jueves, 28 de junio de 2018

Kafka y el espacio-tiempo pegajoso

Una de las obsesiones de Kafka era el espacio-tiempo. En él estamos todos atrapados. Cada uno es hijo de su espacio y de su momento histórico. El suyo fue de grandes cambios en la cosmovisión, porque también hubo entonces grandes cambios en la sociedad y en la conciencia. La teoría de la relatividad, que también se produce en ese entorno espacial y temporal, no sería concebible en otra circunstancia.

No solamente se pusieron en cuestión anteriores certezas sobre el tiempo físico, sino que también se alteró el tiempo psicológico. El surrealismo y el psicoanálisis son hijos de esa alteración. Buscan con desazón en los sueños una realidad alternativa. También Kafka busca, atrapado en la existencia, la vía de escape.

El sueño construye una realidad trastocada que distorsiona los sucesos y mezcla de forma extraña tiempos y lugares, pero las situaciones absurdas que en él nos asaltan reflejan a su modo, transfiguradas, las inquietudes del día. Al contar un sueño se desdibuja y transforma de nuevo, y la recreación no es más que un pálido reflejo de aquel extraño mundo onírico. Un viaje de ida y vuelta.

El tiempo histórico que le tocó a Kafka vivir fue, como el nuestro, kafkiano, plagado de incertidumbres. El mundo se tambaleaba y las certezas se fundían. Es probable que esos monstruos que surgen, al decir de Gramsci, cuando lo viejo no acaba de morir ni lo nuevo de alumbrarse, sean, más que la excepción, la regla de cualquier tiempo. La conciencia, al hacernos lúcidos, nos hace responsables. Por eso nos sentimos muchas veces culpables. La razón no es capaz de destruir esa culpa que anida en lo subconsciente.

Interpreto a Kafka, a partir de mis propias vivencias. En ocasiones, después del último sueño, un brusco despertar nos sobresalta, queda la incerteza como resultado no deseado de lo que prometía ser un descanso plácido. La página que cerramos la noche anterior se abre otra vez, llena de cansancio e indecisión. Esperamos alarmados la posible llegada de un accidente que alteraría la cómoda rutina previsible. Además, no sabemos de qué lado puede llegar.

Es característica del sueño la disparatada distorsión del tiempo y el espacio, distorsión que es a la vez es reflejo y fuente de nuestra percepción del mundo. Incapaces de representarnos lo infinito como un más allá que está fuera de nuestro recorrido espacio temporal, queremos movernos y permanecer, que  el tiempo pase y que no pase, que el acontecimiento llegue y que no llegue.

La responsabilidad de llevar el inmenso mundo a cuestas nos abruma. La esperanza de dominarlo se nos desgasta y nos invade la flojedad y la desesperanza. La muralla china es un ejemplo claro de esa sensación melancólica de no poder abarcar lo inabarcable, como nos exige un propósito prometeico que nada más desechado vuelve a importunarnos. Lo infinito nos abruma.



Compárese la infinitud desesperanzada del relato de Kafka con la estoicamente aceptada de Borges en La biblioteca de Babel o El jardín de senderos que se bifurcan. Mientras el primero espera angustiado, porque no sabe, el segundo se siente invulnerable, porque sabe. Pero ambos son seres melancólicos.

Sobre el universo de Borges publiqué hace tiempo estos comentarios:
Los cuatro ciclos, el eterno retorno.
A quien está leyéndome, la eternidad, presente absoluto.
Las cosas, lo fugaz enfrentado a lo perdurable.
La lluvia, persistencia de lo efímero.
En este enlace está esa biblioteca que es el infinito:
Entre otros cuentos:
http://doctorpolitico.com/wp-content/uploads/2012/12/Textos-de-Borges.pdf


Volvamos a Kafka.

Leer a este autor es leernos el alma. El relato vuela de forma arbitraria de lo cercano a lo lejano, de lo vertiginoso a la parálisis. Pessoa escribió un libro del desasosiego. Kafka vivió el desasosiego en sus libros, hasta el punto de haber deseado destruirlos ¿por inútiles?

Kafka es por eso intemporalmente actual. Sus relatos se mueven en un molesto espacio-tiempo pegajoso, del que no podemos desprendernos porque lo llevamos puesto, pero que no dominamos.

