Nuestro tiempo está lleno de ruido. Voces discordantes superpuestas se renuevan sin cesar, dejando apenas poso en la memoria. El entendimiento ofuscado salta de rama en rama sin detenerse. Recuerdos perdidos en la niebla no se transmitirán ya a las futuras generaciones, de ahí la importancia de cultivar la memoria histórica: contra los interesados en olvidar hay que regarla para que no se marchite.
A diferencia de este tiempo nuestro, la dictadura de Franco era un tiempo de silencio para muchas voces, aunque en ella se oyera potente el coro unánime de sus entusiastas, que cultivaban una fantasiosa y adulterada memoria del pasado; aquel pasado glorioso al que los enemigos de la Patria habían querido sepultar y que renacía exultante.
En sus primeros tiempos la sola sospecha de no comulgar con el golpe militar podía costar la vida. El pavor enmudecía e "imponía el entusiasmo". En los años siguientes fue aflorando algún tipo de crítica, válvula de escape bajo control para las presiones sociales sofocadas. Los mismos partidarios del régimen se sintieron libres para discrepar en asuntos no fundamentales. Sus distintas tendencias, agrupadas a golpe de decreto, distaban de formar un bloque homogéneo, y en la misma prensa del Movimiento aprendimos a leer entre líneas, buscando en esa lectura segundas intenciones, a veces ausentes.
El humor fue uno de los mecanismos que permitían soportar aquello. Hasta los más franquistas contaban chistes de Franco, demostrando así ser cínicamente conscientes de las monstruosidades de la dictadura. Estos chistes circulaban de boca a oreja y en privado. El humor publicable no podía tocar a la figura del dictador. Pero por otro lado, solo envuelta en humor podía ocultarse cualquier voz crítica. De ahí el éxito de una revista como La Codorniz, y también su declive cuando pasó su tiempo y surgieron publicaciones mucho más descaradas.
Primer número de La Codorniz. 8 de junio de 1941 |
En el absurdo y el surrealismo de La Codorniz se ocultaban, o eso parecía, agudas críticas. Las había futbolísticas, literarias o taurinas, pero contra las autoridades apenas se podía ir más allá de una discreta crítica municipal.
Pero aun quedándose dentro de lo entonces tolerable, la revista sufría secuestros, suspensiones y multas cada vez que la autoridad gubernativa consideraba que se pasaba de la raya. Se diría que había un juego calculado del gato y el ratón. Esta circunstancia motivó que se le atribuyeran contenidos difícilmente comprobables, dando lugar a leyendas urbanas sobre portadas y chistes seguramente inventados. Creo recordar nebulosamente (era yo muy niño, ¿será un falso recuerdo, una reconstrucción posterior?) la portada en la que un guardia urbano de aquellos de casco blanco y abrigo largo detenía el tráfico al grito de ¡Alto, socavones! Se podía interpretar como una crítica al mal estado del pavimento madrileño o como una protesta por la agresión norteamericana en Corea. Si non è vero è ben trovato...
Recuerdo algunas secciones de aquella revista cuyos títulos dejan ver esta crítica incipiente e inocente (¿inocua?), tolerada como vacuna contra una rebeldía más eficaz: Crítica de la Vida, La Cárcel de Papel, La Comisaría de Papel, Medalla a las Birrias Artes, Deportes hasta en la sopa, El dedo en la llaga, Donde no hay publicidad resplandece la verdad, Vámonos al cuerno...
La Cárcel de Papel corría a cargo de Evaristo Acevedo. Era algo así como el editorial de cada número, y por eso nunca llevó su firma, porque como él decía "nunca se firman los editoriales". Solía criticar gazapos aparecidos en los periódicos, aunque a veces profundizaba más en cuestiones ideológicas, y así al disgusto de la prensa del régimen por los logros soviéticos en los comienzos de la carrera espacial contraponía su júbilo ante los progresos de la ciencia.
