la verdad es fácil de defender si la acompaña una construcción coherente. Otra de sus virtudes unánimemente reconocidas. En cambio, como ayer mismo me decía Manolo Peña-Rey, otro gran amigo de Julio y también mío, los representantes políticos de la clase dominante "no pueden dejar de mentir, porque si dijeran la verdad los dominados por ellos nunca los votarían".
Otra de las merecidas alabanzas es su "senequismo", la estoica forma de afrontar las adversidades, como afrontó la pérdida de su hijo en la canallesca guerra de Irak, de cuyos vergonzosos propagandistas (tres, eran tres...) no quiero, y no puedo, dejar de acordarme. Maestro siempre, ni en aquel momento doloroso podía dejar de hacer pedagogía:
Mi hijo mayor, de 32 años, acaba de morir, cumpliendo sus obligaciones de corresponsal de guerra. Hace 20 días estuvo conmigo y me dijo que quería ir a la primera línea. Los que han leído sus crónicas saben que era un hombre muy abierto y buen periodista. Ha cumplido con su deber y yo por tanto voy a dirigir la palabra para cumplir con el mío .../... Ha sido un misil iraquí, pero es igual, lo único que puedo decir es que vendré en otra ocasión y seguiré combatiendo por la tercera república. Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen.
La frase "Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen" ha quedado como una expresión antibélica en España.
Discurso de Julio Anguita en 2018, conmemorando el segundo centenario del nacimiento de Karl Marx:
Y una entrevista del mismo año. Muchas cosas han pasado después, algunas previstas y otras imprevistas pero previsibles. Lo esencial del discurso permanece:
Larga vida a Julio, larga vida a Karl.
Dolorosa pérdida. Que la memoria le sea larga y fiel.
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