QPH Radio ha publicado hoy mismo otro comentario sobre una obra de Velázquez. En el de ahora quiero destacar la penetración psicológica presente en el que posiblemente sea el retrato más revelador de la Historia.
Cerca de cuatro siglos separan a este Papa del que, también hoy mismo, ha recibido a la vicepresidenta Yolanda Díaz. Entre ambos se han sucedido muchos y diversos Pontífices, cada uno reflejo de su época y de su propio carácter. ¡Cuánto más humana que divina resulta ser la política de la Iglesia!
Continuemos con Velázquez. Después de comentar dos cuadros de gran formato, La Fragua y Las Lanzas, voy a hacerlo ahora con un retrato.
Aunque los personajes agrupados en sus cuadros son retratados tan fielmente que podemos intuir la personalidad de cualquiera de ellos, una imagen individualizada es un cara a cara que nos obliga a enfrentarnos directamente al allí presente, como si fuera él quien nos está juzgando.
Más aún si se trata de alguien tan carismático como un Papa, amo y señor de almas, ante el que cualquier otro pintor se hubiera arrodillado, como cuentan que pintaba el Cielo el Beato Angélico. Velázquez no se arredra ante Inocencio X, no es un adulador, y deja muchas claves sobre este Pontífice. El mismo Inocencio se vio sin duda reflejado con tal desnudez, pese a sus lujosos arreos, que no debió gustarse mucho y pronunció aquel famoso “troppo vero!”
Esa dura mirada inquisidora, directamente clavada en el espectador, acentuada por la decidida crispación de los labios, contrasta con la indolencia de su blanda mano derecha, que nos da a besar el anillo con gesto displicente. Una mano de cuya dureza en otras situaciones no tenemos dudas.
Cuando he estrechado la mano a algún alto cargo he experimentado sensaciones que decían mucho sobre su carácter. Los más duros y fríos ofrecían con desgana una mano blanda, tocándote apenas con los dedos, que contrastaba con su dureza aún más fría a la hora de actuar.
La mano y la cara del Papa establecen un paradójico diálogo que señala esa contradicción profunda. El pintor las sitúa en una vertical que lleva la mirada alternativamente de la una a la otra. Ahí reside la fuerza del cuadro.
La composición tampoco es ajena a la intención inquisitiva del artista hacia ese gran inquisidor. En medio de una orgía de tonos rojos, la oronda masa blanca del alba tira hacia abajo de quien parece satisfecho en el cargo. Del rostro a esa amplia falda, un eje descendente, despectivo, divide el cuadro en dos mitades casi exactas.
La satisfecha majestad del retratado va de una mano a otra, de una a otra blanca manga, trazando otra divisoria casi horizontal, que el papel que sujeta con la izquierda acaba de aplanar. Gesto sereno de bien asentado triunfo: nadie en la Tierra es más que él.
La sutil maestría de Velázquez se ofrece en esos tonos rojos predominantes, que van del anaranjado rostro encendido del Papa al oscuro y purpúreo del fondo, pasando por el más decidido de la muceta. Los brillos sudorosos de la cara son de una piel más humana que divina, y los de la corta capa hacen sentir el suave tejido. Estos contrastados claros que reflejan las texturas como pocos artistas pueden hacerlo se convierten en oscuros violáceos para acentuar la pesadez del cortinaje y del tapizado del sillón. Figura y fondo. Otra vez hay una dialéctica que aclara la primera y oscurece el segundo.
Retratos de reyes, de validos, infantes, bufones; autorretratos... La verdad del personaje aflora en todos ellos. Lejos de la grandilocuencia o la interesada adulación con que otros artistas han querido embellecer al retratado, sin llegar tampoco a la cruel mirada goyesca, el realismo de Velázquez nos los deja ver como seguramente eran. Orgullosos o simples, bellos, vulgares o categóricamente feos. Pero el retrato del Papa es distinto. Seguramente ningún otro pintor, ni él mismo, habría podido con tan pocos medios expresivos reflejar una personalidad con tal exactitud.
Inocencio, que no inocente, y bien debía saberlo.
Imagino al Pontífice contemplándose a solas, dudando si mostrar o destruir la obra que debió enaltecerlo y lo desnudaba para la posteridad. Aunque tal vez en el fondo pretendía que lo viesen así, implacable y sereno vencedor en un mundo de intrigas que seguramente le parecía justo, porque en él había triunfado.
A tan acertado análisis, yo añadiría un "detalle": La sombra central y manifiestamente siniestra que se proyecta tras Inocencio, y en la que no me parece exagerado ver una suerte de demonio con cuerno y todo. Una sombra que se derrama por su mano izquierda perfilando (de manera poco habitual en Velázquez) el pergamino que sostiene. En mi modesta opinión, es esa sombra la que revela magistralmente el fondo psicológico del retrato.
ResponderEliminarPues tienes razón. No parece un simple recurso compositivo, sino un camino hacia el profundo...
ResponderEliminarSatanás, trasfondo del personaje.
El pozo sin fondo, contrapunto del "hueco amable" a que me referí comentando los cuadros de mi desaparecido amigo Urza...
ResponderEliminarBravo!.Tu descripción del cuadro además de ser certera es casi poética.Jesús Gayoso.
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