Sobre la obsesión temporal de Kafka, este enlace.

Sus cuentos completos, en la misma línea:
http://www.cronopios.com.gt/javier/europeaii/cuentos
Siguen cuatro relatos cortos, en la misma línea:



Cuando por la noche uno parece haberse decidido terminantemente a quedarse en casa; se ha puesto una bata; después de la cena se ha sentado a la mesa iluminada, dispuesto a hacer aquel trabajo o a jugar aquel juego luego de terminado el cual habitualmente uno se va a dormir; cuando afuera el tiempo es tan malo que lo más natural es quedarse en casa; cuando uno ya ha pasado tan largo rato sentado tranquilo a la mesa que irse provocaría el asombro de todos; cuando ya la escalera está oscura y la puerta de calle trancada; y cuando entonces uno, a pesar de todo esto, presa de una repentina desazón, se cambia la bata; aparece enseguida vestido de calle; explica que tiene que salir, y, además, lo hace después de despedirse rápidamente; cuando uno cree haber dado a entender mayor o menor disgusto de acuerdo con la celeridad con que ha cerrado la casa dando un portazo; cuando en la calle uno se reencuentra, dueño de miembros que responden con una especial movilidad a esta libertad ya inesperada que uno les ha conseguido; cuando mediante esta sola decisión uno siente concentrada en sí toda la capacidad determinativa; cuando uno, otorgando al hecho una mayor importancia que la habitual, se da cuenta de que tiene más fuerza para provocar y soportar el más rápido cambio que necesidad de hacerlo, y cuando uno va así corriendo por las largas calles, entonces uno, por esa noche, se ha separado completamente de su familia, que se va escurriendo hacia la insustancialidad, mientras uno, completamente denso, negro de tan preciso, golpeándose los muslos por detrás, se yergue en su verdadera estatura. Todo esto se intensifica aún más si a estas altas horas de la noche uno se dirige a casa de un amigo para saber cómo le va.

Un problema cotidiano, del que resulta una confusión cotidiana. A tiene que concretar un negocio importante con B en H, se traslada a H para una entrevista preliminar, pone diez minutos en ir y diez en volver, y en su hogar se enorgullece de esa velocidad. Al día siguiente vuelve a H, esa vez para cerrar el negocio. Ya que probablemente eso le insumirá muchas horas. A sale temprano. Aunque las circunstancias (al menos en opinión de A) son precisamente las de la víspera, tarda diez horas esta vez en llegar a H. Lo hace al atardecer, rendido. Le comunicaron que B, inquieto por su demora, ha partido hace poco para el pueblo de A y que deben haberse cruzado por el camino. Le aconsejan que aguarde. A, sin embargo, impaciente por la concreción del negocio, se va inmediatamente y retorna a su casa. 
Esta vez, sin prestar mayor atención, hace el viaje en un rato. En su casa le dicen que B llegó muy temprano, inmediatamente después de la salida de A, y que hasta se cruzó con A en el umbral y quiso recordarle el negocio, pero que A le respondió que no tenía tiempo y que debía salir enseguida. 
Pese a esa incomprensible conducta, B entró en la casa a esperar su vuelta. Ya había preguntado muchas veces si no había regresado todavía, pero continuaba aguardando aún en el cuarto de A. Contento de poder encontrarse con B y explicarle lo sucedido, A corre escaleras arriba. Casi al llegar, tropieza, se tuerce un tobillo y a punto de perder el conocimiento, incapaz de gritar, gimiendo en la oscuridad, oye a B -tal vez ya muy lejos, tal vez a su lado- que baja la escalera furioso y desaparece para siempre.