La sección tenía un solemne tono jurídico, lleno de considerandos y resultandos, y remataba con el fallo del tribunal. Como ejemplo recuerdo la condena a un lacrimógeno escritor, al que mencionaba como "de profesión sus alegrías":
"Fallamos y condenamos a (...) a la pena de siete días y una hora de cárcel de papel de esta villa, donde excepcionalmente le serán leídas esquelas para que se divierta"
Para delitos menores los detenidos solo pasaban por la comisaría de papel, y su estancia allí remataba así:
"Leídas que fueron las acusaciones a los detenidos, se les puso seguidamente en libertad, toda vez que siendo sus delitos de menor cuantía no era procedente su paso a mayores y más severos organismos"
Otra sección memorable era el Papelín General, parodia muy aguda del Boletín Oficial del Estado, cuyo farragoso estilo caricaturizaba legislando sobre cuestiones nimias con referencias veladas a decretazos de actualidad.
Las hemerotecas digitales son una veta inagotable para excavar aquellos tiempos de doble o triple lectura. Queda en ellas patente "lo que se dice, lo que no se dice y cómo se dice lo que se dice". Echo de menos en internet un acceso a aquella revista como el que existe para otras publicaciones. Un investigador hallaría allí verdaderos tesoros.
"No se puede ser feliz sin leer La Codorniz", era el lema que declaraba el humor blanco de sus comienzos. Algo más explícita fue luego autodefiniéndose como "la revista más audaz para el lector más inteligente": no cabía otra explicación. Más adelante, su sucesor Hermano Lobo, este sí digitalizado, lo haría como "semanario de humor dentro de lo que cabe", que ya era algo más.
Fuera ya de la excusa humorística, terminaba cada número con la sección Tiemble después de haber reído. ¿Qué sentido tenía incluir relatos inquietantes o directamente terroríficos en sus últimas páginas? Responderé con otra pregunta ¿Por qué a veces el sufrimiento, el pánico o el dolor desembocan en carcajadas?
Mientras que la convivencia de géneros es, habitualmente, una práctica fructífera de mutualismo que mejora el resultado individual, en el caso del acercamiento de humor al terror se puede producir un efecto similar al del agua con el fuego: la risa apaga la necesaria tensión que exige un buen momento de miedo, de forma que la relación pasa a un parasitismo letal que fagocita por completo el horror en beneficio de la sátira como vencedor absoluto del impuesto matrimonio...
Sin embargo, existe una última opción: que la risa deje espacio para una reflexión amarga. Ese ejercicio genérico que toma forma definida en el “humor negro”, esa práctica que combina la crueldad más exagerada con la risa con el fin de promover una feroz reflexión sobre la propia naturaleza del ser humano y sus miserias. Quizás, la mejor expresión que define esta particular mezcla de géneros es el título de una de las secciones más recordadas del semanario satírico español La Codorniz, un espacio para el cuento corto que el director la publicación, Álvaro de Laiglesia, bautizó como Tiemble después de haber reído y fue firmada casi siempre por el escritor Rafael Castellano. En ella, cada relato desarrollaba con evidente humor un hecho cotidiano que, poco a poco, iba rotando en su intención para dejar en el lector un poso que terminaba siendo angustioso en tanto reconocimiento del horror que las situaciones cercanas al lector escondían. De alguna manera, el humor se convertía en el continente atractivo y dulce, en un precioso bombón que morder sin prejuicios para encontrar dentro un contenido amargo y difícil.
Otros autores pasaron por esta sección, como el italiano Dino Segre, Pitigrilli. Nihilista y escéptico, como el también italiano Mario Mariani. Ambos eran producto de un tiempo abrumador que vuelve y no acaba de pasar. Náufragos ambos, como la revista, en el mar angustioso del fascismo, agarrados a su trágica lucidez como tabla de salvación.
Aquí dejo una enlace a algunos de los textos serios de Castellano, en una revista más seria de lo que aparentaba, y esta apostilla:
"Si ustedes han leído y leen La Codorniz, y debemos suponer que sí, puesto que ustedes son inteligentes, verán que los "tiemble" vienen al final, para hacer bueno aquello que después de haber reído vienen los temblores"
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