No solo hablaba de música Daniel Barenboim en esta entrevista. Declaraba también en ella su profundo desagrado por el comportamiento inhumano de Israel hacia los palestinos, reflexionando que, si bien es aceptable el amor a la patria, no debe caer en el "nacionalismo barato".
Desde el minuto 10 de la charla afirma que "ese nacionalismo barato es muy diferente del patriotismo; el patriotismo es estar contento y orgulloso de tu patria, el nacionalismo es algo que excluye al que no es como uno".
Analizaremos luego las razones que pueda haber para ese "orgullo y satisfacción", evitando siempre que podamos su carácter excluyente.
Caso palmario de nacionalismo inaceptable es el de Israel, pero siempre ha sido tristemente habitual el peligroso nacionalismo excluyente, causante de innumerables guerras. Sin llegar a ser casus belli, el enfrentamiento entre Grecia y la Macedonia que fue parte de Yugoslavia, simplemente por el nombre del país balcánico, supuso un conflicto diplomático, resuelto a medias a día de hoy.
Lo cuenta de primera mano Antía Fernández, que vivió y trabajó en Grecia varios años, en su libro Parias, kellys, rebeldes. Medita en él sobre las ideologías que han conformado el "espíritu nacional" de este pueblo. Dos tradiciones, la derivada de la religión ortodoxa y el Imperio Romano de Oriente (los griegos modernos aún se llaman a sí mismos "romanos"), y la importada del romanticismo occidental que mitifica el pasado clásico. La primera es más común en el pueblo llano, la segunda en las élites, aunque hoy se tiende a hacer una síntesis integradora que abarque todas las glorias patrias.
Los griegos, aunque no eran macedonios y fueron sometidos por estos, se han apropiado de la figura glorificada de Alejandro Magno, orgullosos de sus conquistas (y hasta de su juvenil apostura).
Reflexiona Antía:
En esta maraña histórica y geográfica, ponerse a buscar razones concretas o fronterizas parece un caos tan solo al alcance de reputadas mentes de la historiografía. (...) Y creo que, en realidad, buceando en los acontecimientos, el conflicto poco tenía que ver con razones puramente históricas. La Historia, la pasada, aquí en realidad poco tenía que decir. Era, sobre todo, un conflicto de presente, y, sobre todo, de futuro.
Esto es precisamente lo más problemático: la prolongación maniquea de un pasado manipulado que alimenta y perpetúa los enfrentamientos de ahora mismo. Pasado con el que tenemos ya muy poco que ver.
Esta manipulación de la Historia evocando un pasado glorioso es habitual para la "formación del espíritu nacional", muy útil para galvanizar las identidades. Si bien se mira, la mayor parte de las veces tales glorias no fueron más que crueles guerras de rapiña, cargadas de atrocidades.
Podemos admitir de buen grado el contento de Barenboim por la identidad propia, pero debemos revisar un poco ese orgullo patrio, salvo que lo fundamentemos en la hogareña satisfacción por nuestra cultura, considerando sus valores artísticos o literarios, el apego a la lengua aprendida en la infancia, nuestra música o nuestras costumbres. Y es bueno que hagamos un esfuerzo por aprender de otras culturas. En uno u otro caso, tendremos que pasarlo todo por un filtro crítico.
Glorificar las hazañas bélicas sin cuestionar las ambiciones que las mueven o las miserias que las acompañan es un ciego error. Un error de muchos del que se aprovechan pocos.
Cuando Santiago Abascal (¡y cierra España!) hace suyas las hazañas de los Tercios en Flandes soslaya los crímenes de guerra del duque de Alba.
El duque actual tiene muy poco que ver con aquel, salvo el título y las tierras heredadas. Si en cada generación la información genética de los progenitores se reduce a la mitad, al cabo de las quince transcurridas el actual conserva tres cienmilésimas de su antepasado; muy pocos motivos tiene para vanagloriarse de su fama o avergonzarse de sus crímenes contra la humanidad.
Observemos de pasada que buena parte de la mala fama de aquel soldado se debe a que reprimió con saña a un pueblo europeo, porque no se habla tanto de los crímenes perpetrados contra otros, sobre todo si fueron prácticamente exterminados y cayeron en el olvido.