Al comienzo no faltó el orden en los preparativos para construir la Torre de Babel; orden en exceso quizá. Se preocuparon demasiado de los guías e intérpretes, de los alojamientos para obreros, y de vías de comunicación, como si para la tarea hubieran dispuesto de siglos. En aquella época todo el mundo pensaba que se podía construir con mucha calma; un poco más y habrían desistido de todo, hasta de echar los cimientos. La gente se decía: lo más importante de la obra es la intención de construir una torre que llegue al cielo. Lo otro, es deseo, grandeza, lo inolvidable; mientras existan hombres en la tierra, existirá también el ferviente deseo de terminar la torre. Por lo cual no tiene que inquietarnos el porvenir. Por lo contrario, pensemos en el mayor conocimiento de las próximas generaciones; la arquitectura ha progresado y continuará haciéndolo; de aquí a cien años el trabajo que ahora nos tarda un año se podrá hacer seguramente en unos meses, más durable y mejor. Entonces ¿Para qué agotarnos ahora? El empeño se justificaría si cupiera la posibilidad de que en el transcurso de una generación se pudiera terminar la torre. Cosa totalmente imposible; lo más probable será que la nueva generación, con sus conocimientos más perfeccionados, condene el trabajo de la generación anterior y destruya todo lo construido, para comenzar de nuevo. Esas lucubraciones restaron energías, y se pensó ya menos en construir la torre que en levantar una ciudad para obreros. Mas cada nacionalidad deseaba el mejor barrio, lo que originó disputas que terminaban en peleas sangrientas. Esas peleas no tenían ningún objeto; algunos dirigentes estimaban que demoraría muchísimo la construcción de la torre, y otros, que más convenía aguardar a que se restableciera la paz. Pero no solo ocupaban el tiempo en pelear; en las treguas embellecían la ciudad, lo que a su vez daba motivo a nuevas envidias y nuevas polémicas. Así transcurrió el tiempo de la primera generación, pero ninguna de las otras siguientes tampoco varió; solo desarrollaron más la habilidad técnica, y unido a eso, la belicosidad. A pesar de que la segunda o tercera generación comprendió lo insensato de construir una torre que llegara al cielo, ya estaban todos demasiado comprometidos para dejar abandonados los trabajos y la ciudad. 
En todas sus leyendas y cantos, esa ciudad tiene la esperanza de que llegue un día, especialmente vaticinado, en el cual cinco golpes asestados en forma sucesiva por el puño de una mano gigantesca, destruirán la mencionada ciudad. Y es por eso que el puño aparece en su escudo de armas.

“El Emperador, tal va una parábola, os ha mandado, humilde sujeto, quien sois la insignificante sombra arrinconándose en la más recóndita distancia del sol imperial, un mensaje; El Emperador desde su lecho de muerte os ha mandado un mensaje para vos únicamente. Ha comandado al mensajero a arrodillarse junto a la cama, y ha susurrado el mensaje; ha puesto tanta importancia al mensaje, que ha ordenado al mensajero se lo repita en el oído. Luego, con un movimiento de cabeza, ha confirmado estar correcto. Sí, ante los congregados espectadores de su muerte –toda pared obstructora ha sido tumbada, y en las espaciosas y colosalmente altas escaleras están en un círculo los grandes príncipes del Imperio– ante todos ellos, él ha mandado su mensaje. El mensajero inmediatamente embarca su viaje; un poderoso, infatigable hombre; ahora empujando con su brazo diestro, ahora con el siniestro, taja un camino a través de la multitud; si encuentra resistencia, apunta a su pecho, donde el símbolo del sol repica de luz; al contrario de otro hombre cualquiera, su camino así se le facilita. Mas las multitudes son tan vastas; sus números no tienen fin. Si tan sólo pudiera alcanzar los amplios campos, cuán rápido él volaría, y pronto, sin duda alguna, escucharías el bienvenido martilleo de sus puños en tu puerta. Pero, en vez, cómo vanamente gasta sus fuerzas; aún todavía traza su camino tras las cámaras del profundo interior del palacio; nunca llegará al final de ellas; y si lo lograra, nada se lograría en ello; él debe, tras aquello, luchar durante su camino hacia abajo por las escaleras; y si lo lograra, nada se lograría en ello; todavía tiene que cruzar las cortes; y tras las cortes, el segundo palacio externo; y una vez más, más escaleras y cortes; y de nuevo otro palacio; y así por miles de años; y por si al fin llegara a lanzarse afuera, tras la última puerta del último palacio –pero nunca, nunca podría llegar eso a suceder–, la capital imperial, centro del mundo, caería ante él, apretada a explotar con sus propios sedimentos. Nadie podría luchar y salir de ahí, ni siquiera con el mensaje de un hombre muerto. Mas os sentáis tras la ventana, al caer la noche, y os lo imagináis, en sueños.”

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