Santiago Abascal con un morrión sobre la cabeza |
Si esto es así para los individuos, otro tanto ocurre con los colectivos, pasado el tiempo. La embellecida Reconquista, las codiciosas hazañas de Cortés o Pizarro, son hechos históricos, como lo es la unidad de España forjada por la ambición de un matrimonio de conveniencia, pero poco deben contribuir al orgullo patrio, que podemos sentir con mayor legitimidad ante algunas bellas muestras de nuestra literatura o de la música popular.
Claro que es legítimo alegrarse de la medalla olímpica de nuestros futbolistas, pero no caigamos en el patriotismo barato de que hablaba Barenboim. El hooliganismo siempre es nocivo.
Con el "orgullo histórico", o con los triunfos y fracasos deportivos que tanto apasionan a tantos, hay que proceder como con la comida. Trátese de un plato exquisito o de una bazofia, hay después que enjuagarse la boca y lavarse bien los dientes, no sea que proliferen peligrosas bacterias.
Una cura de humildad, un enjuague de realismo desapasionante, es lo que recomienda aquí Irene Vallejo al recordarnos que "los grupos humanos tienen en común aquello que los enfrenta: la tendencia a creerse mejores".
Irene Vallejo
(...)
La pasión por clasificar heredada de Aristóteles ha sido una herramienta útil para el avance científico, pero tiende a ocultar las realidades ambiguas. Aplicadas a las personas, las taxonomías asfixian y aíslan. Para el pensamiento oriental, somos a lo largo del tiempo —e incluso un mismo día— muchas personas diferentes. Yo soy yo y mis contradicciones. Sin embargo, el espejismo de las identidades sólidas, absolutas y eternas es desde siempre —en oriente y occidente, al norte o al sur— detonante de hostilidad. Shakespeare hizo protestar a Julieta por un odio heredado y perpetuado en los apellidos, tan solo rótulos: “Únicamente tu nombre es enemigo mío. Montesco no es una mano, ni pie, ni brazo, ni cara, ni ninguna otra parte tuya. ¿Qué hay en un nombre? Lo que llamamos rosa olería tan dulcemente con cualquier otro nombre: igual Romeo, aunque no se llamase Romeo, conservaría la amada perfección que tiene sin ese título. Romeo, quítate el nombre”.
(...)
Como percibió pronto el viajero Heródoto, lo que los grupos humanos tienen en común es aquello que inevitablemente los enfrenta: la tendencia a creerse mejores. Los antiguos griegos fueron lo bastante lúcidos para cuestionarse si su etnocentrismo estaba justificado (pero, ay, concluyeron que sí). A todas horas escuchamos arengas políticas que intentan inflar sentimientos de pertenencia cerrados y desconfiados. Esos mensajes nos pasan factura porque crean fracturas. Agrietan nuestra comunidad y nuestra prosperidad. Nos colocan en orden de batalla para el siguiente enfrentamiento, para la siguiente revancha. Y, como advierte el Apocalipsis, los tibios serán escupidos. Frente a esas identidades asesinas, como las llamó Maalouf, esencias colectivas inmodificables, podemos atrevernos a explorar nuestros diversos rostros, nuestras ambivalencias, mestizajes, metamorfosis y contradicciones. “En nuestro lado hay personas con las que en definitiva tengo muy pocas cosas en común, y en el lado de ellos hay otras de las que puedo sentirme muy cerca”, escribe el pensador libanés. Avanzar hacia las miradas de otros puede ser antídoto y gimnasio: la convivencia necesita gente elástica. Una identidad en buena forma no es la que permanece siempre idéntica, es la que nos permite identificarnos con el prójimo. Lo más inteligente —y menos intransigente—, es abrirnos y abrazar lo ajeno en lo propio. Reconocernos en quien parece distinto, resistirnos al alineamiento. Como afirma el Tao Te Ching: “Todos los seres separados regresarán a la fuente común. Cuando lo sabes, de modo natural te vuelves desinteresado, divertido, de corazón cálido como una abuela”. La sociedad no es pura, esencial y auténtica, es cambiante y genuinamente híbrida. “Nosotros” contiene la palabra “otros”.
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